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Channel: el bebedor de la noche
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LA ETERNIDAD DE UN MOMENTO

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                                                                                                                 Te dibujo el mar en cada uña.
                                                                                                                              Enrique Peña Barrenechea



   Repito la experiencia. Hablo de leer haikus y escuchar música. A diferencia de la entrada anterior, no es domingo por la mañana. Es sábado y el cielo se columbra, desde mi ventana del cuarto piso, como un lienzo donde los brochazos de rojos, celestes, amarillos y anaranjados se confunden. Sorprendente. Son casi las 6:30 p. m.  Estoy solo en el departamento. Rita y Kathia han salido. Leo.





   Entre los libros que voy hojeando encuentro una antología de literatura japonesa: El rumor del origen, selección preparada por el poeta peruano (y en algún momento de su vida un haijin, o sea autor de haikus) Javier Sologuren, fallecido hace algunos años. En el libro hallo no solo haikus, también teatro, narrativa, ensayo y un tipo de poesía más antigua, me refiero al tanka (conocido también como waka), poema de cinco versos, treinta y un sílabas (5 / 7 / 5 // 7 / 7) y sin rima, de donde proviene el haiku o haikai. He aquí algunas muestras de su brevedad e intensidad:


Al contemplar la luna,
mi corazón se va colmando
de tristeza;
aun cuando el otoño
no solo a mí me pertenece.



Desde aquella despedida
tan indiferente
como la luna del alba,
nada me es más doloroso
que el amanecer.



Como el río Minamo
que desciende de la cima
del monte Sukuba,
así, acrecentándose,
mi amor se ha hecho
agua profunda.



“Estoy esperando
que detrás de los montes salga la luna”,
dije a un caminante.
En realidad
esperaba a mi amor.




Las luciérnagas
resplandecen
con graciosa insistencia.
Parecen insectos gritando
silenciosamente.




Una vez,
vi en sueños
a mi amado.
Desde entonces,
he confiado siempre en los sueños.




Mañana
tal vez
me olvidarás.
Sería bueno, entonces, que muriera hoy,
mientras todavía me amas.




Sueño, sueño,
y mi amado
no aparece.
Me despierto, después de haber soñado,
y me siento aún más sola.




Vuestro corazón, quién sabe,
tal vez haya cambiado,
mas en esta vieja aldea,
las flores, ellas sí,
su aroma de antaño conservan.




Pronto dejaré de existir…
¡Oh, si pudiese
verte una vez más,
como recuerdo
del más allá de esta vida!


   La lectura de estos poemas orientales (me refiero a los tankas y los haikus) me depara un sinfín de sensaciones, descubrimientos o redescubrimientos, me remite a una experiencia de bucear en las profundidades donde a veces quedan ocultas ciertas cosas o, de pronto, percibir en el poema cuyo referente es una situación cotidiana y pasajera lo que llamo la eternidad de un momento: alcanzar elsatori, o sea la iluminación repentina, el deslumbramiento intenso en su sencillez estructural (sobre todo si hablamos de los haikus). La lectura de tankas o haikus es una alegría, una celebración de la vida. Y hoy  como nunca deseo celebrarla.


Sin aceite mi lámpara,
me acosté, la luna
entra por la ventana.



A caballo en el campo,
y de pronto, detente,
¡el ruiseñor!



Caído en el viaje:
mis sueños en el llano
dan vueltas y vueltas.

                Matsuo Basho



Voy a salir;
disfruten del amor
moscas de la casa…



Subes al Fuji
lentamente, pero subes
caracolito.



Enredadera:
 floreciendo has techado
 mi choza vieja.

                   Kobayashi Issa



¡Que no tenga yo un pincel
que pinte las flores del ciruelo
y su fragancia!

                  Satomura Shoja



La hoja muerta
al posarse acaricia
la tumba de piedra…

                    Hattori Ransetsu



Vuelvo irritado
mas luego, en el jardín:
 el joven sauce.



Perseguidas,
 las luciérnagas se ocultan
en los rayos de la luna.

                Oshima Ryata



Niebla en la tarde:
acuden los recuerdos
de días distantes.

    Kito



Vieja es la mariposa,
mas su alma sobre los crisantemos
juguetea.

                 Enomoto Seifu



Lirios, pensad
que se halla de viaje
el que os mira.

         Soguii



Mientras lo corto
veo que el árbol tiene
serenidad.

             Issekiro



Noche: otra vez,
esperando que llegues,
vuelve a llover.

                      Masoaka Shiki
  

   Confieso que alguna vez intenté pergeñar haikus. Tarea nada fácil si pensamos en su economía de recursos. Obviamente mis intentos no produjeron nada excepcional. Pero alguna vez ocurrió un suceso que pudo transformase en uno de estos diminutos poemas. Digamos que todo hacía suponer un final feliz. Corría el año 2000 o 2001. Muy temprano había llegado al colegio Mary’s Children. Este colegio funcionaba en una vieja y hermosa casona barranquina rodeada de jardines, árboles frutales, era un vergel, casi-casi un paraíso… Me dirigía a Sala de Profesores, distraído miraba a los conejos saltar entre las plantas cuando en el trayecto, al pie de unos arbustos y árboles, en un pasadizo de cemento percibí algo que capturó mi atención: así como cuando la huella de una pisada queda en la arena húmeda, había en el concreto la huella perfecta de una pequeña hoja de un árbol. La hoja estaba allí y no estaba. Supongo que cuando el cemento estuvo fresco, de eso haría muchos años, una pequeña hoja cayó y perennizó el momento dejando su rastro en sus más mínimos detalles, nada le faltaba: el pecíolo, la lámina de su cuerpo, la nervadura principal y las nervaduras secundarias… Me pareció curioso el hecho de cómo una hojita liviana podía haber dejado su huella y como persistía en el frío y duro cemento hasta que lo descubrí. Pensé, esto es para un haiku. Intenté una y otra vez: nunca pude hacerlo. Pero quedó la anécdota.







   Animado por la lectura de estos breves poemas y como siempre he sido muy dado a crear atmósferas, decidí poner música. No de flauta japonesa como la vez anterior. El abanico de posibilidades es ahora amplio y menos seguro: piezas para piano de Robert Schumann, Frederic Chopin, Johannes Brahms; lieder de Franz Schubert (por ejemplo Winterreise); una selección de temas de Stacey Kent (tan apreciada por uno de mis directores de cine más queridos como lo es Clint Eastwood); All things must pass de George Harrison (un rotundo must have) u Odessa, ese brillante disco conceptual de un grupo muy criticado hoy en día, me refiero a The Bee Gees…








   De la puesta de sol, luego de una hora, no queda rastro alguno, ya la noche ejerce su dominio, y en tanto llegan Rita y Kathia a nuestra morada de Barranco, escucharé, entre otros temas, Landslide en la conmovedora voz de Stacey Kent.





Al que la corta
le otorga su perfume:
flor de ciruelo.



   Continuará…



                                  Morada de Barranco, 27 de noviembre de 2011.

MI CASA, MI ABUELO Y LA LECTURA

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                            Se extiende así, tangible ya en el alma…
                                                          Vicente Azar



I.

   Hace unos años escribí este humilde poema que, supongo en unos meses, debe salir publicado en un libro largamente esperado.


MI CASA


Hay en mi casa un farol

que anuncia días de sol.

Una parra anciana

que sonríe como una campana,

un alto y blanco palomar

que oculta el sonido del mar,

un huerto que a la noche recibe

y silenciosa secretos con sombras escribe,

los azules ecos de un piano

que siempre acarician mi mano

y una pequeña ventana

por donde se deshace la mañana.

¡Hay en mi casa un farol

que anuncia días de sol!


   La casa del poema es la casa de mis padres: donde jugué con mis hermanos; la casa donde mi hija, de la mano de mi papá, vio en el jardín, asustada y llena de asombro, a una frágil y colorida mariposa; donde un día “recibí” al embajador mexicano Jesús Puente Leyva quien me dejó un libro de Alfonso Reyes; donde una tarde de verano del 94 fue a buscarme (¡qué honor!) el poeta Vicente Azar; donde tantas veces reí y lloré; donde lleno de ilusiones presenté a mis padres a Rita, donde mi hija recién nacida quedaba en manos de mamá “Tina” mientras que nosotros nos íbamos a trabajar; donde vivió y murió Maddy, mi perrita pastora que fue una hermana y está enterrada en el jardín, el espacio de mi adolescencia donde escuché con Alfredo y con Franklin, en largas sesiones de música y cigarros (que hoy sabiamente hemos dejado), la siempre sorprendente música de The Beatles; la casa que un tiempo estuvo pintada de azul y mis amigos poetas Willy Gómez Migliaro y Pablo Landeo, con quienes edité la revista TOCAPUS, decían que por ese color era la digna casa de un poeta, esa casa que sabía que allí donde me fuera estaría siempre con las puertas abiertas para recibirme y brindarme el calor que como Odiseo siempre ansiamos, a pesar de los cíclopes y lestrigones.  




   El huerto existe, la parra que antes daba deliciosos racimos de uva Italia está muerta pero apoya su tronco añoso en la entrada de la casa como si viviera un sueño eterno, efectivamente hay un farol en casa, que ya no es el mismo de hace años, pero su luz sigue iluminando todos los senderos que conducen a ella, a esa pequeña Roma que es la entrañable casa de mis padres.







   Solo intento, como lo habrán percibido, expresar mi amor por ese espacio mágico que es la casa de mis padres: su geografía íntima la llevo conmigo. Yo estoy casado hace trece años y… todavía tengo la llave de la casa. A ella puedo llegar las veces que quiera y abrir la puerta como siempre lo hice. Por ejemplo, dentro de unos minutos tengo que ir para armar el enorme nacimiento (o Belén, como lo llaman en otros países) que emociona tanto a mi mamá. Yo soy el encargado desde siempre para hacerlo, un nacimiento gigantesco y minucioso que llega hasta el techo y está cargado de luces y muchas imágenes de todos los tamaños y colores (mi hermano Arturo es el artífice de armar el gigantesco árbol de Navidad, que por cierto ya está armado y es la alegría de los ojos de todo aquel que se anime a mirarlo). Es en esta casa que un tiempo fue azul donde recibimos la Navidad y nos confundimos entre abrazos y buenos deseos mis padres, mis hermanos, Rita, Kathia y yo.


















II.

   En esta misma casa, hace unos instantes conversé con mi abuelo Julio, mi querido abuelo de 94 años, que ya no ve con nitidez ni escucha muy bien, pero que conserva su lucidez, su palabra sabia, precisa y su andar de pasos menudos, alegres y firmes, a pesar de su edad. Decía mi madre, al verlo ensimismado en la maraña de sus pensamientos, que guardaba desde niña el recuerdo de su padre leyendo, siempre leyendo (periódicos, revistas, libros…) acompañado de su fiel diccionario: “Siempre fue así, un gran lector”, concluyó mi madre.  Ahora me explico su buen decir, los recursos de su palabra que facilitan el fluir de sus recuerdos: “Mi familia está integrada por cincuenta y un personas. Tengo veinticuatro nietos (doce varones y doce mujeres) y once bisnietos (el último nació el año pasado)” o “Me casé a los veinte años, un 11 de septiembre de 1939…”, ¡ah!, mi querido abuelo memorioso.




   La lectura: pasión de mi abuelo (que hoy ya no puede leer), pasión de su nieto que desde muy niño se abandonaba en los mares procelosos de los libros, hasta que le llegó la oportunidad de escribir: empecé a hacerlo a los 15 años prácticamente obligado por las circunstancias, todo empezó cuando mi compañero de carpeta, mi amigo Alfredo Sosa Rosado, me dijo que coleccionaba estampillas y me preguntó a boca de jarro si yo coleccionaba algo. Yo que no coleccionaba nada y que no quería quedar mal solo atiné a responder con una mentira: “No, yo escribo poemas”. Entonces mi amigo me pidió que llevara al colegio mis poemas para leerlos. Estaba en aprietos, así que no tuve otra que empezar a escribir poemas, mis primeros poemas recargados con personajes de dioses, semidioses y héroes grecorromanos. Ingenuamente pensaba que eso era algo novedoso e impactante, obviamente no sabía nada de los parnasianos ni de los modernistas. Cosas de adolescente ingenuo e ignorante.




   En lo personal, la lectura ha sido para mí una forma de conocerme más o de reconocerme (esas múltiples máscaras que nos acompañan), de saberme un ser que muchas veces ha olvidado, por el tráfago de la vida práctica y material, algunos aspectos aparentemente insustanciales. La lectura, territorio del cual no se sale incólume. Cómo podría quedar uno impasible luego de esas horas eternas de lectura (de conversación, diría yo) donde, abandonando la realidad real, me identificaba con las ambiciones y dudas de Julián Sorel de “Rojo y Negro”, las peripecias de Jean Valjean, del astuto Ulises, de Ernesto (el niño de “Los ríos profundos”), de Rastignac, del niño sensible de "En busca del tiempo perdido", de Juan Preciado, de Ismael, del conde de Montecristo, de Pierre Bezujov...en fin, podría pasarme el tiempo mencionando personajes que me recuerdan cómo fui, títulos que me dicen cómo soy.




   Una vez Oscar Wilde dijo: “La muerte de Lucien de Rubempré es el gran drama de mi vida”. Para alguien que no ha disfrutado de la lectura de, por ejemplo, la novelística del siglo XIX, esta cita de Wilde puede resultar exagerada, pero es que muchos de estos personajes ficticios pueden dejar (y dejan) una huella perdurable en nuestras vidas, incluso mucho más marcada que las que podrían dejar personas de carne y hueso: a mucha gente que conocí las he olvidado, a los personajes que acabo de mencionar (y otros más que quedaron en el tintero), están y estarán siempre presentes en mi vida.





   Continuará…



                                      Morada de Barranco, 10 de diciembre de 2011.

MIRADAS, LEJANÍAS Y PENSAMIENTOS

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                                                                                     La inquietante paz que algunos llaman Vida.
                                                                                                                           Luis Hernández



   En esta entrada, la última de este año, quiero escribir sobre diversos asuntos, comentar con un espíritu saltarín y parlanchín, a pesar del riesgo de parecer desordenado. Desde temprano venía pensando: “Y ahora, ¿de qué escribo?” Muchas ideas rondaban mi cabeza: dudas, posibilidades, en fin, nada claro. En realidad no sabía sobre qué escribir y tenía que hacerlo, al final opté en escribir sobre todo lo que había pensado, y aquí me tienen, en esos afanes.








I.







   Se iniciaron mis vacaciones. Hace tres días que ando libre y algo relajado. Se acercan las fiestas y las noches tienen más color que otros años. En estos días debo saldar algunas cuentas, no monetarias por cierto, me refiero a que debo visionar algunas películas pendientes, deudas que venía postergando por las ocupaciones cotidianas: Melancolía de Lars Von Trier, La princesa de Montpensier de  Bertrand Tavernier, Las aventuras de Tintín de Steven Spielberg, Un cuento chino de Sebastián Borensztein, y aunque suene difícil de creer, una película que jamás pude ver aunque sí había escuchado mucho de ella, un clásico de estas fechas navideñas, me refiero a Milagro en la calle 34 de George Seaton, film de 1947 donde actúan algunas de las figuras más destellantes de Hollywood, la pelirroja y siempre bella Mauren O’Hara (mencionaré una sola película entre las muchas que hizo: El hombre quieto, suficiente), la entonces niña Natalie Wood (heroína de películas como Centauros del desierto, Rebelde sin causa, Esplendor en la hierba, por mencionar solo tres). Me esperan, entonces, agradables horas de cine en compañía de Rita, my love.








   Igualmente hay pendientes en lectura: dos libros de la venezolana Teresa de la Parra: Ifigenia y Memorias de mamá Blanca, ambas novelas, obsequio de mi concuñado Francisco Mata. La relectura de tres libros fundamentales en mi vida, libros que me acompañaron desde la adolescencia e iluminaron mi camino o brindaron el fuego necesario que toda vida requiere, hablo de Rojo y Negro y La cartuja de Parma del egotista y siempre admirado Stendhal y La lucha con el demonio del hoy injustamente olvidado Stefan Zweig (llegará el día en que las aguas volverán a su cauce y el gran Stefan, el fino y sensible Stefan regresará redimido de prejuicios y modas con su palabra, fuego y visión).







II.


   Aquel niño que fui y que, maletín en mano, se iba al colegio tarareando entre árboles de mora: Si tú me quieres / dame una sonrisa, / si no me quieres / no me hagas caso… es ahora un hombre que se acerca a los cincuenta, que no ha olvidado (sería imposible) muchas experiencias de su infancia y adolescencia. En esta bitácora, precisamente, han desfilado algunos de esos gratos o ingratos recuerdos. Sé que muchas cosas han cambiado desde entonces, por ejemplo, aquellos poéticos árboles de mora ya no están más, ahora hay muchos más carros y el peligro de un accidente automovilístico ha crecido, muchas casonas han desaparecido (y desaparecen, “la panadería del chino” en la avenida Lima, donde compraba cuando niño, ahorita mismo la están demoliendo) y modernas construcciones intentan darle un nuevo perfil arquitectónico al querido balneario de Barranco, mi morada…






   Y en ese afán de recordar hechos que provocaron cambios, uno muy especial: si de toda mi vida tuviera que escoger uno crucial en estos 47 años de travesía por el tercer planeta, sin duda diría que fue (es y será) el nacimiento de mi hija. Desde entonces mi vida ha tomado un rumbo, digamos, más formal, la he asumido con mayor responsabilidad: sucede que ahora ya no soy solo yo, una personita me acompaña, nos acompaña desde hace doce años y es nuestra alegría, el sol que calienta e ilumina el sendero que nos ha tocado transitar por estos últimos tiempos.






   Pienso en Kathia y ante mí desfilan muchísimos recuerdos. Los inicios de mi matrimonio y el deseo de un hijo. Y vino ella y su nacimiento cambió mi vida, la de Rita (obviamente), la de mis padres, la de mis hermanos… Aquellas ya lejanas épocas en que la dejábamos con mi mamá mientras los dos (profesores de oficio) nos íbamos a trabajar, sus primeros pasos, sus primeras palabras… hoy tiene doce años, la miro y me es inevitable remontarme a mi pasado y verme con la misma edad: con doce años era un mataperros, un joven aventurero que generalmente solo se atrevía a bajar por los acantilados, llegar a unas salientes donde habían cañaverales y allí perseguir insectos, sobre todo libélulas (que de manera popular en la costa del Perú las llaman chupajeringas) y si no eran insectos lagartijas o algún colibrí (conocido aquí como picaflor). Otras veces, por la Bajada de los Baños, llegaba a la playa y me solazaba con el sonido de los chorros de agua dulce que de los acantilados caían o sacaba pececillos de los charcos que se formaban al pie de los barrancos (de ahí el nombre del distrito) o descubría a amenazantes o asustadizos camarones debajo de las piedras… lamentablemente todo ese paisaje se ha perdido y hoy es solo territorio de mis recuerdos.






   Hace cuatro días Kathia se graduó en la primaria. Emocionado. Emocionados mientras escuchábamos los comentarios consabidos: “Cómo pasa el tiempo”, “ya está una señorita”, “qué grande está tu hija”, “ya deben haber pretendientes”… la veo orgulloso con su vestido color perla y me vienen dos recuerdos precisos: el primero de ellos ocurrió, creo yo, en 2002, con tres añitos y una cabellera esplendorosa.  Rita la había bañado. Yo corregía unos exámenes al final de un pasadizo, apareció ella caminando como modelo y manos a la cintura me dice: “Olano, Olano” (en vez de Orlando). Me mira con picardía y me dice: “Arde, papi”. Boquiabierto. A esa edad y con coqueterías.






   El otro recuerdo es de cuando ella tenía cinco años. Lo tengo claro. Estamos en casa de mis papás. De pronto salgo al jardín y veo a mi hija que esta de la mano de mi papá, ambos miran algo. Yo estoy a sus espaldas. Sorpresivamente una mariposa alza vuelo, frente a ellos, desde una flor. Mi hija asustada se pone detrás de mi padre quien la abraza para protegerla (qué curioso, protegerla de una mariposa, en realidad la protegió de ella misma, de un movimiento brusco, de una caída). Esa imagen se me quedó. Verlos a los dos mirando algo. Recordé inmediatamente muchos cuadros del pintor romántico alemán Caspar Friedrich, cuyos personajes de espaldas a los espectadores pierden sus miradas en lejanías y pensamientos. Mi padre y mi hija de la mano mirando a una mariposa sobre una flor. Y nació un poema:

LA MARIPOSA Y LA ROSA

                                            A mi padre y a mi hija

Con abanicos en la flor se para,
luego alza vuelo muy hermosa…
parece que se le escapara
¡un pensamiento a la rosa!

   Ya con la Navidad encima, no me resta más que desearles una feliz Navidad y que los nuevos días nos sonrían.





   Continuará…


                                             Morada de Barranco, 21 de diciembre de 2011.

LA MAGIA DEL CINE Y LA POESÍA

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                                            Hay un lugar adonde se van todas las miradas.
                                                                                   Xavier Abril


I.

   Hay películas cuya visión despiertan en mí sensaciones muy agradables (y otras que no es el caso mencionar). Son films que me prodigan un cobijo al cual deseo siempre volver, de ahí que cada que se presenta la oportunidad regreso a ellas, sabiendo que no será la última vez que ello ocurra. Puede resultar exagerado, pero la atmósfera que estas películas crean me lleva a pensar que algo como eso debe ser la seguridad que el vientre materno proporciona. Por lo menos lo veo así, lo siento así cuando me abandono al torrente de imágenes. Me sucede con algunas películas de John Ford como El hombre quieto y Centauros del desierto u otras películas como El rayo verde o La rodilla de Clara de Eric Rohmer; La mirada de Ulises de Theo Angelopolous; La doble vida de Verónica de Kieslowski; Río Bravo de Howard Hawks; El espíritu de la colmena de Víctor Erice; Encadenados (Notorious) de Alfred Hitchcock y un puñado más de películas definitivamente entrañables.




   Es lo que viví con la última película que por segunda vez visioné junto a Rita el penúltimo día de 2011: un western que injustamente pasó sin pena ni gloria por las salas de Lima. Digamos que lo mismo hubiera dado que la proyecten o no. Tal la miopía que no es novedad por estos lares. Me refiero a Pacto de justicia de Kevin Costner: una historia sencilla, una fotografía espectacular y bella, actuaciones magistrales (¡oh, grandioso Robert Duvall, signado por los dioses!). Sin embargo, por allí he leído algunos comentarios donde se le acusa de ser lenta, que le sobran muchos minutos. Debo decir que nada de eso percibí, cuando cómodamente instalado en mi sofá, disfruté del clima agradable que el film crea. Tengo para mí, que esta es una película que irá creciendo con el paso del tiempo, es decir, un clásico: uno de los más grandes western de todos los tiempos.




   El cine, pasión que no principia ni fenece, alimento diario (o casi diario) para enfrentar los avatares de la cotidianeidad, espacio material y etéreo que mágica y misteriosamente nos permite volver, con una capacidad de sorpresa que creíamos olvidada o perdida, a los predios abandonados de la infancia. Ver películas como Johnny Guitar ; La noche delcazador o quizá El cielo sobre Berlín o Los olvidados me permitieron (y permiten) experimentar sensaciones mezcladas y contradictorias, sí, pero retornables, sensaciones como cuando niño aún por vez primera me aproximaba y veía con conciencia, sorpresa, alegría y miedo el mar de Barranco a través de la Bajada de los Baños.




   El verso de Martín Adán que transcribí no es gratuito, refleja, creo yo, parte de mi pasado cinéfilo. Me explico. He intentado recordar mi primera experiencia con el cine, mi primera película. No he podido. Me resulta imposible. De ahí que diga que el cine en mí no tiene un inicio, una primera película, simplemente está conmigo desde siempre, para siempre.




   Alguna vez comenté sobre todos los preparativos para ir al cine con mi familia. Prepararse para asistir a una función implica un rito escrupuloso, también una complicidad con personas que ni siquiera conoces. Recuerdo en estos momentos un haiku oportuno del maese Matsuo Basho:


Nadie puede ser
bajo las flores del cerezo
completamente desconocido.


Hermoso poema, hermoso y sabio. Sí, pues, nadie puede ser completamente desconocido, estamos hermanados por la sensibilidad, por la contemplación de las flores del cerezo o de un film.




  Todos hemos experimentado lo mismo o casi lo mismo cuando se inicia la función: las cortinas abriéndose lentamente, una repentina y esperada oscuridad, los ojos literalmente clavados en el ecran en tanto el corazón golpea bruscamente el pecho. Así, nerviosos y emocionados al extremo, tanto que las manos se agarran tan fuerte del asiento que sus huellas, supongo, quedan para la eternidad. Y de pronto, una luz que desde atrás se abre paso perfora la oscuridad derramando imágenes en la pantalla.




   La magia del cine. Iniciada la película, yo estaba allí y no estaba. Cual incurable fisgón atrapado por la historia abandonaba todo (tiempo y espacio) y si estaba viendo, por ejemplo, Los DiezMandamientos (del hiperbólico e ingenuo Cecil B. De Mille), yo era uno de los que estaba junto a Moisés cuando el Mar Rojo se abría como un libro. O como cuando a los trece años descubrí el arte de ese gran actor (el más grande) llamado Archibald Alexander Leach, o sea, Cary Grant, a merced de un destino caprichoso que parecía arrancharle la felicidad a través de un prosaico atropello en Algo para recordar, dejándome desasosegado y con ganas de detener un segundo a Terry McKay (Deborah Kerr) en su apuro por acudir a la cita con Nickie Ferrante (Cary Grant) mientras un verso de César Vallejo me latía en la cabeza y en las manos al intuir la imposible felicidad de la pareja: “Tanto amor y no poder nada contra la muerte”. ¡Ah, el cine en todo su esplendor cautivante!




   Hablar de cine te abre a un horizonte cargado de recuerdos. Precisamente uno me aborda, hablo de aquella costumbre ya perdida en que en determinados días, no sé por qué, el boletero dejaba entrar gratis a la sala ya comenzada la función. Los mozalbetes de esos tiempos, enterados de la situación, aguardábamos ansiosos la hora, a las 7:45 p.m. aproximadamente (horario de “vermú”, como se decía) ingresábamos como una jauría hambrienta de imágenes, no interesaba que hubiera pasado casi una hora de función, lo importante, como escribí hace unas semanas, era estar allí, disfrutar en ese inacabable territorio del asombro que es el cine.




   Esos cines de antaño, que albergaron y alimentaron nuestros sueños infantiles y juveniles hoy han desaparecido. Lejanos tiempos en los que las salas estaban agrupadas en cines de estreno (como el Roma, Metro, Alcázar, Alhambra, Premier, Barranco…) y cines de barrio (como el Raimondi, Balta, Leoncio Prado, Olaya, hasta un cine pirata y diminuto conocido con el apelativo de Metropulga, en Surco), tantas salas hubo en Lima que el listín cinematográfico ocupaba casi una página entera de El Comercio, el diario más antiguo del Perú. Muchos de estos locales (diseñados especialmente para ser cines) hoy han sido destruidos (modernidad le dicen) o convertidos en iglesias cristianas. Hoy intentan ocupar ese espacio los multicines mientras muchas personas han optado por quedarse en casa y aprovechar las ventajas de la tecnología y la presencia muchas veces inevitable de Polvos Azules, el paraíso de los cinéfilos.




II.




   El cine y la literatura. No es una relación extraña. Desde los primeros tiempos del cine y después ha habido películas basadas en novelas (Las viñas de la ira) y cuentos (Lacaída de la casa Usher). Pero el cine también ha influenciado en la literatura. Pienso en la poesía. Hace poco disfruté de Medianoche en París, una de las últimas películas de Woody Allen, divertida y nada pretenciosa. El desfile de intelectuales de los veinte en el film (poetas, escritores, pintores, músicos, cineastas, fotógrafos) me llevó a recordar algunas obras de la vanguardia (en lengua española, específicamente), libros donde es notoria la influencia del cine. Yo recuerdo un libro de Rafael Alberti de 1929 Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos. Libro en el que se expresa su admiración a comediantes del cine mudo (Chaplin, Lloyd, Keaton...). Poemario lleno de humor e irreverencia, con versos que se saltan la lógica como un niño travieso y curioso (“Era yo un niño cuando los peces no nadaban, / cuando las ocas no decían misa / ni el caracol embestía al gato. / Juguemos al ratón y al gato, señorita.”).




   Aquí en el Perú hay ejemplos de la admiración que el cine despertó en grandísimos poetas. Ya de por sí alucinado y a imagen y semejanza de la película de Allen, creo ver en una mesa de algún café limeño o en Barranco, en la casa del tímido poeta José María Eguren, cuya apariencia recordaba a Charlot, a los jóvenes poetas vanguardistas Martín Adán, Xavier Abril, Enrique Peña Barrenechea y a Carlos Oquendo de Amat hablando de cine con entusiasmo entre el humo de cigarrillos y un charleston ubicuo saliendo de un fonógrafo. Los cuatro, publicarían sendos libros donde es notoria la presencia y admiración por el cine: La casa de cartón (1928), Hollywood (1931), Cinema de los sentidos puros (1931) y 5 metros de poemas (1927).





   La casa de cartón es un libro breve, sin género, pero donde la poesía late por todos sus ángulos. La leyenda dice que fue escrito por Martín Adán cuando adolescente y aún escolar como ejercicio de redacción. Lo cierto es que el libro de Rafael de la Fuente Benavides (el nombre real del autor) fue recibido como un libro innovador y alejado completamente de todo resabio modernista. El desfile de imágenes y metáforas (irónicas, desgarradas) de asociación libre remiten al fluir de imágenes de un film:


…Las yanquis tienen la carne demasiado fresca, casi fría, casi muerta.
El beso final ya suena en la sombra de la sala llena de candelas de cigarrillos. Pero ésta no es la escena 
                    final. Por ello es que el beso suena.
Nada me basta, ni siquiera la muerte; quiero medida, perfección, satisfacción, deleite.
¿Cómo he venido a parar en este cinema perdido y humoso?
La tarde ya se habrá acabado en la ciudad. Y yo todavía me siento la tarde.
Ahora recuerdo perfectamente mis años inocentes. Y todos los malos pensamientos se me borran del
                   Alma. Me siento un hombre que no ha pecado nunca.
Estoy sin pasado, con un futuro excesivo…”.




   Hollywood es un libro de prosas poéticas (como lo es La casa de cartón), fue un libro publicado en Madrid, cuya portada fue obra de Maruja Mallo, nada menos, la pintora superrealista y colaboradora de Luis Buñuel y Salvador Dalí en el cortometraje Un perro andaluz.  Abril fue un poeta cosmopolita, vivió en Europa, fue amigo de André Breton y los otros superrealistas, se dice que fue el primero en traer a Sudamérica estos aires innovadores de la vanguardia. En el libro podemos encontrar textos donde ni la muerte (su propia muerte) se escapa de la ironía y del humor juguetón, muy presente en estas greguerías:


Rasputín fue un  Papa salvaje.

Si hay algo detestable en los conciertos, son las posturas graves que toman los oyentes.

En Lima hay una cosa que siempre está de moda: que la gente escriba mal.

Yo lo sé de antiguo. Fueron vagabundos. Y hoy les dicen árboles.



XAVIER ABRIL HA MUERTO
  Dormía frente al espejo. Y de noche –saliendo de las sombras de las sábanas que no dejan de ser blancas- Xavier Abril se vio en el espejo muerto. Que es casi siempre lo más difícil.
   ¡Qué manera de sentirse muerto, de saberlo y no llamar al médico! El hecho es que uno a veces sabe cuándo se está muerto y no se puede hablar porque se dejaría de estarlo. Muchos mudos han sufrido los partes facultativos de la muerte y los han tenido que aceptar.
   Frente a los espejos que al alba encienden sus luces en el cuarto, yo me miraba a pausas, disimuladamente, para ver si en verdad estaba vivo o estaba muerto. Cosa que ha de ser bien terrible de saber. Pero determiné en un suicidio sin voz que estaba muerto.
   Me eché largo a largo en la cama, pero uno de los espejos me autenticaba vida cuando estaba muerto.
   Y en el calendario –que nunca falta en las habitaciones de los hoteles de segunda clase- taché el día de mi vida y de mi muerte.
   Cosa ésta muy rara para otros, pues por lo general, las gentes mueren nada más.
   Y taché el 25 de Marzo en su mañana. Y debió aparecer en los periódicos la noticia. Pero no. Ningún testigo estuvo en el momento, único momento de mi muerte.




   Cinema de los sentidos puroses un libro con poemas en prosa, donde la aventura vanguardista de estos veintinueve textos pinta (rompiendo la línea divisoria entre la realidad y la fantasía con una naturalidad propia del sueño o la pesadilla) paisajes extraños, misteriosos, cargados de un onirismo que recuerdan mucho a films como Un perro andaluz o La edad de oro. Libro brillante, y por redescubrir, en el que percibimos sobre todo una nostalgia y soledad agobiantes:
  
20.
En esta soledad, en esta dulce alegría de soledad, un animal que muerde nieblas, que está contento de su recuerdo.
Una flor. Una mano en el aire que escribe nubes. En esta soledad.
A la orilla de este sueño llegan las flores de los mares antiguos. Una tiene la alegría de tus ojos y crece como una espuma de oro.
En esta soledad, nazco y evejezco; tengo mil años y me piso las barbas.
Rabia de gorila salvaje, clavo mis uñas en las paredes de tu ausencia.
Estas son las manos brutas y velludas sin tacto. Estos son los ojos asombrados de la anunciación.
Me curvo como un animal de museo, con escamas, sin sexo, asqueroso.
En esta soledad, me arrastro y dejo babas.
En esta soledad, a veces soy también un hilo de lluvia, un pequeño ascender, un trébol.
Pienso en el rapto de la flor por los ángeles bárbaros.
Yo desespero, amigo, de esta soledad. Yo estoy contento, amigo, de esta soledad.





   5 metros de poemas es el único libro de Oquendo. Un libro particular desde el título. El libro es una tira de papel plegable que mide aproximadamente lo que el título anuncia. Esta tira de papel alude a una cinta de proyección y también a una cinta métrica en una crítica muy sutil a la sociedad capitalista en donde todo (o casi todo) se compra o se vende, incluso la poesía (ironía de por medio, claro está) como si de tela se tratase. Cada uno de los diecinueve poemas constituiría un cortometraje y como si el papel se transformara en un ecran nos llegamos a topar en una "pagina" con un intermedio de 10 minutos, cual si fuera una función de cine. En 5 metros... se conjugan de manera contundente y madura (los poemas fueron  concebidos cuando el poeta tenía entre diecisiete a diecinueve años) la carátula, la diagramación, la tipografía, la disposición espacial de los versos, convirtiéndolo en un objeto estético visual:
  

p           o             e             m           a


Para ti
tengo impresa una sonrisa en papel Japón

Mírame
que haces crecer la yerba de los prados

Mujer
mapa de música      claro de río      fiesta de fruta 

       En tu ventana

cuelgan enredaderas de los volantes de los automóviles
y los expendedores disminuyen el precio de sus mercaderías

       d é j a m e   q u e   b e s e   t u    v o z

                           Tu voz

QUE CANTA EN TODAS LAS RAMAS DE LA MAÑANA








  El fluir libre de imágenes (ajeno completamente a las normas tradicionales como la rima y la métrica), ese afán de capturar instantáneas que se suceden (rompiendo ataduras como los de la lógica) remiten al movimiento propio de la acción cinematográfica, denominador común en estos cuatro libros, pilares fundamentales de la poesía peruana.




   El cine en la poesía, pero también la poesía en el cine: hago memoria y a mi  recuerdo viene, por ejemplo, Labella y la bestia, esa ensoñadora y cautivante cinta de un alucinado amante del fuego del cine y la poesía llamado Jean Cocteau.




   Continuará…



                                          Morada de Barranco, 4 de enero de 2012.

UN PEQUEÑO HOMENAJE PARA EL GRAN THEO

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                                Mira desde las ciegas alturas.
                                           José María Eguren



1.
   Desde que visioné Paisaje en la niebla, la primera película de Theo Angelopoulos que llegó a mis manos, diré mejor, a mis ojos, quedé prendado de su ritmo propio, de su espíritu lírico que se desenvuelve con total desfachatez. Desde entonces procuré ver todas sus películas, no lo he conseguido todavía, pero estoy en camino. Son pocas las que he podido ver en realidad, apenas cuatro: La mirada de Ulises; El paso suspendido de la cigüeña; La eternidad de un día y la mencionada Paisaje en la niebla. Son pocas, pero son (permítanme el parafraseo): en ellas está concentrada una parte muy importante del cine, ese cine que expresa el peregrinaje de los hombres en esa búsqueda por llegar a casa, pero ella, como lo dijo alguna vez el mismo Angelopoulos, es todo aquel lugar que te brinda equilibrio ("¿Cuántas fronteras tenemos que cruzar para llegar a casa?", se preguntaba un personaje de una de sus películas).
   A los de gustos trepidantes y galopantes, el cine del gran Theo, les ha de parecer moroso, lento, extremadamente silencioso, aburrido. No es así. El cine de Theo es un cine de esencias, un tránsito por territorios extraños (¿o extrañados?) pero conocidos, curiosamente; predios donde destellan la sorpresa y el tiempo que en fino goteo nos va trabajando en sus planos largos, donde el ritmo silencioso de sus imágenes aletargadas nos hacen, por ejemplo, experimentar nuevamente de aquellas primigenias miradas cuando realizábamos descubrimientos aparentemente elementales: el ver por vez primera el mar, la furia o placidez de la corriente de un río, las empinadas montañas en contacto con el firmamento, las descargas eléctricas del rayo (Illapa, el dios tutelar de los tiempos prehispánicos) que a través de sus relámpagos y truenos escarban en las oscuridades de nuestros ojos y oídos, la bruma que silenciosamente cubre todo de misterio (¡oh, la poesía de José María Eguren!), en fin, todo aquello que consideramos experiencias de niño, pero que el cine de Angelopoulos (como también podría ser un buen libro, digamos Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro, o un grandioso disco, digamos Revolver de The Beatles) nos permite nuevamente experimentar con esa capacidad de sorpresa que creíamos perdida y que solo estaba extraviada u oculta en vaya uno a saber qué rincones de nuestro ser.











   He mencionado la neblina. Palabra muy común para los que vivimos en Barranco, mi morada, muy cercana al mar y por lo tanto al misterio. La bruma para los barranquinos es asunto de casi todos los días. Recuerdo aún y me veo viendo aquellas imágenes brumosas en La mirada de Ulises o en Paisaje en la niebla y al observar esos territorios brumosos reconocerlos como míos. Pero los paisajes de Angelopoulos son nuestros paisajes no solo exteriores, sino aquellos íntimos de desencuentro y de búsqueda, nuestros exilios interiores (tal y como llamó Mirko Lauer a la vida y obra de Martín Adán, ese eterno exiliado).












   Paisajes griegos con bruma. Ese es el territorio de las películas de Theo. Espacios por el que se transita y se cruza con semejantes envueltos en la niebla que bien podrían ser fantasmas y que igualmente están en una búsqueda constante. Es el fantasma de Odiseo como destino, pero no solo de los griegos (¿quién que es, no es griego?), es el sino de todo hombre por llegar, por ubicarse luego de una larga caminata por la periferia: Edipo buscando al asesino de su padre sin saber que era a sí mismo que se estaba buscando. El cine de Angelopoulos es una invitación a dialogar con nosotros mismos, a buscarnos en nosotros mismos.


2.

   Me acabo de enterar de la muerte de este gran director de cine cuando estaba en los preparativos de la que pudo ser su última película. Lloro su muerte. Sin embargo, creo que seres como él no mueren, sus películas son el sendero a través del cual él, Theo Angelopoulos, el grande, venció a esa cruel señora que agazapada nos acecha tercamente.
   En tus miradas, querido Theo, nos miramos. Tus películas son el espejo donde atisbamos aquello que nuestros ojos no perciben pero sospechamos. Theo, te abrazo en tus imágenes, en tus silencios (ese lenguaje que como pocos supiste indagar).


EPÍLOGO

   Tenía pensado otro tema para esta entrada, pero me fue inevitable escribir estas palabras para el gran Theo Angelopoulos al enterarme de su partida. Palabras impregnadas de una sensación que no me deja y que el tiempo ha de paliar: la de estar algo más solo, ahora que Theo no está más entre nosotros. Estas humildes líneas, entonces, para alguien que tanto nos entregó y entrega a través de sus hermosas películas.


   Continuará...


                                                 Morada de Barranco, 26 de enero de 2012.

UN PRÓFUGO DEL MUNDO

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                                                          A todos aquellos arrebatados tempranamente,
                                                          poseídos por algún espíritu de fuego,
                                                          extinguidos por una muerte prematura.
                                                                                               Walt Whitman




   Cuando recordamos los nombres de Mariano Melgar, Leonidas Yerovi, Abraham Valdelomar, Adalberto Varallanos, Javier Heraud, Juan Ojeda, María Emilia Cornejo, Josemari Recalde, recordamos a un grupo de poetas peruanos, poetas tocados por un extraño y cruel designio: todos ellos se alejaron de este mundo a muy corta edad dejando la sensación de algo que se prueba y pronto-pronto se pierde.


Abrahan Valdelomar


Carlos Oquendo de Amat (en el auto) y Adalberto Varallanos


Juan Parra del Riego


Adalberto Varallanos


   Pero en esta ocasión, no deseo hablar de ellos sino de otro, también poeta, muerto prematuramente en tierras lejanas (como sucedió con Juan Parra del Riego, con Nicolás Corpancho, con Carlos Oquendo de Amat, con Luis Fabio Xamar), ¿su nombre?: José Eufemio Lora y Lora, un prófugo del mundo.


¡Oh el más humano artífice del himno más humano
No hay corazón sangriento, no hay destrozada mano
Que no se haya sentido tu hermano en el dolor!


   Qué extraño sino el suyo, siempre de un lado para otro, jamás establecido en un mismo punto, siempre como perseguido, como temiendo ser descubierto. Vida errante, como pocas, la suya: parte de Chiclayo (su tierra) para transitar incansablemente por Lima, Panamá, nuevamente Lima, Callao, Antofagasta, Valparaíso, Santiago, Mendoza, Buenos Aires, Montevideo, Bahía Blanca, Río de Janeiro, Lisboa, Biarritz, París: ciudades, ciudades, ciudades, hasta el aciago 14 de diciembre de 1907, cuando la alevosa Parca le arrojó con sus cortos veintidós años a las ruedas del Ferrocarril Metropolitano de París.


José Eufemio Lora y Lora


   ¿Accidente, suicidio? Nadie sabe, o los que algo sabían supieron callarlo bien. Pero ni con la muerte el reposo llegó a este pertinaz viajero. Sus restos, lo que quedó de José Eufemio, fueron sepultados en el Cementerio de Bagneux, en los alrededores de París. Todo anunciaba el olvido. Y así fue. Se olvidaron de él, dejó de pagarse por el espacio que ocupaba su tumba y en 1941, en pleno fragor de la Segunda Guerra Mundial, sus restos, lo que quedaba de él, fueron arrojados, así dicen unos, a la fosa común o fueron incinerados, así dicen otros. Lo que quedaba de él se perdió para siempre en un eterno viaje cuyo rumbo y destino nos son desconocidos. Extraño sino el de este poeta peruano trashumante, ni aun muerto pudo conocer el descanso.


Mas yo amaba el Ensueño
Y el ensueño fue abeja
Que me dio a saborear toda su miel.


JELYL

José Santos Chocano

   JELYL, que era el seudónimo con el que firmaba sus artículos y crónicas periodísticos, huérfano desde muy niño, estudiante trunco de la Universidad Mayor de San Marcos, que participó en la lucha de Panamá por independizarse de Colombia, que laboró en varios periódicos y fundó otros tantos, que fue secretario privado de Rubén Darío, amigo y compañero de ruta de José Santos Chocano (quien escribió a la muerte de este raro poeta: “Yo abro su libro como si abriere su tumba para rescatarle de la muerte”) solo publicó un libro, el único, el primero y el último que, crueldades del destino, se titulaba Anunciación y jamás pudo verlo, pues cuando la muerte le visita, sus poemas, los que había escrito en su corta vida, estaban en la imprenta y solo saldrían como libro un mes después de su muerte, en París, en 1908, editado por Garnier Hermanos.


Con el incendio que te encendía
Quemó tu labio mi labio un día,
Pero la nieve pronto llegó.





   En esta tarde nublada de verano he querido recordarle a él (“a quien jamás conocí”) luego de haber releído, después de algunos años, su breve e intenso libro de poemas y se me hace inevitable repetir estos versos de Enrique Peña Barrenechea: “…sé que estoy a cada momento avizorando, fatigándome, venciendo al pez y al tifón, deambulando aún por el sueño, cuando todos creen que reposo. (…) Toda mi vida no ha sido hasta ahora sino tránsito”. Bien pudiera ser su epitafio. Pero es imposible porque, para variar, de José Eufemio Lora y Lora, prófugo del mundo, no sabemos en dónde está.


Rompió sus amarras mi loca galera,
Y rumbo a lo incierto su quilla marcó.






   Continuará…


                                        Morada de Barranco, 04 de febrero de 2012.

¡DE PELÍCULA!

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                                                                                                 La suerte es nacida en el Polo.
                                                                                                                            Xavier Abril




   Quinto Horacio Flaco, poeta latino, escribió los siguientes versos que aluden a la disposición del alma ante las veleidades de la fortuna:

 

Un espíritu bien preparado espera
un cambio de suerte,
Júpiter es quien en momentos
de fortuna o de infortunio
aleja o atrae los ingratos inviernos.
No porque hoy vaya mal, en el futuro
también habrá de pasar lo mismo...


   En tiempos de los romanos el azar, la fortuna o la suerte era una divinidad. Esta era representada de diversas formas, pero la más común tenía los ojos vendados (de allí el epíteto al referirse a ella como la ciega Fortuna), al mismo tiempo empuñaba una cornucopia y un timón (pues ella era quien guiaba la vida de los hombres). Se dice que una estatuilla de oro de esta divinidad alegórica era quien presidía el dormitorio de los emperadores, tal la importancia de esta diosa, la “diosa Fortuna”, como solemos decir todavía.




   El azar distribuía los bienes o los males de acuerdo a su ciega voluntad. Tuviera un mortal buena o mala suerte, se decía que cada uno tenía una Fortuna. Por esta razón es que se explica que esta divinidad asumiera diversas denominaciones de acuerdo a quién la veneraba: se le llamaba Fortuna Viriles cuando era invocada por los varones y Fortuna Muliebris cuando las mujeres acudían a ella.




   Viene a mi memoria, ahora que escribo de este tema, un poema creado en 1581 por Luis de Góngora y Argote, poema que suelo leer con mis alumnos y comentarlo. En el texto (véase, por ejemplo, el dicho popular que hace de estribillo) se pone de manifiesto la inconstancia de la suerte o fortuna, las veleidades del ciego azar que cuando todo hace suponer que van a sonar pitos suenan flautas y viceversa.


LETRILLA

Da bienes fortuna
que no están escritos

cuando pitos, flautas,
cuando flautas, pitos.

¡Cuán diversas sendas
se suelen seguir
en el repartir
honras y haciendas!
A unos da encomiendas,
a otros sambenitos.

Cuando pitos, flautas,
cuando flautas, pitos.

A veces despoja
de choza y apero
al mayor cabrero,
y a quien se le antoja;
la cabra más coja
parió dos cabritos.

Cuando pitos, flautas,
cuando flautas, pitos.

Porque en una aldea
un pobre mancebo
hurtó sólo un huevo,
al sol bambolea,
y otro se pasea
con cien mil delitos.

Cuando pitos, flautas,
cuando flautas, pitos.


   Suele suceder. En el transcurso de nuestras vidas, cuando confiados esperamos que algo suceda, ocurre lo contrario: ¡Oh, fútbol peruano, gitano fútbol peruano!, cuanto más confiados estamos con un triunfo ante un débil rival (luego de haber derrotado a un grandazo) nos envuelve la derrota. O acaece, también, como se expresa en la última estrofa lo que muy a diario en nuestros países sucede, entre gente de rango o con algún cargo o poder: roban y andan libres con total impunidad, mientras que aquel que cometió un delito por necesidad está preso (no recuerda este sino al de Jean Valjean en la novela Los miserables).




   ¿A que viene esta introducción? Pues sucede que hace unos días, conversando en casa de mis padres, alrededor de la mesa familiar (valdelomariana la expresión), me acordé de un pasaje de mi vida, cuando dejaba de ser niño y entraba a la adolescencia, que mis padres y hermanos no sabían (Rita ya conocía la historia). Al terminar de contar la anécdota, percibí en sus rostros sorpresa, incredulidad y por allí alguna boca abierta.




   La historia, digamos, empieza así: corrían los días del año 74, épocas de gobierno militar. Eran días soleados propios del verano, quizás enero o febrero. Por entonces conversaba mucho y trazaba planes imposibles, propios de las mentes de niños de once años, con mi amigo Roberto Romo. Recuerdo que hablábamos mucho de fútbol, de chistes (o comics como les llaman ahora). La información que Roberto manejaba sobre los superhéroes me abrumaba y no he olvidado tampoco la ironía que siempre utilizaba para hacer sus comentarios.




   Para entonces, al Perú, en los asuntos de fútbol le iban bien, por lo menos mejor que ahora: la selección de Perú había sido sensación en el Mundial de México 70, un equipo peruano había salido subcampeón de la Copa Libertadores de 1972, en 1975 el Perú ganaría la Copa América, un jugador peruano fue capitán de la selección de América, Pelé era el Rey del Fútbol y Cubillas el príncipe… Qué lejano y extraño suena todo esto ahora.




   Tal fue la fiebre de fútbol que se despertó en el país, que las autoridades de entonces, instauraron la llamada Polla del Fútbol. Los premios eran suculentos: millones de soles para los ganadores. Una tentación para cualquier mortal (más si tomamos en cuenta que el valor de la apuesta era de apenas un sol). El juego consistía en acertar con los resultados de trece partidos (del campeonato local y de partidos internacionales), si no se acertaba con trece, se podía ganar con doce y hasta con once aciertos.




   Una tarde fui con Roberto a la agencia de la Polla del Fútbol que funcionaba, no recuerdo exactamente si en la cuadra cinco o seis de la avenida Grau, cogimos una hoja borrador donde estaba impresa la relación de partidos. Nos alejamos unas cuadras hacia el malecón y en un parque (creo que era el Parque Castilla), sentados en una banca, empezamos a llenar con nuestros pronósticos la hojita. No recuerdo en qué momento cambiamos de actividad, supongo que nos pusimos a jugar, a corretear, no sé. Solo recuerdo que uno de los dos guardó el borrador con nuestros vaticinios y quedamos que al día siguiente, a través del radio, íbamos a escuchar los resultados.




   Así fue al día siguiente. 5 o 6 de la tarde. Roberto prendió el radio portátil y empezamos a escuchar los resultados. Conforme el locutor informaba, nuestros corazones latían cada vez más fuerte: habíamos acertado hasta el momento de seis o siete partidos en todos. Cuando llegamos al decimosegundo partido, fallamos. Pero teníamos once aciertos. Al dar el resultado del último encuentro, comprobamos que nuevamente habíamos acertado. Habíamos hecho doce puntos de trece. Nuestra sorpresa fue mayor cuando el locutor informó que nadie había hecho trece puntos, que el ganador o ganadores eran los que habían logrado doce. Nosotros teníamos doce puntos. Éramos millonarios, todos aquellos sueños (casa propia, estudios pagados, viajes, viajes…) ahora podrían cumplirse con la fortuna ganada. Pero había un problema. No habíamos comprado, mejor dicho, no habíamos pagado el valor de la apuesta y no teníamos el boleto, solo teníamos el borrador. No recuerdo qué pasó en esos instantes, supongo que nos miraríamos estupefactos, impotentes porque no podíamos hacer ya nada. Habíamos, probablemente, cometido el mayor error de nuestras vidas.




   A partir de entonces compramos entre los dos o solos la polla, pero nunca más pudimos acercarnos, ni de lejos, a lo que logramos ese día. Tres o cuatro puntos por allí, nada más. Se comprenderá, ahora, el porqué de la reacción de mis padres y hermanos cuando en la mesa familiar conté esta historia del día en que pude ser millonario.




   Tengo en mis manos un breve libro que recoge algunas fábulas, precisamente el libro se titula Fábulas chinas, la selección y traducción estuvo a cargo de A. Laurent. Entre los textos sencillos y moralizantes (como toda fábula que se precie de serlo) llamó mi atención el siguiente:

DOS CAZADORES DE GANSOS SALVAJES

   Dos hermanos, al ver aproximarse una bandada de gansos salvajes, prepararon sus arcos.

   -Si cazamos uno de estos gansos –dijo uno de ellos- lo comeremos bien adobado.

   -No-dijo el otro-, eso es bueno para preparar los gansos cazados en tierra, pero los muertos en pleno vuelo, deben asarse.

   Para solucionar esta discusión, se dirigieron al jefe de la aldea.

   -Corten el ganso por la mitad –aconsejó el jefe- y así cada cual puede prepararlo a su gusto.

   Pero cuando los dos cazadores estuvieron listos para disparar, ya los gansos se habían perdido en el horizonte.

                                                                       Por Liu Yuan-ching (siglo XV)


   Lenguaje sencillo el del texto que facilita su comprensión: la pérdida de una oportunidad que probablemente no se repita. Sí, pues, la suerte llama una vez a tu puerta, si no la aprovechas, tal vez ya nunca más suceda. Como creo que me ocurrió en aquel ya lejano verano de 1974, cuando tuve once años y cometí el error (¿infantil?) de no hacer lo que se tenía que hacer. Como se suele decir cuando sucede algo increíble: “¡De película!”.




   Continuará...


                                           Morada de Barranco, 11 de febrero de 2012.


COMO EN LOS VIEJOS TIEMPOS DEL CELULOIDE

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                                                                             y sus ojos resceptivos de celuloide. (*)
                                                                                                      Carlos Oquendo de Amat

   Seis de la tarde. Solo en casa pongo en orden mis papeles, reviso algunos libros, ordeno mis películas, mientras breves tragos de un negro, humeante y amargo café acompaña mis afanes. Rita y Kathia han salido. Supongo que dentro de unos momentos, sentado en el sillón amigo, me dispondré a visionar por segunda vez una película muda que me impactó la primera vez que la vi, de eso hace ya algo más de dos años. Me refiero a La caja de Pandora, también conocida como Lulú, film dirigida por Georg Wilhelm Pabst el año 1929.  








   La imagen sensual, tentadora de Louise Brooks, la protagonista,  es imborrable: su sexualidad expresada en su mirada felina y seductora, en su sonrisa perturbadora; la atracción que ejerce y conduce hacia la destrucción irremediable de todo aquel que de ella se enamore; su piel extremadamente blanca que contrasta con su nigérrimo cabello que luce un corte particular (corte Louise Brooks o Lulú como se le conoce hasta hoy en día) se impusieron y la convirtieron en un icono erótico, en una vampiresa que curiosamente arrastraba un halo de niña ingenua, pero vampiresa al fin. Como decía un personaje de la película: "Uno no se casa con una mujer como ella". Para terminar casándose con esta mujer destructiva, a pesar de que esto significaba la muerte del arrebatado amante. Así de peligrosa era la conmovedora Lulú. Sí, el cine mudo nos depara siempre sorpresas agradables, certezas visuales de su madurez alcanzada si, claro, nos atreviéramos a frecuentarlo más seguido.






   A raíz de las muchas premiaciones que The artist ha obtenido, de que mucha gente viera la película (que hay que reconocer, es entretenida) pareciera que hay un despertar, un interés por acercarse al cine primigenio, ese cine que a medio camino de su vida fue reemplazado en el gusto popular por el cine sonoro. Pero observo que este acercamiento es como el del que se acerca a un bicho raro, ajeno a sus experiencias, muchas veces con prejuicios: ¿resultado?, una vez visionados algunos de estos films, simplemente no se les comprende a cabalidad y viene el rechazo, tal vez porque nuestra experiencia con el cine estuvo siempre dominado por recursos como el color y el sonido, por los efectos especiales y la espectacularidad, y por qué no, por el estruendo y el ritmo frenético (acude oportunamente a mi memoria un film de René Clair cuyo título dice mucho: El silencio es oro).




   Debo reconocer en mi infancia y adolescencia la ausencia casi absoluta del cine mudo. Pero en mi memoria habita aquella tarde de domingo, ya casi noche, cuando en el ya desaparecido cine Zenith de Barranco, una vez concluida la película de la matiné, sorpresivamente proyectaron algunos cortos de Charlot. El personaje no me era desconocido, en casa o en el colegio debí enterarme de él, de su atuendo característico, de su gracia y humor en el cine…



   El corto que más recuerdo de esa tarde ya lejana es el de Charlot haciendo de hombre primitivo y lo recuerdo porque fue el primero que vi en mi vida. Después de esa experiencia con el cine mudo, en blanco y negro y con música de fondo, no hubo más hasta que la televisión intervino y pude ver varios cortos de Chaplin y Keaton. Hoy, ni que se diga, basta con entrar a internet para encontrar todas (o casi todas) estas películas inhallables en el pasado.






   Hará unos quince años o más, un amigo librero del Centro de Lima, para ser más precisos, de la calle Quilca, me contaba emocionadísimo que había conseguido un video de segunda mano (tercera, cuarta o no sé cuántas manos): "Es un joya", me decía, se refería a El pibe, y una luz de alegría salía de sus ojos y tornaba a sus libros en espejos de su emoción. "Sí", le dije, "es una joya, quién como tú". Me marché luego, rumiando por no ser yo quien hubiera encontrado ese trébol de cuatro hojas.



   Es curioso, pero cuando pienso en el cine mudo, en Charlot, por ejemplo, no puedo desligarlo de mi hija. Ella es una admiradora incondicional de Chaplin. Desde muy pequeña ha visto todos sus largometrajes, muchos de sus cortos. Con su poca edad tiene las cosas claras. En lo que se refiere al cine mudo, es decir. Para ella no hay Keaton que valga: Charlot es el dios mayor del cine mudo y un pedazo de la pared de su cuarto espera una foto del admirado mimo del bigotito, bastón y sombrero bombín.




   Varias veces he conversado con ella sobre su admirado actor. Ella sostiene con una contundencia que me apabulla que no hay nadie más gracioso en el cine, que Buster Keaton no le dice nada después de intentar con El maquinista de La General, que le fascina ver a Carlitos hacer bailar a los panecillos ensartados por dos tenedores, que se desternilla de risa cuando, en ropa de baño, se lanza a las aguas y se da un tremendo porrazo o que es impagable la escena aquella donde se come unos tallarines con serpentina incluida… Pero también me dice algo, casi para rematarme y para que ya no me pueda levantar: “Mi película preferida de Chaplin es Tiempos modernos”, y le doy la razón. En verdad hablando, envidio a mi hija. A su edad, en mi época, no había las ventajas informativas de estos tiempos. Qué iba yo a saber a los doce años que había una película llamada Tiempos modernos o Luces de la ciudad. Beneficios de la modernidad.




   En mi defensa he de decir que mi infancia y adolescencia olían a cine (el otro cine), a música y a libros (sobre todo chistes, comics les llaman ahora). Claro, nunca fui un nerd, como dicen los jóvenes hoy en día, refiriéndose a un congénere como si fuere un marciano porque sus gustos difieren del común: también mataperreaba, jugaba mis partiditos de fútbol en las pistas (¡ah!, la recordada calle Génova) o en terrales desaparecidos por la urbanización, me enamoraba hasta las cachas y sufría si era un amor no correspondido... Hoy, ya un hombre maduro, con muchísimas películas a cuestas (y libros y mucha música), puedo decir, me atrevo a decir que mis películas preferidas del cine mudo son las siguientes:

1. El gabinete del doctor Caligari, de Robert Wiene, 1919.
2. Nosferatu el vampiro, de F. W. Murnau, 1922.
3. El hombre mosca, de Harold Lloyd, 1923.
4. La quimera del oro, de Charles Chaplin, 1925.
5. Metrópolis, de Fritz Lang, 1927.
6. Amanecer, F. W. Murnau, 1927.
7. El maquinista de La General, de Buster Keaton, 1927.
8. Un perro andaluz, de Luis Buñuel, 1927.
9. La pasión de Juana de Arco, de Carl Theodor Dreyer, 1928.
10. El hombre de la cámara, de Dziga Vertov, 1929.
11. La caja de Pandora, de Georg Wilhelm Pabst, 1929.
12. Luces de la ciudad, de Charles Chaplin, 1931.

   Sé que alguien podría decir que faltan en la lista films tan importantes como Intolerancia, El acorazado Potemkin, Avaricia, etc., pero toda lista, aparte de que es inútil, es parcializada e incompleta, y esta no podía ser la excepción. Es una humilde lista de alguien apasionado del cine que expresa su gusto en este puñado de films mudos.




   Para mañana, como ya es costumbre en casa, veremos Rita y yo (ella por primera vez) The artist, bella película muda contemporánea, un homenaje al cine de los primeros tiempos, ese cine mudo que desarrolló su propio lenguaje (sutil y sofisticado, pensemos, por ejemplo, en la película de Murnau de 1924: El último, que no tiene ningún rótulo) y que lamentablemente quedó trunco con la irrupción del cine sonoro (el realizador Jacques Feyder preguntaba entonces: "¿Qué puede interesar al cine el cine sonoro?", a tal perfección había llegado el amado cine de la imagen silente) y posteriormente del color, pero esta ya es otra historia. Por hoy me quedo aquí.




______________
(*) Así aparece en el libro de 1927.



   Continuará…


                                          Morada de Barranco, 18 de marzo de 2012.

NO SE LO RECOMIENDO NI A SUPERMAN

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                              En Lima hay una cosa que siempre está de moda: que la gente escriba mal.
                                                                                                                                   Xavier Abril




   Corría el año de 1977. Ese año por primera vez compraría un libro de poesía. Desde entonces no he parado de hacerlo. El libro fue Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer. Libro breve, sí, pero con tanto por decir, sobre todo a un adolescente enfebrecido y apasionado. Era imposible no quedar deslumbrado con la sencillez de su lenguaje, con la sinceridad con la que expresaba su esperanza o desesperanza en el amor (viejos problemas del hombre de cualquier época). Como lo dije alguna vez, por esos años de adolescencia, Bécquer fue dios en mi vida. Pero poco a poco su lugar iba a ser ocupado por diversos poetas, por diversos libros: Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda, Los heraldos negros de César Vallejo…, por mencionar solo un par de ellos. Conforme los libros llegaban a mis manos, un nuevo dios se situaba en el altar mayor de la poesía.


César Vallejo

   Precisamente Los heraldos negros (1918) fue el primer libro de poeta peruano que compré e invadió mis fueros internos con la intensidad y fuego de su palabra (“Quien toca este libro toca un hombre”, escribió Walt Whitman). Fue una clásica edición que salió en la época del Gobierno Revolucionario de Juan Velasco Alvarado: pasta azul, franja amarilla y con curva, libro de una vieja colección de nombre rimbombante: Biblioteca Peruana, editado por PEISA. Ese tomo pequeño y humilde en realidad contenía los dos primeros libros de poesía de Vallejo, el mencionado Los heraldos negros (devorado, digerido con pasión) y Trilce (1922), libro este último que por esos años, por su lenguaje oscuro, quebrado, no era para mí de poesía, tal era y es la fuerza renovadora del lenguaje de ese libro mítico. Sencillamente no lo comprendí (seré sincero, hoy tampoco puedo decir lo contrario, sigo pujando con su lectura, tal la riqueza de este libro).


César Vallejo

   
José María Eguren
   
   Si me limitara a recordar los libros de poetas peruanos que fueron llegando a casa, debo mencionar el libro de Poesía completa de Javier Heraud, una Antología poética de José María Eguren (después vendría el libro con toda su poesía, libro que todavía frecuento muy entusiasmado), y las obras de poetas entrañables y que cimentaron la tradición poética del Perú, me refiero a los libros de César Moro, Xavier Abril, Carlos Oquendo de Amat, Emilio Adolfo Westphalen, Enrique Peña Barrenechea, Martín Adán, Alberto Hidalgo, Juan Parra del Riego, Juan Ríos, Vicente Azar.


Martín Adán


Xavier Abril


César Moro


Carlos Oquendo de Amat
  
Enrique Peña Barrenechea
   
   Consumidor consuetudinario de poesía, la pequeña casa de mis padres fue engrosando sus paredes con los muchos libros que a casa llegaron, así fueron desfilando ante mis ojos, y la de mis hermanos, la poesía de Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela, Carlos Germán Belli, Alejandro Romualdo, Javier Sologuren, Washington Delgado, Pablo Guevara, Antonio Cisneros, Luis Hernández, Rodolfo Hinostroza, Marco Martos, Enrique Verástegui, José Watanabe, Juan Ramírez Ruiz, en fin, casi toda la poesía peruana.


Juan Parra del Riego
   
   Alejado de toda arrogancia, con la humildad de un simple lector de poesía, puedo expresar que es innegable la importancia de la tradición poética peruana. Junto con la chilena, la mexicana, la nicaragüense, la argentina y la cubana constituyen las cimas de la poesía latinoamericana, sin que esto signifique menospreciar la importancia y el aporte de los poetas de otros países, pero no se puede desconocer el alto nivel alcanzado por poetas como Neruda, Lezama Lima, Rubén Darío, Octavio Paz. Y la historia continúa, sin mayores sobresaltos: el nivel de los nuevos poetas en estos países se mantiene. Pienso en el Perú, en sus poetas inmersos en el silencio, en el fuego  y en las oscuridades de la palabra.


Vicente Azar

   Pero no siempre fue así. Antes de la aparición, como una estrella fulgurante y solitaria, de José María Eguren, la poesía peruana estaba sumergida en una chatura y medianía que no dejaba avizorar mayores cambios. ¿Qué poetas peruanos anteriores a Eguren pueden ser considerados de primer nivel? Me atrevo a decir que ninguno. Quizá José Santos Chocano (1875-1934), pero su excesiva producción y el desnivel de esta abruma, tal vez una antología rigurosa diera la talla que muchos le niegan (incluso sin haber leído su obra) al Cantor de América. Lo que sí es innegable es que los mejores poemas de Chocano nos llevan a pensar que si hubiera sido más autocrítico y menos abandonado “a sus solas posibilidades expresivas”, a su ego desmesurado, a su vida absolutamente desordenada, otro sería el cantar y probablemente estaríamos hablando de Chocano como el par de Rubén Darío, el padre y maestro mágico, el liróforo celeste. Pero son solo suposiciones.


José Santos Chocano



LA MAGNOLIA

En el bosque, de aromas y de músicas lleno, 
la magnolia florece delicada y ligera, 
cual vellón que en las zarpas enredado estuviera, 
o cual copo de espuma sobre lago sereno. 

Es un ánfora digna de un artífice heleno, 
un marm6reo prodigio de la Clásica Era: 
y destaca su fina redondez a manera 
de una dama que luce descotado su seno. 

No se sabe si es perla, ni se sabe si es llanto. 
Hay entre ella y la luna cierta historia de encanto, 
en la que una paloma pierde acaso la vida: 

porque es pura y es blanca y es graciosa y es leve, 
como un rayo de luna que se cuaja en la nieve, 
o como una paloma que se queda dormida.



NOSTALGIA

Hace ya diez años
que recorro el mundo.
¡He vivido poco!
¡Me he cansado mucho!

Quien vive de prisa no vive de veras,
quien no echa raíces no puede dar frutos.

Ser río que recorre, ser nube que pasa,
sin dejar recuerdo ni rastro ninguno,
es triste y más triste para quien se siente
nube en lo elevado, río en lo profundo.

Quisiera ser árbol mejor que ser ave,
quisiera ser leño mejor que ser humo;
y al viaje que cansa
prefiero el terruño;
la ciudad nativa con sus campanarios,
arcaicos balcones, portales vetustos
y calles estrechas, como si las casas
tampoco quisieran separarse mucho...

Estoy en la orilla
de un sendero abrupto.
Miro la serpiente de la carretera
que en cada montaña da vueltas a un mundo;
y entonces comprendo que el camino es largo,
que el terreno es brusco,
que la cuesta es ardua,
que el paisaje es mustio...

¡Señor! ¡Ya me canso de viajar! ¡Ya siento
nostalgia, ya ansío descansar muy junto
de los míos!... Todos rodearán mi asiento
para que les diga mis penas y mis triunfos;
y yo, a la manera del que recorriera
un álbum de cromos, contaré con gusto
las mil y una noches de mis aventuras
y acabaré en esta frase de infortunio:
—¡He vivido poco!
¡Me he cansado mucho!



DE VIAJE

Ave de paso, 
fugaz viajera desconocida: 
fue sólo un sueño, sólo un capricho, sólo un acaso; 
duró un instante, de los que llenan toda una vida. 

No era la gloria del paganismo, 
no era el encanto de la hermosura plástica y recia: 
era algo vago, nube de incienso, luz de idealismo. 
No era la Grecia: 
¡era la Roma del cristianismo! 

Ida es la gloria de sus encantos, 
pasado el sueño de su sonrisa. 
Yo lentamente sigo la ruta de mis quebrantos; 
¡ella ha fugado como un perfume sobre la brisa! 

Quizás ya nunca nos encontremos; 
quizás ya nunca veré a mi errante desconocida; 
quizás la misma barca de amores empujaremos, 
ella de un lado, yo de otro lado, como dos remos, 
¡toda la vida bogando juntos y separados toda la vida!



BLASÓN

Soy el cantor de América autóctono y salvaje: 
mi lira tiene un alma, mi canto un ideal. 
Mi verso no se mece colgado de un ramaje 
con vaivén pausado de hamaca tropical... 

Cuando me siento inca, le rindo vasallaje 
al Sol, que me da el cetro de su poder real; 
cuando me siento hispano y evoco el coloniaje 
parecen mis estrofas trompetas de cristal. 

Mi fantasía viene de un abolengo moro: 
los Andes son de plata, pero el león, de oro, 
y las dos castas fundo con épico fragor. 

La sangre es española e incaico es el latido; 
y de no ser Poeta, quizá yo hubiera sido 
un blanco aventurero o un indio emperador.


   Alguien mayor que Chocano, un aristócrata limeño que solía aislarse en su hacienda de Mala (al sur de Lima) y abandonar el mundanal ruido, dedicaba sus horas, entre sus múltiples ocupaciones campestres, a escribir, leer y traducir directamente a poetas alemanes, ingleses y franceses (algo poco común por estas tierras). Me refiero a Manuel González Prada (1844-1918), anarquista y ateo, observado por los cucufatos de entonces como el propio demonio por su posición netamente anticlerical. Algunos libros suyos como Minúsculas (1901), Exóticas (1911) y Baladas peruanas (1935), sobre todo los dos primeros libros, contienen innovaciones métricas y estróficas que anunciaban ya las preocupaciones modernistas, lamentablemente ambos libros fueron publicados de manera tardía. Cronológicamente, él se constituye en el primer antecedente modernista de América, si es que no el primero, pero su poca ambición para sacar a la luz estos libros lo convirtieron en un poeta desconocido (pero no para los jóvenes poetas peruanos que saludaron sus libros con entusiasmo, pienso en Eguren, en Vallejo, por ejemplo). Todo lo contrario sucede con su acerada y rotunda prosa en sus libros Horas de Lucha y Pájinas libres (sic), donde expresa sus ideas, sus rechazos, sus venganzas, estos son de circulación masiva. Generalmente cuando se habla de Gonzáles Prada se habla del prosista, poco, casi nada, del poeta.


Manuel González Prada


 
EL AMOR


Si eres un bien arrebatado al cielo
¿Por qué las dudas, el gemido, el llanto,
la desconfianza, el torcedor quebranto,
las turbias noches de febril desvelo?

Si eres un mal en el terrestre suelo
¿Por qué los goces, la sonrisa, el canto,
las esperanzas, el glorioso encanto,
las visiones de paz y de consuelo?

Si eres nieve, ¿por qué tus vivas llamas?
Si eres llama, ¿por qué tu hielo inerte?
Si eres sombra, ¿por qué la luz derramas?

¿Por qué la sombra, si eres luz querida?
Si eres vida, ¿por qué me das la muerte?
Si eres muerte, ¿por qué me das la vida?



VILLANELA


 No me pidas una flor,
que en el jardín y el vergel
eres tú la flor mejor.

 A mí -tu firme cantor-
 pídeme laude y rondel;
no me pidas una flor.

Por tu aroma y tu color;
venciendo a rosa y clavel,
eres tú la flor mejor.

Diosa, pídeme el loor;
reina, pídeme el dosel,
no me pidas una flor.

Para dar sabor y olor
a los panales de miel,
eres tú la flor mejor.

Pídeme siempre el amor
y la constancia más fiel;
no me pidas una flor:
eres tú la flor mejor.


LOS CABALLOS BLANCOS
(Polirritmo sin rima)

¿Por qué trepida la tierra
y asorda las nubes fragor estupendo?
¿Segundos titanes descuajan los montes?
¿Nuevos Hunos se desgalgan abortados por las nieves
o corre inmensa tropa de búfalos salvajes?
No son los bárbaros, no son los titanes ni los búfalos:
son los hermosos Caballos blancos.
Esparcidas al viento las crines,
Inflamados los ojos, batientes los hijares,
pasan y pasan en rítmico galope:
avalancha de nieve, rodando por la estepa,
cortan el azul monótono del cielo
con ondulante faja de nítida blancura.
Pasaron. Lejos, muy lejos, en la paz del horizonte,
expira vago rumor, se extingue leve polvo.
Queda en la llanura, queda por vestigio,
ancha cinta roja.
¡Ay de los pobres Caballos blancos!
Todos van heridos,
heridos de muerte.



LAUDE


Todo goce, todo ría,
con la luz del nuevo día.

Monte, selva, mar y llano
alcen himno tan pagano
que hasta el pecho del anciano
se estremezca de alegría.

Y ¡oh Sol, hemos de perderte!
lo espantoso de la muerte
es no verte más, no verte,
oh gloriosa luz del día.


   Y paramos de contar. Por allí surgen los nombres de Mariano Melgar, Carlos Augusto Salaverry, pero sus obras no alcanzan el nivel de los grandes poetas peruanos. Del primero, su obra quedó trunca, su muerte temprana impidió desarrollar sus magníficas intuiciones emparentadas con las raíces quechuas (el haraui), pero sus yaravíes son una muestra mestiza de lo que su poesía pudo ser si la parca traicionera no se lo hubiera llevado a tan corta edad. Del segundo, bueno, su poesía arrastra el lastre de la excesiva palabrería que vuelve a su romanticismo en una mera impostación.


Alberto Hidalgo


   La poesía: espacio del reconocimiento, territorio del deslumbramiento. Lo decía bien Luis Cardoza y Aragón: "La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre". Es curioso, pero ahora que escribo sobre poetas, sobre poesía, viene a mí el recuerdo de una frase que se decía sobre el Virreinato de la Nueva España (lo que hoy es México): “En Nueva España hay más poetas que estiércol”, frase vulgar y ofensiva. Del Perú diré (es la constatación de una realidad) que siempre ha habido (desde Eguren y Vallejo) muchos poetas de notable calidad lo que hace que en el Perú la poesía goce de buena salud. Aunque por aquí hubo un poeta, el querido Manuel Morales, que en tono irónico aconsejaba alguna vez : “Ser poeta en el Perú no se lo recomiendo ni a Superman”. 


Emilio Adolfo Westphalen y esposa



  Continuará…

                                              Morada de Barranco, 28 de marzo de 2012.

CINE DOBLADO Y OTROS ASUNTOS

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                                    “Dificultad que se vence a fuerza de perforarse el hueso íntimo”.
                                                                                                           Xavier Abril



   La maldita costumbre de doblar las películas. Hace unas semanas desistí en acompañar a Rita y a Kathia al cine para ver la última película de Martin Scorsese, La invención de Hugo. La razón para algunos tal vez no tenga importancia, pero para mí sí (y creo que para cualquiera que ame el cine): la película estaba doblada al castellano para facilitar la comprensión a los niños, dizque (y yo agregaría que también para los ociosos).



   
   Tengo para mí que una película debe ser visionada en el idioma original, no hacerlo la mutila y la  distorsiona, y desde mi perspectiva se torna en una falta de respeto para el público. Antes de negarme a ir al cine para ver Hugo, revisé minuciosamente la cartelera, tenía la esperanza de hallar un cine, uno solo, donde proyectaran la película con subtítulos. Decepción absoluta. Todas ofrecían la película doblada como si este anuncio fuera la gran ganga de la temporada. Como lo dije antes, decidí no ir. Era mi protesta ante esa mala costumbre, que por estos tiempos impera, de querer facilitar todo, como si cualquier esfuerzo (hasta el más mínimo) fuera dañino, como si enfrentar el reto de lo difícil fuera asunto del pasado, una costumbre reñida con los nuevos tiempos. Pamplinas.



   
   En el colmo de la desfachatez de los que quieren decidir por uno, debo mencionar que en mi búsqueda de un cine donde proyectaran Hugo como tiene que ser, solo encontré por allí una sala de cine que ofrecía la película en su versión original, pero en una zona bastante alejada y en un horario en el que yo ya estoy en el sobre porque al día siguiente hay que trabajar: pareciera que los que quieren decidir por ti se hubieran empeñado en hacer de las personas que no aceptan sus descabelladas ideas en una suerte de marcianos a los cuales se les señala lugar y hora para que confluyan sin ser vistos.



   
   ¿Qué es lo que pasa, me pregunto, por la cabeza de los distribuidores y de los dueños de los cines? ¿Qué es lo que está ocurriendo, en realidad, con casi todo? Nada escapa ahora de esta absurda filosofía del facilismo, de esa suerte de cucharita mágica que han creado para hacer de todo algo simple y tonto. ¿Cuál es el concepto que tienen estos señores, si es que lo tienen, de nosotros? Creo que la respuesta a todas estas interrogantes sin mucho cavilar es obvia: el puro interés por el dinero, el tener cada vez más sus arcas repletas con el vil metal (Poderoso caballero /  es don Dinero, dice una Letrilla de Quevedo del siglo XVII) sin importarles para nada idiotizar a la gente. No es novedad esta actitud, pero hoy es más descarada.



   
   En estos momentos yo recuerdo los cada vez más lejanos tiempos de mi infancia, cuando con mis padres o solo iba al cine. No importaba qué película iba a ser proyectada, a veces ni sabía qué iban a pasar, simplemente salía de casa emocionado y con una disposición cuasi religiosa y debo decir que cuando no sabía leer, miraba arrobado las películas, abandonado a las puras imágenes, sin entender nada porque mis pocas letras o mis tropiezos en el ritmo de la lectura no me permitían descifrar los subtítulos, así que solo me quedaba imaginar de qué hablaban los personajes, inventaba yo mis propias historias, las películas se tornaban a través de mi imaginación en otras. Pero jamás una protesta, nunca un “no entiendo”, siempre a la aventura, porque ver una película entonces era más que nunca una curiosa y bella aventura.



   
   Y así desfilaron ante mis ojos, por aquellos años, varios péplum (o películas de romanos), varias películas de guerra, varios western (o películas de vaqueros) donde la imagen de un señor alto y de caminar muy particular con pistola al cinto llamaría mi atención porque nunca moría, años después me enteraría que era John Wayne, ese conquistador del oeste que fue conquistado por una peruana en la vida real. Pero el cine no acababa con la función, la historia continuaba porque en el trayecto de regreso me veía como uno de los personajes del film, entonces dale con la espada, dale con la pistola, dale con el casco: el cine se prolongaba durante días pues me hacía vivir vidas y situaciones imaginarias que me alimentaban. Pero siempre a lo difícil, a lo desconocido así no supiese leer y escribir.



   
   Pero lo que hoy pasa con el cine también ocurre con otras cosas, por ejemplo, cierto sector del mal llamado periodismo, de la televisión basura, de la literatura…Y nadie reclama o nadie protesta. Un marasmo y conformismo nos rodea y nos invade. En ciertos medios escritos, en ciertos programas de televisión se ha enquistado la inmundicia, lo adjetivo, la anécdota vulgar, la difamación disfrazada de libertad de expresión, la mugre que no tiene, que no debe ventilarse porque a nadie debería interesarle, pero astutamente han condicionado a la gente a sentir la necesidad falsa de consumir lo puramente frívolo y descartable, lo fácil, lo perecible, lo que de antemano tiene ya fecha de caducidad.



   
   Por estos días estoy embarcado en seguir las aventuras y peripecias de una mexicana en la serie llamada La reina del Sur. Hay que reconocer que la serie es entretenida y refleja, creo yo, muy bien ese submundo del narcotráfico. Sin embargo, me he enterado hace un par de semanas, a través de un reportaje, que Televisa había censurado y suprimido varias escenas de la serie porque las consideraba muy fuertes y ofensivas para su público. ¿Qué?, ¿cómo?, ¿los abanderados de la doble moral transformados en censores, en filtros de la moral y las buenas costumbres? Me pregunto, ¿con qué autoridad moral Televisa hace eso? ¿Acaso no es Televisa aquella gran transnacional que embrutece a diario a todo aquel que vea sus esperpénticos culebrones, telenovelas, telelloronas (o como se las quiera llamar)? ¿No son ellos los que día a día invaden los hogares con estúpidas historias de venganzas y de amores insufribles e insustanciales? Sí, pues, la televisión también subida al coche del descerebre: cuanto menos piense la gente, mejor: hay que seguir dándoles circo.



   
   En el mundo de los libros también ocurre algo semejante: ese oscuro interés por querer hacer digeribles las cosas, por evitarles toda lucha contra lo dificultoso. Hoy somos testigos como las grandes obras son sustituidas (incluso en los colegios) por libritos insustanciales, opúsculos que nada aportan sino el letal entretenimiento para quienes no quieren pensar ni realizar un mínimo esfuerzo mental. Así vemos boquiabiertos y casi espantados cómo las obras de Balzac, Stendhal, Dickens, Dostoievski, Tolstoi, Melville, Proust, Zweig, Mann son postergadas y reemplazadas por libros ligeros o supuestamente sesudos (como los de autoayuda: pensemos sino en el grafómano Paulo Coelho). Cuanto menos esfuerzo, mejor: ¡adiós Montaña Mágica y Los miserables! ¡Hasta siempre Ilusiones perdidas y En busca del tiempo perdido! Se está instalando la ley del menor esfuerzo allí donde debería haberlo. Tiempos los nuestros donde lo banal impera y se ha hecho norma y no excepción.



  
   Y, ¿qué pasa con la poesía? Un gran poeta peruano llamado Xavier Abril decía con respecto a ella: “La poesía no es un deporte. Debe plantear una dificultad para el lector. (…) La poesía debe ser lucha para el que la escribe y para quien la lee”. Pero hoy en día, ¿cuántos son los que leen poesía? Pocos, poquísimos, en realidad. Siempre fue así, pero hoy más que nunca. En una tierra de poetas (como lo es el Perú), la relación poetas y lectores siempre ha estado quebrada, hay una profunda brecha que los separa (salvo aquellos tiempos del Modernismo cuando Chocano hacía escuchar su voz y contaba con un público leal). En verdad hablando, los libros de poesía son los que menos se compran (o venden), de allí lo tirajes reducidos, de allí que el poeta se las pase las más de las veces regalando sus libros. La poesía, entonces, se ha vuelto un territorio muy poco transitado, una zona frecuentada por aquellos marcianos que, como los del cine, se ven aislados y son vistos como bichos raros. Lamentable.

POESÍA

La Poesía es una dificultad que se vence a fuerza de perforarse el hueso íntimo, de quemarse diariamente la sangre, incluso de perderse uno mismo más allá de toda intención y todo límite. No creo en las recetas preceptivas. La Poesía es un duelo a muerte que se realiza sin que nosotros podamos resistirnos, al contrario, nos gana y enajena. Ésta es su virtud. No hay zonas neutrales para la terrible experiencia que significa. Todo el ser le pertenece. En la medida que nos devora, salvamos en pura imagen lo perdido. Salimos ilesos de sus furias. No puede haber engaño: su temblor espásmase en la muerte.
                                                                                                    Xavier Abril   





 

   Continuará…


                                         Morada de Barranco, 06 de abril de 2012.                            

   

DESCUBRIMIENTO DE XAVIER ABRIL

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Buscándome yo mismo no sé hasta qué punto soy, y dóndecomienza en mí xavier abril.
                                                Carlos Oquendo de Amat





    Cuando se conoció el catálogo Joyce, donde el mismo escritor seleccionó los mejores libros que había leído, entre los poquísimos escritos en español estaban las obras de Cervantes, Góngora y…Descubrimiento del alba  de Xavier Abril (Lima, l905 –  Montevideo, 1990), notable poeta peruano con quien últimamente se está siendo injusto: hay, incluso, algunas antologías de poesía peruana y latinoamericana que se atreven a ignorarlo olímpicamente, porque, entre otras cosas, sus libros habían dejado de reeditarse, porque el mismo poeta, afincado durante años en Montevideo, se había alejado del "mundanal ruido" y de la comidilla interesada en asuntos insustanciales.




     Abril pertenece a la hornada de grandes poetas peruanos como César Moro, Carlos Oquendo de Amat, Martín Adán, Enrique Peña Barrenechea (otro gran olvidado, recordemos su Cinema de los sentidos puros) y Emilio Adolfo Westphalen, que allá por las décadas del 20 y 30 consolidaron la modernidad en nuestra poesía.  Aunque, claro, ya Eguren, Vallejo e Hidalgo, unos años antes, habían iniciado tal empeño.




     En 1926, Xavier Abril viajó a Europa, su permanencia en el viejo continente le permitió hacer amistad con poetas, pintores e intelectuales como Federico García Lorca, Rafael Alberti, Maruja Mallo, Paul Eluard, Jean Cocteau, Louis Aragon, Salvador Dalí, André Breton (quien, a la salida de una Exposición de Poemas y Dibujos de Xavier Abril y Juan Devéscovi en París, dijera a Eluard: "Yo pienso que (Xavier Abril) nos trae ese misterio de Jauja en sus poemas"): Xavier Abril fue, entonces, testigo y partícipe de la fiebre vanguardista de entreguerras, fue el primer poeta peruano en entrar en contacto directo con los superrealistas franceses (después llegaría César Moro, el único poeta superrealista latinoamericano).




   Él es de los primeros poetas (si es que no el primero) que trae a estas tierras americanas los aires superrealistas (el terror al espacio, la locura, el sueño, etc.). Asiduo colaborador de revistas de vanguardia como Amauta, Poliedro, Jarana, incluso publicó en alguna revista superrealista con el apoyo y admiración de André Breton; sin embargo, su primer libro,  Hollywood (1), recién se publicó en 1931. Esta obra emparentada con La casa de cartón es un conjunto de relatos desenfadados, poemas en prosa y greguerías escritos entre 1923 a 1926 donde se manifiesta la exploración de las posibilidades y nuevas técnicas que la narrativa y la poesía vanguardistas ofrecían (el simultaneísmo, la fragmentación, el dinamismo cinematográfico, el humor, etc.):




Mi poesía se ha inspirado en la calle. Como ya lo he dicho en City Block, llevo una calle en el alma. Estuve  en varios colegios; pero ya no me acuerdo de casi nada. Las biografías verdaderamente modernas no tienen colegio, sino calle. Lo único que aprendí bien fueron los palotes…

Yo he traído a la poesía sudamericana el surmenage, la taquicardia (1926), el temblor, el pathos, el “terror al espacio” (1927). Después de mis primeros ensayos y experimentos literarios (1923-25), hice un viaje a Europa. Asistí al debate del “Surrealisme”; pero a mi vuelta al Perú (1928) me ganó la revolución, el marxismo, en la prédica de Mariátegui. Y mi vida y mis esperanzas son el proletariado…




     Su siguiente libro debió salir en l932, pero problemas insalvables sólo hicieron posible que en 1935 saliera a la luz  Difícil trabajo (2), antología de poemas con influencia superrealista escritos entre 1926 a 1930. En este magnífico libro están presentes la irracionalidad, la alucinación, el onirismo gobernado por un discurso hermético, de ritmo sostenido, pausado, musical, características propias de la poesía de Abril (y que por lo mismo lo alejan de la escritura automática, del superrealismo ortodoxo).




PAISAJE EN EL SUEÑO

De tu sueño al mío no hay sino olvido. En amorosos mares nos olvidamos. Tú animas el alba al moverme los brazos. Yo sigo el curso del día y de la noche. Y en la noche comprendo tu caballera. Tu cabellera hace nacer los astros y los jardines.

Tu  cabellera es el reino vegetal.

 La Luna nace de tu cabellera.

Yo veo los ríos sutiles fotografiados en tu cabellera.

Tu pureza me asusta como un incendio en África.




     Pero su gran libro, allí donde está presente el poeta maduro que con sabiduría utiliza los aportes vanguardistas (llámese onirismo) y lo engarza con elementos propios de la poesía tradicional española es  Descubrimiento delalba (3), del año 1937. Libro singular y sabio, contenido, ejemplo mayor de economía  verbal que no se abandona al discurso irracional del libro anterior.



PAISAJE DE MUJER

Tú vives lenta y suave en tono de nube antigua.
Tu país se eleva a la altura del canto elemental
de las aves y de las florecillas silvestres.

No te ignoran los regatos perdidos
ni las huellas ocultas en el invierno.

El temblor de un tallo responde en tu despertar.

Tu cabellera es la flora del paraíso.




     La obra de Abril es de carácter precursor y novedoso, provocador y renovador, adelantadamente vanguardista. Poesía impregnada de sueño, algunas veces tierna, pero siempre precisa, trabajada, rigurosa, sin concesiones al facilismo y al puro juego formal. Abril logra lo que pocos: intensidad, altura y equilibrio de lo que se dice y del cómo se dice, perfectamente burilados. Celebramos que estos tres grandes libros, junto a otros  posteriores (4) e inéditos, hayan sido publicados hace unos seis años en el Perú bajo el título de Poesía soñada (5), empresa que se justifica por la importancia y calidad de la obra y que permitirá  a las nuevas generaciones descubrir a este brillante poeta peruano y ubicarlo en el sitial que se merece.  



NATURALEZA

No alcanzaré a ser puro mientras no crezca yerba de mis pies. Hasta no saber oscuramente, que en mí fluye el agua, crece el fuego, trashuman animales.



INTIMIDAD

Estás en mí tan lenta que pareces agua continua. Te veo caer en mis últimos sueños, en blancos espacios de soledad. A la distancia mínima del deseo y de la belleza.

Oigo la música de tu cuerpo en la yema de mis dedos.


POEMA DEL SUEÑO DORMIDO

El hombre desvelado es más fino que la brisa nacida en la frente de las mujeres dormidas. Y si pronuncia palabra es más silencioso que la llegada del alba.

La soledad de los árboles es menos penetrante que el desvelo. El insomnio está lleno de ratones y dientes y pestañas. Verdadera fauna nerviosa de la que se sale sólo por milagro.


ELOGIO DE LA LOCURA

La locura es mi constante existencia. Vivo de mi locura. La locura es mi clima. Por todas partes yo voy a la locura.

Un caballo blanco es mi locura. La carpa de un circo a donde no llega el tiempo, es mi locura. La trompa del elefante, además de un niño con miedo cerca del elefante, es mi locura. La butaca vacía de un teatro es mi locura. Y una playa con huesos de náufragos.

Soy una manera de la locura. La libertad de la locura. El fondo, si queréis, de la locura.

Sé que me aproximo a la vida perfecta de la locura.


POEMA SURREALISTE

Hay otro lejano, verde, cielo País, que no tiene nombre; pero en el que pienso siempre, en el día, en la media noche; cuando duermo, cuando no duermo y te siento que duermes en ese País que tiene el color de tus manos cuando ellas están salidas y blancas de tu sueño.

A veces no sé si está en el mar, bajo el mar, junto a mi sueño, ese País. Lo siento en el Rosal de Acero. Y siempre en mi alucinación, en mi esqueleto de miedo, en el mar, en mi sueño.


ESTÉTICA

(Realidad, incierta realidad o sueño.
Mujer siempre dormida en el poema.
Gacela despierta en suave paisaje de nube,
ausente de césped y horizonte.
POESÍA ES A CONDICIÓN DE OLVIDO).


 ELEGÍA A LA MUJER INVENTADA

                                     (Sin formas la conocéis:
                                     es la yedra obstinada,
                                     la reja y el amor,
                                     apenas lágrima de otro tiempo).

Una mujer o su sombra de yedra
llena esta soledad de lámparas vacías.

En la memoria del corazón
está marchita una flor,
un nombre de mujer.

Los ojos de la ausencia
están llenos de lluvia, de paisajes helados y sin árboles.

¿Quién conoce el nombre de esa mujer
que olvida su cabellera en los ríos del alba?
¡Qué difícil es distinguir entre la noche
y una mujer ahogada hace tiempo en un estanque!

El desmayo de una flor no se compara
al silencio de sus párpados cerrados.


RETORNO A LO PERDIDO

                                                              “en la su villa de Ocaña
                                                              vino la muerte a llamar”.
                                                                                   Manrique

Esta vez que vuelvo de viaje no hallo a mi madre muerta. Sólo la casa vacía, hundida del lado de su ausencia. En las
paredes agrietadas de desconsuelo,  trepan  la yedra  y  el  tiempo.

He visto a mi padre en el toque del alba oyendo la voz de mi madre.

Mas ella me falta como puede  faltarme el corazón,  la boca, las manos o el despertar.









   Continuará…                                


                                      Morada de Barranco, 21 de abril de 2012.  


____________________
(1) Hollywood. Madrid. Ediciones Ulises. Colección Valores Actuales. 1931. 201 pp.
     Portada de Maruja Mallo.
(2) Difícil trabajo. Antología (1926-1930). Prólogo de Emilio Adolfo Westphalen. Madrid.
     Editorial Plutarco. 1935. 143 pp.
(3) Descubrimiento del alba. Lima Ediciones Front.  1937. 47 pp.
(4) La rosa escrita. Montevideo. Editorial MZ. 1987. 85 pp.
     Declaración en nuestros días. Ediciones Front. 1988. 58 pp.
(5) Poesía soñada. Lima. Centro de Producción Fondo Editorial Universidad Nacional 
     Mayor de San Marcos.Julio de 2006. 354 pp.

                                              

EL MAR, EL OTOÑO Y ALGUNOS RECUERDOS DE INFANCIA

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                                               Hasta aquí llega el mar con su traje de espuma...
                                                                         Enrique Peña Barrenechea





   Tardes en las que se ve uno abordado por los recuerdos. Horas en las que el niño que fui asoma y sus alegrías y miedos afloran, no se han ido, están allí, latentes como semillas que esperan nada más el momento de su germinación. Cómo podría (¿es que acaso hay forma?, si hablamos de miedos) desterrar de mí aquella preocupación, ese miedo, el terror, diría, de quedar sin padres, solo y con dos pequeños hermanos. Imposible. Pero ese miedo hoy no ha desaparecido, hay momentos donde la conciencia de la muerte me atenaza y ya no solo me preocupo por mis queridos padres, el temor (digamos) ha crecido, es inevitable y me llena de desasosiego. 



  
   Es una tarde gris y con algo de frío. Desde mi ventana (mi faro lo llamo yo) veo el cielo “panza de burro” de mi morada, la torre roja de la Biblioteca Municipal que pareciera luchar por un poco de luz con los ficus del Parque Central. Y próxima a ellos, la hilera verde de árboles (los añosos ficus) que sombrean la avenida Pedro de Osma que conduce a Chorrillos, sendero verde y aéreo que se columbra majestuoso y a merced de los aires marinos.



   
   En horas como esta, con esta típica luz otoñal que dibuja su cuerpo por todo el paisaje urbano, pareciera que como nunca se llenara cada ángulo de Barranco con el misterioso y brumoso mar, y paladeo entonces, ahora que recito casi murmurando, cada palabra de los versos de un poeta de tierra marítima y solar llamado José Gorostiza:

¡El mar, el mar!
Dentro de mí lo siento.
Ya solo de pensar
en él, tan mío,
tiene un sabor de sal mi pensamiento.

   Termino el poema en voz baja y queda como si fuera una confesión. Desde la amplia ventana de este cuarto piso, mis ojos se detienen y recorren minuciosamente las ventanas teatinas de los viejos techos; descubro alguna tímida torrecilla irrumpiendo en la opacidad del espacio como un brazo disparado por los deseos de alguien que ansía apropiarse de las distancias… Así, entre tantas imágenes de este pequeño territorio vecino del mar, inmediatamente imagino a un joven y lúcido adolescente que se hizo llamar Martín Adán y que habitó estas tierras en la segunda década del siglo XX y que alguna vez escribiera este par de versos:

Si quieres tú saber de mi vida,
vete a mirar al Mar.

   Ganas de gritarlo, de repetírselo a cualquier cristiano que se cruzara en estos momentos por mi camino. ¿Melancolía? o ¿saudade?, esa bella palabra portuguesa que carece de traducción. Vaya uno a saber. Solo sé que sentado ahora frente a la computadora estoy en estas cavilaciones que me remontan por espacios idos: aquellas horas de buscada soledad en los acantilados, con la vista y los oídos perdidos en la música salvaje de las olas, o a mis manos hollando la arena para crear mis propios mares donde trazar las rutas de mi propio mundo.




   Cuando uno está por los predios de la infancia, lejanos tiempos que hoy vemos cual si fuera una película, acuden instantes, detalles aparentemente olvidados, por ejemplo, imágenes de aquellos lejanos años en que los cinco (“Paco” todavía no había llegado) habitábamos una diminuta casa donde nuestros padres nos criaron con tanto amor y esmero. Pequeña casa, sí, pero suficiente como para albergar el universo completo de un niño que no solo jugaba. Espacio liliputiense donde tantas veces nuestro padre nos hacía viajar por espacios remotos con la magia de su palabra alrededor de una sólida mesa de madera que he heredado y lo tengo como uno de mis preciados bienes.




   La vieja cinta de los recuerdos ha venido fluyendo, pero entre los muchos recuerdos, me quiero detener en uno: hubo un tiempo en el que no tuve cama y dormía en el mueble grande (no recuerdo la razón). Fue asunto de unas pocas semanas. Tendría yo diez años. Todos ya dormían, sus respiraciones reposadas me lo decían. Era el único que estaba despierto, pensativo. Hacía varios minutos acababa de ver una película española en la televisión en blanco y negro, era una típica película española filmada en los años de horror franquista, cargada de esa asquerosa ideología que te dejaba a ti y a todo lo que te rodeaba oliendo a pecado y a culpa.




   La película, cuyo título no recuerdo (ni falta que hace), contaba una historia de abandono y niñez donde maltrataban a un niño provinciano a quien sus compañeros de salón llamaban despectivamente paleto (lo que aquí en el Perú sería algo como decir cholo, serrano). En medio de ese infierno, el único que lo defendía era un joven y barbado maestro. Me marcó. Tanto así que en medio de la oscuridad y “mirando” el respaldar del mueble pensé en la muerte.




   En medio de esa noche, yo miraba la oscuridad como quien mira al fuego o al mar agresivo; es decir, con miedo: “Yo no me quiero morir, me dije angustiado, debe ser horrible estar en un mismo lugar sin poder moverse, sin mirar nada que no sea una larga noche, sin oír nada que no sea tu miedo, porque la muerte debe ser un miedo eterno”. Unas lágrimas caían por mi rostro. Lloré en silencio hasta que el sueño me abrazó.




   Han pasado muchos años desde esa noche y sus cicatrices no han desaparecido. Pero no todo fue así. Mi infancia estuvo sembrada de amor y de afecto (como lo he dicho muchas veces). Tuve amigos con los que compartí experiencias que también dejaron huellas, recuerdos gratos en los que me veo siempre regresando a casa donde una madre aguerrida nos atendía a cuerpo de rey, a pesar de las dificultades. Un padre laborioso y preocupado porque sus hijos sigan creciendo: entonces llegaron a casa, gracias a él, las enciclopedias Cumbre y Quillet, cuyos tomos rojos no sirvieron como decoración de casa sino como alimento para saciar nuestras curiosidades e ir creciendo en el camino: ¡cuántas horas pasé abandonado en los mares infinitos de la lectura!, ¡cuánto tiempo entre sus páginas sin saber lo que era el aburrimiento!




   Así embarcado en lo recuerdos, tornan a mí aquellos domingos cuando a punto de sentarnos para el almuerzo, de pronto mi padre me llamaba e introduciendo una mano en un bolsillo sacaba dinero y me enviaba a comprar Coca Cola y una botella de cerveza malta: el sabor amargo de la gaseosa combinada con la cerveza era algo a lo que nunca nos acostumbramos, pero que curiosamente cuando ahora hablo con mis hermanos de esos vasos con líquido oscuro y espumoso, nos miramos, no lo decimos, pero sé que lo extrañamos porque es un sabor que nos remite a nuestra niñez. 




   Algo que no olvido es que también hubo días en que mi padre, embargado de calor familiar,  nos agasajaba con una botella de Oporto El abuelo, y nos decía en tono salomónico: "Tomen el vino, hijos, es bueno hacerlo de vez en cuando" y levantaba su brazo y brindaba con nosotros que quedábamos medio chispeados después de beberlo. Desde entonces ese vino (y no otro) nos acompaña siempre en circunstancias especiales (cumpleaños, por ejemplo) y forma parte de nuestras costumbres familiares... 




   Ahora que se acerca la noche y que he navegado por aquellos años que partieron en un santiamén, me dispongo a detener este desfile interminable de recuerdos, con la certeza de que lo escrito es más que suficiente, que ya vendrán oportunidades en que nuevos recuerdos surjan y sean motivo de nuevas entradas. Así sea.





   Continuará…



                                           Morada de Barranco, 1 de mayo de 2012.





ÁRBOLES: ALTARES DE RAMAS

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A las ramas más altas desde mi alma.
                                           Luis Hernández



   En mi vida han habido árboles, no tantos como hubiera querido: moreras, ficus, sauces, molles, tipas, palmeras, pinos… Algunos de ellos los recuerdo con afecto y gratitud, ocupan un lugar especial en mi vida, por ejemplo las moreras. Hubo calles de Barranco que estaban bordeadas por estos árboles y cuyos frutos en las aceras eran pisoteados por los viandantes dejando el suelo manchado y yo, en mi ingenuidad infantil, lo comparaba con aquellas hojas que por descuido de escolar las manchaba con tinta.






   
   Hoy esos árboles son solo recuerdos: casi todos han desaparecido (queda por allí uno que otro terco sobreviviente) o reemplazados por otros que respeto pero que no me dicen nada. Supongo que de aquí a algunos años (si todavía estoy) hablaré de estos últimos como ahora lo hago de las fantasmales moreras cuyo tamaño no era, según recuerdo, para la admiración, eran diría casi pequeños como pequeños sus frutos que siempre los comparaba con diminutos racimos de uva.






   



  Fantasmales moreras. ¿Por qué el epíteto? Alguna vez lo comenté. Cuando pequeño, camino al desaparecido colegio Santísimo Sacramento, transitaba por calles invernales y cubiertas de niebla mientras elaboraba extrañas y confusas historias donde obviamente el héroe era yo. El efecto visual de la bruma por las calles hacía aparecer a la hilera de árboles como sombras difusas, siluetas apenas dibujadas, fantasmas a la vera de las aceras que alimentaron mi imaginación y me hace hoy recordarlas con mucho cariño.







  Un árbol muy común en Barranco y cuya presencia es notoria, menos mal, es el ficus, gigantesco árbol que otorga su sombra protectora en los calurosos días de verano. Aparentemente eternos, su fronda cobija infinidad de pájaros y sus cantos alegran el paisaje de lo que tantos años llamamos La Lagunita (hoy desaparecida, pero no los árboles), o del Parque Municipal de Barranco y en una avenida muy cercana a esta, me refiero a Pedro de Osma, avenida que comunica a Barranco con Chorrillos y cuya doble hilera de majestuosos y añosos ficus la han transformado en una suerte de túnel por donde una permanente sombra ofrece frescor al transeúnte.







  Tengo para mí como gratos recuerdos los centenarios olivos de San Isidro (una leyenda dice que fueron plantados por San Martin de Porres), aquellas frescas tardes donde, con la compañía de mi madre y mis hermanitos, recogíamos las aceitunas para después (en días posteriores) ir comiéndolas en las diversas comidas que mamá preparaba con maestría inigualable: ese lenguaje de sus manos y corazón que a cada uno de sus hijos y esposo prodigaba generosamente.







   No he olvidado, cómo podría hacerlo, los árboles de capulí de Lucre (la tierra donde nací): una mañana ya lejana en que después de caminar largamente con mis padres y Gloria, mi pequeña hermana, por esos lares donde están nuestras raíces, llegamos a una colina con árboles de este delicioso fruto, nos sentamos a su sombra y mientras endulzábamos nuestras bocas con capulíes, mis ojos de niño de cinco años se abandonaron al panorama de ver a Lucre en toda su extensión desde esa colina verde, cual si fuere una atalaya. Años después relacionaría esta experiencia con las escenas finales de Qué verde era mi valle y terminaría anegado en llanto junto a Rita, porque sentimos que esa película expresaba de alguna manera (o de todas maneras) nuestras vidas.







   La imagen de los árboles (una suerte de conector o puente entre la tierra y el cielo) siempre me hizo admirarlos, desde siempre su estructura muchas veces enrevesada me llevó a ver en esos laberintos de ramas y hojas, extraños y misteriosos seres ocultos o al acecho: sorpresa o miedo, según sea el caso se despertaron en mí, niño gobernado por la imaginación y la fantasía como mecanismos o recursos de defensa o resistencia.







  Describir la naturaleza, sus elementos, alguno de ellos. Todo un reto. Me ha pasado con los árboles, precisamente: tantas veces intenté expresar con palabras su compleja o sencilla arquitectura, tantas veces fallé en el intento: digamos que la prosa me falla, que las palabras quedan cortas y con mis elementales descripciones les hago un flaco favor. Quizá tenga que  repetir, me digo, lo que el poeta chino Tao Yuan-ming escribiera hace tantos años:


Cuando quiero expresarlo,
quedo perdido sin palabras.


   Entonces apelo a la memoria y recurro a la poesía. A la poesía de terceros, preciso. Y constato cómo en sus palabras y en sus silencios se refleja toda la magia y el misterio de estos seres en apariencia invulnerables e invictos. Sin forzar mucho la memoria, asoma en su brevedad aquel haiku que tanto dice:


Vuelvo irritado
-mas luego, en el jardín:
el joven sauce.


   Árbol: no solo laberinto sino camino, sendero seguro hacia la serenidad, como lo es el joven sauce de Oshima Ryota, el haijinjaponés del siglo XVIII. Así, sin el vano palabreo, en apenas diecisiete sílabas, el haiku, con la contundencia de sus silencios, expresa toda una concepción de la vida propia del Renacimiento: volver a las fuentes, a la naturaleza, para recuperar el equilibrio, la ansiada armonía que el tráfago de la vida nos hace olvidar o perder.










  También acude aquel soneto de Gerardo Diego, ese clásico poema dedicado a un ciprés en un monasterio medioeval, árbol cuya imagen remite a la punta de una saeta o lanza. Sus versos endecasílabos, sus precisas metáforas lo definen de manera inmejorable.


EL CIPRÉS DE SILOS

Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acongojas el cielo con tu lanza.
Chorro que a las estrellas casi alcanza
devanado a sí mismo en loco empeño.

Mástil de soledad, prodigio isleño,
flecha de fe, saeta de esperanza.
Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza,
peregrina al azar, mi alma sin dueño.

Cuando te vi señero, dulce, firme,
qué ansiedades sentí de diluirme
y ascender como tú, vuelto en cristales,

como tú, negra torre de arduos filos,
ejemplo de delirios verticales,
mudo ciprés en el fervor de Silos.


   Hojeaba hace unos días un libro, una antología de poesía latinoamericana, en él hallé un breve poema cuyo aire a haiku es más que evidente, el poema de Antonio Granados, poeta mexicano dice:


BOSQUE

¡Qué verde trino!
A canto de pájaros
huele el camino.



   Los tres versos no mencionan para nada a un árbol, pero se intuye su presencia, porque ¿dónde más podrían estar esos pájaros que con sus cantos “aroman” el camino? Es que acaso, esa sinestesia del primer verso (“verde trino”), ¿no es otra cosa que un árbol (o árboles) que a la vera del camino prodiga sombra y bellas melodías de los pájaros que lo habitan?







   Pienso en el Perú, en sus poetas, entonces acuden algunos poemas. El primero de ellos, solar y juguetón donde el árbol ejerce su capacidad de transformar al Sol en vida, es decir, en pájaros; el segundo, pleno de un lenguaje sencillo, acierta en definir lo que un árbol es para alguien rebosante de asombro, esa capacidad que muchas veces perdemos y los poetas fundamentalmente conservan; el tercer poema expresa esa lucha silenciosa del árbol por lanzar al espacio sus robustas ramas, esas ansias por lograr el espacio como un sinónimo de aquella  libertad a la que todos debemos aspirar aunque parezca imposible.


SOL

El sol brincó en el árbol.
Después todo fue pájaros.

Lejos, aquí, llovía
el cielo de tus manos-,
un cielo pequeñito,
profundo, solitario.-
Hora todo es distancia,
ceguedad, aletazo.

El sol tiene en el árbol
inquietudes de pájaros.

               Martín Adán



9.

Árbol, altar de ramas,
de pájaros, de hojas,
de sombra rumorosa;
en tu ofrenda callada,
en tu sereno anhelo,
hay soledad poblada
de luz de tierra y cielo.

              Javier Sologuren




FICUS

Agrestes, los ficus
persiguen el cielo.
Suben y no saben
si suben en sueños
o si el día esconde
cielos verdaderos.
Ni ruido ni aroma,
caricia ni pétalo:
se yergue ardorosa
en el aire lento
la flor de los ficus:
el alto silencio.

Y lejos el cielo.

                          Washington Delgado


   Pero no todo es plenitud. Los árboles están en problemas. Aquí y en muchos lugares. Su sobrexplotación, su eliminación irresponsable en nombre de una supuesta modernización (la construcción del Metropolitano se trajo abajo muchos árboles y hasta ahora no se me quita la idea que eso fue un crimen que quedó impune), “el culto al cemento” que arrasa con ellos y mutila nuestros recuerdos (algunos de estos añosos árboles cobijaron aquellas horas de lectura deleitosa de la infancia y adolescencia)… No hay derecho.


Mientras lo corto
veo que el árbol tiene
serenidad.

             Issekiro


   Si esto continúa, llegará el día en que hallar un árbol entre tanto cemento y “civilización” será como toparse con un trébol de cuatro hojas y frasear estos versos de Gonzalo de Berceo (si es que todavía lo pudiéramos hacer) nos llenará de una nostalgia irreprimible: La sombra de los árbores de temprados sabores / refrescáronme todo e perdí los sudores… Sacrificar un árbol, sea por el motivo que fuere, es matar de a pocos la posibilidad de vida en nuestro planeta, es desconocer  algo tan legítimo como es el derecho de los que vengan de vivir en un planeta con las condiciones naturales de vida de las que hemos gozado.






   Arturo Corcuera, poeta peruano, escribió un poema donde se expresa ese temor de que el árbol se vuelva solo recuerdo, un elemento lejano y ajeno a la experiencia del hombre, imagen extraña de algún libro que nos hable de ellos como hoy lo hacen sobre el pájaro dodo: ¿Tendremos que decirles adiós? ¿Despedirnos para siempre de la sombra de los árboles, sana, agradable y fría? ¿Resignarnos a perder para siempre el canto de los atrevidos tordos que pueblan sus ramas?



LOS LIBROS Y LOS ÁRBOLES

El lanzamiento de un libro
implica devastar un árbol.
Es desde hoy nuestro dilema:
o un árbol o un libro.
Debemos de soñar siempre
leer un libro bajo un árbol,
jamás contemplar solo el árbol
en las páginas de un libro.













   Continuará…



                                             Morada de Barranco, 15 de mayo de 2012.

ÁRBOLES Y ALGUNOS POEMAS

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                                                                        Los árboles pronto romperán sus amarras.
                                                                                                Carlos Oquendo de Amat



   La entrada anterior fue un homenaje a los árboles. Era algo que había querido hacer hace mucho, pero no hallaba la forma. Hay días en que por más que uno le ponga el mayor empeño a las cosas, estas no salen. Hay otros en que sin buscarlo fluyen con una naturalidad asombrosa. Así me sucedió con el post anterior. Sin embargo, siento que hubo algunas cosas que quedaron en el tintero. Algunos poemas que luego recordé y creo que muy bien pudieron estar en Árboles: altar de ramas.Por ejemplo, este bello poema de José María Eguren que, a través de sus versos octosílabos y endecasílabos y con su rima asonante, nos entrega su misterio:

LOS ROBLES

En la curva del camino
dos robles lloraban como dos niños.

Y había paz en los campos,
y en la mágica luz del cielo santo.

Yo recuerdo la rondalla
de la onda florida de la mañana.

En la noria de la vega,
las risas y las dulces pastorelas.

Por los lejanos olivos,
amoroso canto de caramillos.

Con la calma campesina,
como de incienso el humo subía.

Y en la curva del camino
los robles lloraban como dos niños.


     Por estos días releo, luego de muchos años, la poesía de Antonio Machado (“Ni un seductorMañara, ni un Bradomín he sido / -ya conocéis mi torpe aliño indumentario-…”) y al leer sus poemas siento volver a aquellos años de adolescencia, sobre todo a esas tardes frías en las que bien abrigado leía en mi cuarto como un poseso, abandonado a los versos sencillos y sabios del maestro sevillano: hay poemas que te marcan como hay libros que signan una etapa de tu vida, uno de esos libros es Campos de Castilla, libro que me acompañó un buen trecho de mi adolescencia con sus nostalgias y reflexiones.



   


   
   Entre encinas y olivos que pueblan este libro, hay un poema que siempre amé y es A un olmo seco, ese “ejército de hormigas en hilera” del poema me hacía recordar al tronco añoso de una parra que, a la puerta de la casa de mis padres, parecía vigilarla, mientras un ejército de hormigas en hilera recorría los recovecos de su tronco que hasta el día de hoy se mantiene, con hormigas, claro:


A UN OLMO SECO

Al olmo viejo, hendido por el rayo
y en su mitad podrido,
con las lluvias de abril y el sol de mayo
algunas hojas verdes le han salido.
¡El olmo centenario en la colina
que lame el Duero! Un musgo amarillento
le mancha la corteza blanquecina
al tronco carcomido y polvoriento.
No será, cual los álamos cantores
que guardan el camino y la ribera,
habitado de pardos ruiseñores.
Ejército de hormigas en hilera
va trepando por él, y en sus entrañas
urden sus telas grises las arañas.
Antes que te derribe, olmo del Duero,
con su hacha el leñador, y el carpintero
te convierta en melena de campana,
lanza de carro o yugo de carreta;
antes que rojo en el hogar, mañana,
ardas en alguna mísera caseta,
al borde de un camino;
antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.


      Y en esos empeños de releer, ya no solo a Machado, cae en mis manos Sendas de Oku de Matsuo Basho (en la ya clásica traducción de Octavio Paz y Eikichi Hayashiya) y entre sus páginas me topo con una pequeña joya destellante, aquel haikai del mexicano José Juan Tablada que dice:

Tierno saúz, 
casi oro, casi ámbar, 
casi luz.


   ¿Haikai? Bueno, es la forma de llamar en castellano al haiku, ese poemita de origen japonés: tres versos, diecisiete sílabas, ausencia de rima. Cuando en alguna oportunidad hablé de ellos a unos alumnos, recuerdo su extrañeza, sus preguntas: “¿Qué?”, “¿Es que algo se puede decir en solo tres líneas?”… Acostumbrados como estamos a la palabrería, a cualquiera sorprende la brevedad del haiku.



   
    


   Estos pequeños poemas más que decir, callan: sus silencios hablan por cada uno de ellos. Yo acudo a los haikus como quien a un manantial: sus aguas frescas, cristalinas, refrescan y brindan esa quietud necesaria para alguien que, atiborrado de problemas y responsabilidades propias de una vida práctica y urbana, necesita de un momento de reflexión.



   


   
   Allí están los haikus y su profunda sabiduría, sus frescos aires para ventilar las cargadas atmósferas, sino recordemos, para comprobarlo, este par que incluí en mi entrada anterior:


Vuelvo irritado
-mas luego, en el jardín:
El joven sauce.

              Oshima Ryota



Mientras lo corto
veo que el árbol tiene
serenidad.

             Issekiro


    Luego de releer varios libros de poesía japonesa, encuentro que muchos de estos brevísimos poemas, que ya de por sí están relacionados con la naturaleza, tienen a los árboles como motivo. Me he permitido seleccionar algunos de ellos. Es, digamos, una invitación a frecuentarlos para disfrutar de su silenciosa sabiduría.


Se siente más frío
al ver una rama de pino quebrada
bajo una carga de nieve.

                 Sampu


Contra la noche
la luna azules pinos
pinta de luna.

                     Ransetsu


En el vasto espacio
alzándose inclinados
árboles de invierno.

                       Takahama


Arboleda de invierno.
Noche en que la luna
hasta la médula penetra.

               Kito


En la arboleda de invierno
cierto pájaro se dignó
cantar para que yo lo oyera.

                    Eikido


Crece inclinándose
al cielo inmenso,
árbol de invierno.

                                      Takahama Kyoshi


Peral florido:
donde hubo una batalla
reina el olvido.

                Shiki


El sauce verde
pinta cejas al mar
sobre la fuente.

                     Moritake


Se ve de noche
la fogata de un templo.
Bosque invernal.

                  Taigui


El dulce aroma,
¿de qué flores vendrá?
Bosque estival.

               Taigui


En una nevada mañana
el árbol
esparce sus bayas.

                            Tsuboi Tokoku


Anoche nevó.
Amanece.
¡Cómo reluce la arboleda!

              Roka


   Leer o releer haikus, a Eguren, a Machado, a Tablada. Pero también reflexionar sobre lo que comentaba en la anterior entrada: la importancia de respetar a nuestro planeta y que, en nombre de una supuesta modernidad, el cemento no se imponga y no se mate impunemente  a los árboles, aquellos gigantes indefensos que entre sus intrincadas ramas tanto cobijan.


Leñador,
no tales el pino,
que un hogar
hay dormido
en su copa…









      
   Continuará…


                                              Morada de Barranco, 09 de junio de 2012.

ALGUNOS ASUNTOS FRENTE AL MAR DEL SUR

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Esta calle que nos devuelve los pasos y las voces como una gruta.
                                                                          Martín Adán



   Es tarde, mejor dicho ya noche: 6:35, como es natural que ocurra, los días oscurecen más pronto. Es invierno, este invierno medio raro que ofrece días con sol mentiroso. Hace un poco de frío, no tanto como otros años en que la bruma arreciaba o una garúa pertinaz encharcaba las calles y provocaba “pequeños accidentes” como resbalones. Ahora no es así, estos cambios descuadran y te llevan a inesperados resfríos confiados en la luminosidad de estos últimos días.



   
   Unos instantes dejo de escribir, observo pensativo a través de la ventana y solo veo oscuridad y las luces amarillas de las casas y los postes salpicando esta noche oscurísima, tan oscura como el café humeante que bebo complacido en mi taza azul (obsequio de mi hija) y pienso preocupado en cómo salvar la situación en la que me encuentro.



   
   ¿Salvar la situación en la que me encuentro? Hace días que le doy vueltas al asunto: ¿sobre qué escribiré? No lo tengo fácil. Las ideas vienen, van, nada que me convenza. La situación me tiene fastidiado, no lo voy a negar. El tiempo cada vez se acorta para cumplir con la segunda entrada de este mes que me ha quedado corto, demasiado corto.




   Hace unas semanas colgué dos entradas en las que comentaba sobre árboles. Mencioné a las moreras, que los hubo en buen número en ciertas calles de Barranco. Hoy casi han desaparecido, apenas han quedado tres de ellos, sobrevivientes, tercos sobrevivientes que, como fantasmas del pasado, están allí con sus brazos disparados al espacio trazando extrañas caligrafías, jeroglíficos, diría yo, recordándonos viejos tiempos de infancia y adolescencia.




   Una de esas mañanas, en la que uno sale muy temprano a comprar el pan y los periódicos, transitando junto a uno de esos árboles, observé en la acera, como hacía muchos años no lo hacía, algunas moras que como en el pasado los viandantes pisaban dejando manchado el suelo. Allí estaban, como en los viejos tiempos, con su imagen de diminutos racimos de uvas: algunas pisadas y otras en buen estado. Atiné a levantar algunas que, cual tesoros, guardé en un bolsillo de mi casaca y me los traje a casa, he aquí sus imágenes.




   


   Así embarcado en este coche, avizoro la punta de un hilo, tiro de ella con la esperanza de formar una madeja: he aquí que vienen, entonces, uno a uno los recuerdos, en desorden, saltando de aquí para allá como inquietas llamas y cual si fuera una película, veo algunas imágenes que se remontan a un pasado cada vez más lejano, pero tan mío: ese niño que gustaba de la soledad (no solitario), que compraba chistes (o sea cómics o tebeos) y se abandonaba en su lectura en medio de la frescura del los aires marinos en el parque Berckemeyer, horas de ensimismamiento, viviendo literalmente vidas que no podían ser. Mientras frente a él, con solo levantar la cabeza, se abría el amplio horizonte del Mar del Sur ofreciéndole un panorama para prolongar sus sueños habitados de piratas o monstruos marinos.




   Pero lo increíble no solo estaba en mis sueños. Hice cosas para mí (y para cualquiera) hoy inexplicables, como el de dejar escondidos varias semanas esos chistes, todos los que llevaba a ese parque (treinta o cuarenta, tal vez más), entre unos arbustos y cada que iba allí buscaba los chistes y releía vorazmente, tumbado en el pasto. Hasta que un día no pudo ser más: un jardinero municipal los encontró y por más que alegué propiedad, simplemente me mandó a rodar y perdí todos esos comics y una parte de mi infancia se marchó con el despojo.




   Unos años después, frente al mismo parque ubicado en el Malecón de Barranco, jugaba con Rodolfo López (“Rodolfito”). De pronto, un amigo, mucho mayor que nosotros, nos pidió ayudarle a hacer arrancar su motocicleta. Lo hicimos, la motocicleta arrancó y en premio a la ayuda, un paseo por el malecón en la moto. Se sienta el piloto, detrás “Rodolfito” y tras él, yo. La moto arranca, yo me quedo parado sin antes sentir un tirón entre mis piernas. Me observo y veo mi pantalón completamente roto, tras cada muslo una raya horizontal que empiezan a sangrar y a doler: la placa de la moto había roto mi pantalón y me había ocasionado dos sendas heridas en el muslo. De emergencia a la Asistencia de Barranco, que para suerte mía estaba a media cuadra del accidente, en una casona que luego sería la casa de mis dos mejores amigos de adolescencia, Franklin y Alfredo. Allí me cosieron, pues una de las heridas era profunda. Comprendí, entonces, que la infancia no estaba ajena al dolor y al sufrimiento.




   A unas cuadras del mismo parque, unos jóvenes juegan un partidito de fútbol, de pronto la pelota se va hacia el barranco y se deposita entre unas salientes cubiertas de carrizo, con precaución bajan algunos a recuperar el balón. Uno de ellos, quizá uno de los más jóvenes y mejor parecidos, llega primero donde está la pelota, la coge, gira la cabeza para iniciar el ascenso y siente que a uno de sus ojos ingresa, como un hueso helado, una aguda caña que le vacía un ojo. Gritos, desesperación… El joven es llevado de emergencia, luego de unos días, ya recuperado transita por las calles, incompleto, con un parche que me recuerda a los viejos piratas de las películas. Un tiempo después, por estética y asuntos psicológicos lleva un ojo de vidrio, estático, frío, como la caña que lo dañó. Comprendí, entonces, que cualquiera estaba a merced de los peligros y que algunos de esos peligros podían ser más graves y dolorosos de los que a uno le acontecían.




   En ese mismo paisaje viviría otras experiencias, otros descubrimientos: ya adolescente y con nuevos amigos, algunos de ellos los definitivos, esos que se cuentan con los dedos de una mano y algunos de esos dedos sobran porque los amigos no son muchos. Con quince o dieciséis años, muchas veces te sientes el dueño del mundo, quieres explorar nuevos espacios, atractivos todos ellos: el alcohol, el cigarro, el amor. Y así fue, presos de esas fiebres y escudados por una noche cómplice y las más de las veces frías y misteriosas (la bruma gótica y londinense), dábamos rienda suelta a nuestra libertad de jóvenes e indocumentados: las botellas de vaya uno a saber que menjunjes (Naranja mecánica, era uno de esos nombres) como los cigarros, circulaban por nuestras manos y bocas como el viento marino entre nuestros cabellos, las confidencias sobre nuestras cuitas de amor, también, pero esas palabras no tenían la frialdad del viento marino, sino la temperatura de los cigarrillos encendidos o del alcohol cuando quemaba nuestras jóvenes gargantas.




   Muchos años han transcurrido desde entonces. Algunas veces suelo transitar por esos territorios tan cercanos a mi vida y aún me parece ver las sombras de esos jóvenes (Franklin, Alfredo, “Pepe”, Alberto) que en ese laberinto de la adolescencia exploran y descubren aquellos predios donde ponen en práctica el ejercicio de su libertad (restringida, pero libertad al fin) en medio de la noche y al borde de los abismos de los barrancos de Barranco.





   Continuará…


                                                       Morada de Barranco, 29 de junio de 2012.
   

HISTORIAS MISTERIOSAS DE LA INFANCIA

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                                                                                             Los espejos gritan aquí.
                                                                                         Enrique Peña Barrenechea



   “¡Nunca pases por la Ermita de noche! –decían-, se te puede aparecer el padre sin cabeza”. Concluían con una mirada en la que se dibujaba el terror. Quienes te lo aconsejaban eran chicos de la misma edad tuya (diez, once o doce años, y a veces menos). Y hacías caso, nunca te atrevías a pasar por la Ermita de noche. La poca iluminación de la zona ayudaba a tomar como cierto el consejo: ¿Quién se atrevería a cruzar el solitario Puente de los Suspiros y luego recalar en el atrio de la Ermita?



  
   El padre sin cabeza es una historia teñida de leyenda. Los que vivimos o hemos vivido en Barranco la hemos escuchado desde siempre. Si la historia te llegó cuando niño, dos cosas te quedan: el miedo que te eriza la piel (y no se olvida) y la seguridad de que nada en el mundo hará que pases por allí.



   
   La versión que me contaron los amigos de la quinta en que viví (en esas noches donde sentados en círculo como si alrededor de una fogata estuviéramos) es esta: Hace muchos años, ocurrió, como es común en estos territorios, un terremoto. De la vieja Ermita de Barranco, esa pequeña iglesia que está al cruzar el puente, salió corriendo un padre quien, más asustado que liebre perseguida por mastines, tuvo la desdicha de pararse debajo de una de las torrecillas del templo. El movimiento sísmico fue tan fuerte que provocó el desprendimiento de una de las campanas, la que con todo su peso fue a caer sobre el padre: el borde de esta campana dio en el cuello del desdichado degollándolo (cosa poco probable porque no existen campanas con bordes filudos, pero para la efectividad del cuento, digamos, que sirve). Desde entonces, en las noches, no es nada raro ver a un padre deambular por la zona. Claro está, el padre lleva sotana negra y no tiene cabeza. Esta sencilla historia pobló nuestros lejanos días infantiles de miedos irreprimibles. Pero no fue la única.



   
   Es conocida por estos lares la historia sobre la viuda negra. Tal personaje es una mujer vestida de negro que se les aparecía solamente a los varones que transitaban de noche por calles solitarias. La impresión que te causaba verla era tal que contaban que tus cabellos se encanecían al instante y terminabas echando espuma por la boca, completamente loco para al poco tiempo morir irremediablemente. Sobre este personaje se cuenta que era una joven mujer de la alta sociedad limeña del siglo XIX que perdió, al poco tiempo de casarse, a su esposo en una batalla en las cercanías de Lima. Estamos hablando de la época de la guerra con Chile: decían que el esposo había muerto o bien en la Batalla de San Juan o de Chorrillos, no lo tengo claro. Desde entonces, esta mujer enloquecida salía a buscar el cuerpo de su esposo. Al poco tiempo la pobre mujer falleció, pero su alma que no logró el descanso deambulaba (¿deambula?) buscando todavía el cuerpo de su amado.



  


   
   Una historia que no he olvidado es la que una noche contó uno de esos compañeros de aventuras y miedos: la historia de María Marimacha. Aún recuerdo la primera vez que la oí, los pelos los tenía de punta como alfileres, recuerdo que esa noche me fui a acostar y que me tapé completamente con la frazada de tan asustado como estaba. La versión que recuerdo contaba lo siguiente: María era una niña que vivía con su mamá. Era María una niña que gustaba de jugar a las bolitas (canicas) con los niños, de allí su sobrenombre. Un día, su madre le da una cantidad de dinero y le pide que compre una botella de aceite y un corazón para hacer anticuchos, el plato preferido de María. La niña se dirige al mercado, de pronto ve, a medio camino, a un grupo de niños jugando bolitas, se detiene y apuesta el dinero que su madre le había dado. Lamentablemente perdió todo el dinero en el juego. Desesperada se va al cementerio y abre la tumba de un tío que había fallecido hacía unos días y le saca el corazón. Luego recoge de la calle una botella vacía de aceite y orina dentro de ella, después los entrega a su madre. Esta prepara los anticuchos y luego los sirve. La madre los come (aunque les sentía un saborcito medio raro), María simplemente no los come, más bien sube a su cuarto y se encierra. Luego de un rato, su madre sale a visitar a una vecina. Sola en casa, María empieza a escuchar la voz de su tío que le dice: “¡María Marimacha, devuélveme mi corazón! ¡María Marimacha, devuélveme mi corazón!...” Asustada se mete en su ropero y cierra la puerta de este. Ya en la noche, la mamá regresa a casa y le llama, al no obtener respuesta, entra al cuarto de María y al abrir el ropero encuentra a su hija muerta y sin corazón.



   
   Una historia que escuché por esos años es la de una pasajera misteriosa en Barranco. Era esta una mujer joven, bella, silenciosa, muy blanca, siempre vestida con colores oscuros. De ella se cuenta que siempre tomaba taxi en Barranco para ir hacia otro punto en el mismo distrito. Tenía esta extraña mujer por costumbre sentarse en el asiento de atrás del carro al lado derecho. Dicen los que la vieron que nunca hablaba, que apenas si movía la cabeza para responder a las preguntas. Cuando ya estaban por llegar a su destino, el chofer miraba por el espejo para confirmar el lugar donde detenerse y notaba asombrado y luego asustado que no había nadie en el asiento de atrás: el auto no se había detenido nunca, la puerta estaba cerrada como cerrada la ventana, no había por donde saliera la misteriosa viajera. Pero esta ya no estaba en el carro y no había huella alguna de la silenciosa pasajera.



  
   Por estos tiempos se ha hecho famosa la casa de los duendes. Una torrecilla ubicada en un jardín colgante en el malecón de Barranco, sobre la Bajada de los Baños. Lo que sé de ella es que un padre amoroso la hizo construir para que su pequeña hija jugara con sus muñecas y con sus amigas. Los niños y jóvenes de ahora le atribuyen lo que sus mentes fabuladoras necesitan para alimentar sus miedos y llenarse de desasosiegos.



   
   Ya para concluir esta entrada, quiero escribir algo que mi madre me contara cuando niño y que me provocó miedo, sin ser esta una historia de aparecidos. La historia se ubica no en Barranco, sino en el Cuzco, la tierra donde están nuestras raíces. Sucedió que hace muchos años un par de escolares se perdieron y por más que los buscaron no los encontraron. Luego de muchos días, ocurrió que detrás de una puerta clausurada hacía mucho tiempo, en la Sacristía de la Catedral de esa ciudad, un sacerdote escuchó ruidos y golpes insistentes, pidió ayuda y con dos o tres hombres más abrieron la puerta y vieron horrorizados a los dos escolares perdidos que enloquecidos, con los ojos desorbitados y hablando incoherencias mostraban sus manos con los dedos sangrantes y carcomidos. Luego de investigaciones profundas, se determinó que los jóvenes se habían aventurado a través de pasajes subterráneos que comunican a construcciones incas con templos coloniales cusqueños y en el trayecto se extraviaron. Tengo entendido que estos pasajes no han sido debidamente explorados hasta el día de hoy (en Lima también los hay y, como en el Cuzco, han servido para tejer muchas leyendas). En medio de la oscuridad sus manos fueron roídas por las ratas, aunque entre el pueblo se cuenta que las manos, en realidad, fueron devoradas por los mismos escolares por el hambre.


 


   Tarde lluviosa la de hoy día. En realidad toda la noche y todo el día no ha cesado de garuar. Garúa, así llamamos a esta lluvia menuda y persistente por estas tierras. Día oscuro y húmedo, propicio como para no salir de casa. Bien abrigado y con una taza de café humeante y oscuro ponerse a recordar aquellas historias que tanto miedo nos produjeron, tal y como lo he hecho en estas líneas.




   Continuará…


                                              Morada de Barranco, 15 de julio de 2012.

YO CONOCÍ AL POETA VICENTE AZAR

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                                                      Habitante del sueño…
                                                               Vicente Azar



   Cuatro de la mañana. No he podido dormir, dormir bien. Es invierno, pero un ligero e inusual calorcillo me sofoca, es el causante de mi mal sueño. Presto me levanto. Un silencio absoluto domina todo. Rita y Kathia duermen plácidamente: en medio de la oscuridad adivino sus cuerpos relajados, abandonados al sueño. “Descansen”, les digo, en realidad me digo. Luego voy a la mesa, tras de mí la biblioteca, el cuerpo creciente de mi biblioteca que parece protegerme (¿de qué?, ¿de quién o quiénes?).



   
   Sobre la mesa, varios libros me esperan, revistas en desorden y uno que otro diario con algún artículo que espero releer. Sin embargo, todo ello queda postergado pues me acuerdo de un libro que preparo: entonces reviso el fólder que guarda los poemas que vengo trabajando hace años (¿cinco, seis, siete años? Ya perdí la cuenta). Donde mi calle acaba, que así se llama el libro, domina mi atención. Acaricio el folder, las hojas. Poso mis ojos en algunos poemas, los releo: algunos me complacen, otros me crean desasosiego, inseguridad. ¿Cuándo los publicaré? Ganas no me faltan. Espero que sea este año.




   Uno de los poemas que más releo y me gusta es el siguiente:


AVE DE LEDA

                                                              Sólo de ella vendrá el cumplimiento de nuestros sueños.
                                                                                                                     Wallace Stevens

  En la esfera nocturna de este señorío
él asegura su altar olímpico pico a pico
y en los confines donde las alondras ocultas vibran 
si posible fuera un mástil para sus ojos
o un faro para abrir sus oídos
al manantial azotado que deambula
entre ruiseñor y ruiseñor
y si bien las estrellas se desmayan frías
para ya no volver
al campo de las auroras
     un zarpazo en el aire ya no ocurra
sino la sola y pura herida
en el ojo ciclópeo y hambriento de la rosa
espejo dorado y eterno de lo fugaz
que perfuma las temblorosas manos
con muletas o retazos
 de un océano de marfil
donde una pluma derrama (¡esperanzada!)
 sus tinieblas no siempre en vano
épica nupcial -dicen-        
entre esa terca pluma y el pico del pájaro
que no dice nada
y nada



                                                                       Para Vicente Azar, mi amigo






   No voy a cometer la ingenuidad de explicarlo, un poema no necesita de ello. Lo que sí quiero es contar qué motivó su creación. Era fines de mayo de 1993. Con Willy Gómez Migliaro y con Pablo Landeo estábamos en los preparativos del primer número de la revista Tocapus. Hacía poco había conocido al poeta Vicente Azar (recuerdo un comentario suyo esa noche: “El surrealismo es lo mejor que le pudo pasar a la poesía”). Me atreví a llamarlo por teléfono e invitarlo a publicar (cosa que no hacía muchísimo tiempo) en la revista. Me citó para unos días después en su casa de Miraflores, un 5 de abril, en la tarde. Acudí a su casa de dos pisos, muy cerca a la huaca Pucllana. Me recibió amablemente. Era ya un hombre anciano, jovial a quien le gustaba hablar, contar cosas. Yo complacido le escuchaba. Mi visita se prolongó a unas tres horas. Me obsequió un ejemplar de una breve antología que habían publicado a comienzo de la década del 80, incluso aclaró, de puño y letra, unos versos ilegibles que salieron empastelados. Fue una conversación larga y agradable. Desde entonces lo frecuenté.







   No se me han olvidado las muchas cosas que me contó en esa primera ocasión y en las posteriores. Una tarde, ya casi noche, comentó que antes de publicar Arte de olvidar (1942), su único libro de poemas, se le extraviaron los originales de un libro en Europa y que rehacerlo fue ardua labor cuyo fruto fue su Arte de olvidar tal y como lo conocemos. En otra oportunidad, a eso de las seis de la tarde, sirvió wiskhy e inmediatamente prendió la televisión y al ver a una bella narradora de noticias, el poeta para mi sorpresa dijo: “Mujeres así de bellas deberían ser para los poetas…, pero lamentablemente ellas al final prefieren casarse con hombres de plata”, me miró, sonrió, levantó el vaso y dijo a manera de brindis: “Por la poesía, por los poetas, siempre”. Era así, así lo recuerdo: alegre, conversador.




   Vicente Azar poseía una buena memoria, aún recuerdo cuando de manera sorpresiva se lanzaba a repetir los versos de varios poemas, pero el que más recuerdo es el soneto XVI de Garcilaso que lo dijo limpiamente:


No las francesas armas odïosas,
en contra puestas del airado pecho,
ni en los guardados muros con pertecho
los tiros y saetas ponzoñosas;

no las escaramuzas peligrosas,
ni aquel fiero rüido contrahecho
de aquel que para Júpiter fue hecho,
por manos de Vulcano artificiosas,

pudieron, aunque más yo me ofrecía
a los peligros de la dura guerra,
quitar una hora sola de mi hado.

Mas infición del aire en sólo un día
me quitó el mundo, y me ha en ti sepultado,
Parténope, tan lejos de mi tierra
.


   Dos cosas logré en las visitas que le hice: Complacido me aceptó que publicáramos su libro Arte de olvidar que hasta el día de hoy no se ha reeditado y que participaría en la presentación de los dos primeros números de Tocapus. Por cosas del destino ni uno ni otro ocurrió. Quiero comentar lo segundo. En el verano del año 94, en coordinación con Felipe Rivas Mendo, gran maestro títiritero y, entonces, regidor de Cultura de la Municipalidad de Barranco, programamos la presentación de la revista en el desaparecido teatro Manuel Beltroy de La Lagunita. Asistirían Rossella Di Paolo, Dalmacia Ruiz Rosas, Tulio Mora, Victor Coral y Vicente Azar. Como anécdota, recuerdo que con Willy y Pablo nos bajamos una cortina gigantesca que por allí andaba y la pusimos como mantel en la mesa (Dalmacia comentaría después al enterarse que era una cortina: “Con razón me parecía un mantel medio raro y demasiado grande”). El local estaba abandonado, pero era acogedor. Recuerdo entre el público a Carmen Ollé, José Pancorvo, Manuel Rilo, Roger Santiváñez y varios más que he olvidado. Pero Vicente Azar nunca llegó. Cuando unos días después le pregunté por su ausencia, me respondió que sí había ido en su carrito, que estuvo dando vueltas y vueltas con él y luego caminando en el afán de ubicar el local en medio de la noche. Esa imagen del poeta perdido en medio de la noche, buscando algo que nunca encontró siempre lo tuve en la mente, durante años. Ya cuando falleció Vicente Azar, dos o tres años después, como si fuera una luz me vino un poema que supongo alguna relación ha de tener con lo que he contado, ese poema es Ave de Leda.




  Los recuerdos se agolpan y vienen límpidos: alguna vez me comentó que había conocido muy joven al poeta Carlos Oquendo de Amat y que el poeta puneño tuvo la delicadeza de obsequiar un ejemplar de 5 metros de poemas a su madre, pues ella le había hospedado por temporadas en su casa de Barranco. En otra oportunidad, emocionado me mostró una carta del generoso ensayista mexicano Alfonso Reyes, quien le agradecía por haberle enviado su libro Arte de olvidar. No he olvidado los comentarios elogiosos que hacía al escritor alemán Heinrich Böll y sobre todo a su novela Opiniones de un payaso. Muchas anécdotas vienen a mis recuerdos y en ellas desfilan personalidades de la literatura peruana: José María Arguedas, Emilio Adolfo Westphalen, César Moro, Martín Adán, José María Eguren, Arturo Jiménez Borja, casi nada.




   Una tarde fue a buscarme a la casa de mis padres. No me encontró. Mi madre le había atendido y cuando llegué a casa, ella me dice: “Ha venido a buscarte un viejito llamado José Alvarado Sánchez” (ese era su verdadero nombre), inmediatamente lo llamé por teléfono y me dijo: “Fui a buscarlo (nunca me tuteó) porque quería invitarlo al club Regatas para tomar unas copas y conversar”, así era él de espontáneo. Todo un honor para mí el que el poeta Vicente Azar fuera a mi casa a buscarme, lástima que no me encontrara.




   La última vez que lo vi, estaba ya postrado en cama, en medio de su gigantesca biblioteca, esa vez fui a visitarlo para entregarle mi primer libro que estaba dedicado a él, me agradeció muy emocionado. En esa visita descubrí enmarcado un poema suyo que salió publicado en Tocapus. Recuerdo que en 1993, me pidió si tenía la prueba de imprenta del poema porque quería hacer algo especial con él. Como tenía un ejemplar de la revista malogrado, saqué la hoja y se la entregué. Años después, noviembre de 2002 descubriría, como dije, el poema en la pared de su biblioteca y me emocioné mucho. Estaba ya mal pero seguía hablando, soñando, recuerdo que me dijo: “Extraño caminar, pero pronto me pondré bien y saldré en mi carro para buscarlo e ir a pasear”. Su entusiasmo me conmovió. Lamentablemente nunca se recuperó. En diciembre de 2004 falleció, la noticia me la dio Willy Gómez Migliaro. Lloré su muerte y aún lo extraño.




   Quiero terminar mi humilde homenaje a este gran poeta peruano a quien yo conocí y consideré mi amigo, con unas palabras que hace un tiempo las escribí: Vicente Azar ha sido uno de los más hermosos crepúsculos que he visto en mi vida.





   Continuará…



                                                   Morada de Barranco, 24 de julio de 2012.

VACACIONES DE MEDIO AÑO

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                                                    Me gusta la vida enormemente…
                                                                  César Vallejo



   Terminan mis vacaciones de medio año. Dos semanas que me han permitido hacer algunas cosas pendientes que se iban postergando por los trabajos que muchas veces te dejaban agotado, sin tiempo. Sin embargo, entre las múltiples labores, surgían mágicamente pequeños espacios libres que eran motivo suficiente para saldar ciertas cuentas, por ejemplo, embarcarme en agradables sesiones donde visionaba películas mudas. Encantado disfrutaba de las bondades del cine silente al que algunos, equivocadamente, llaman cine primitivo o “antiguallas”, al referirse despectivamente a estos films: empero, qué actuales y modernas son Sunrise (1927), una sencilla historia dramática que es una ofrenda insuperable al amor; El maquinista de La General (1927), donde se teje la valentía del hombre que nunca sonríe en actos atrevidos e ingenuos (puros, diría mejor) para rescatar su tren y con él a su amada en plena Guerra de Secesión o El hombre de la cámara (1929), película donde se desarrolla casi todas las posibilidades expresivas de este, para entonces, nuevo arte a manera de canto optimista a los nuevos tiempos.



   
   Ya en pleno disfrute de mis catorce días de descanso, no solo visionaba películas (siempre lo hago), sino que saldaba algunas deudas pendientes con ciertos libros que con mucha paciencia me esperaban: Las palmeras salvajes de William Faulkner (por cierto en traducción de Borges) novela que tanto marcara a José María Arguedas, la deliciosa y nunca bien ponderada Memorias de Mamá Blanca de Teresa de la Parra y un libro breve y contundente al cual siempre que puedo regreso: Los Ingar de Carlos Eduardo Zavaleta. Y música, mucha música (el gran Johannes Brahms y sus conciertos para piano, Schubert y la brevedad eterna de sus Impromptus, el vulnerable Schumann conmoviéndome con su Langsam, luego rock, boleros, baladas, en fin): alguien por allí dijo alguna vez que vivir de espaldas a la música era un error, suscribo esas palabras, las hago mías: no se debe vivir sin música, no se puede, es imposible.




   Tres pasiones de mi vida, entonces, cine, lectura y música copan triunfalmente muchas horas de estas mis ansiadas vacaciones. Pero no es todo. Necesito alejarme de la urbe, entrar en contacto directo con la naturaleza para desenterrar lo que tengo de árbol, de río, de montaña, de cielo despejado. Mi arcadia me espera y yo voy en busca de ella.




   No parto solo a Canta, como en otras oportunidades viajan conmigo Rita y Kathia y como hasta entonces nunca había sucedido, nos acompañan la mamá de Rita, doña Laura y mi cuñada Cathy. Preparadas ya las cosas partimos dispuestos a la aventura en un viaje de tres días. Llegar al kilómetro 22 no fue difícil. Una vez allí, en medio de una garúa pertinaz y de un cielo gris, nos embarcamos en una Van. Conforme avanzamos notamos los cambios en el paisaje, atrás van quedando lo opaco y lo gris de la costa limeña. Llevamos ya casi dos horas de viaje, la carretera la están ampliando (beneficios de los nuevos tiempos). A ocho kilómetros de Canta el carro se detiene, una hilera de autos tiene que esperar la orden del pase. Son las 10 de la mañana, en media hora se podrá continuar con el viaje hasta llegar al destino. Mientras tanto, embelesado con el paisaje capturo imágenes con la cámara (la Kodak, como decían los vanguardistas).




   El paisaje es impresionante: enormes montañas parecen cerrarse sobre nosotros, muchos árboles semejan trepar por ellas como si fueran incansables viajeros, la carretera es apenas un hilo que entre los cerros atrevidamente se despliega. El cielo límpido y de un azul nunca visto en la costa con alguna que otra nube extremadamente blanca roba nuestras miradas en tanto un Sol esplendoroso descarga sobre nosotros una luz que hiere los ojos. Muy cerca, a un lado de la carretera, el río transita y nos ofrece la grata música de sus aguas entre las piedras (se me hace inevitable recordar aquellos versos del maese Garcilaso cuando decía: Por donde un agua clara con sonido / atravesaba el verde y fresco prado…). Todo esto no puede ser sino el Edén, pienso, mientras cámara en mano perennizo en instantáneas (como se decía antes) algunos ángulos del paisaje.








   


   

   Se reanuda el viaje. Esta vez ya no habrá la típica subida que nos permitía ver los rostros de los apus protectores de Canta. Debido a los trabajos en la carretera llegamos al pueblo por Obrajillo. La gama de verdes de esta naturaleza majestuosa me hace pensar que me faltan ojos para abarcar toda esta maravilla y no exagero. Poco a poco nos aproximamos al kilómetro 101, a 2837 msnm, hasta que llegamos, eufóricos de sol y de verde, mucho verde. Inmediatamente nos dirigimos al hotel, el querido hotel Santa Catalina, bella casona de dos pisos, un  patio interior que permite tomar sol o respirar los buenos aires de este pueblecito serrano, y un restorán elegante y limpio que nos asegura buena comida y a precios más que aceptables.





   

   


   
   Es la octava vez que llego por estos lares. Siempre a mitad de año. Siento que este pueblo ya es parte de mi vida o yo soy ya parte de él: ocurre que ni bien llego y pongo el primer pie, una inexplicable energía me invade y me hace sentir no un extraño viajero que llega con ojos de turista sino alguien que se reencuentra con su esencia luego de muchos meses de dura brega en la urbe. Amo la ciudad, he crecido y me he formado en ella, pero no puedo vivir sin sentir que soy parte del tercer planeta a través de los árboles, los pájaros, los ríos, el cielo limpio de este pueblito encantador a quien yo denomino mi arcadia.




   Debo confesar que hay cosas que siempre hago cuando estoy en Canta, son actividades como pequeños ritos que no tienen nada de excepcional, por ejemplo, salir a caminar muy temprano por las silenciosas y aún frías calles de Canta, observar la hermosa estructura de la torrecilla de la  Capilla de Calapachito, visitar el puquio de Huaytara.




   Ni bien amanece (mientras Rita y Kathia aún duermen), salgo a las calles todavía silenciosas de Canta, cámara en mano. Me cruzo con uno que otro poblador y debo decir que disfruto mucho cuando nos saludamos. En este deambular matutino constato la belleza de las casas canteñas hechas con adobes de un barro oscuro, la sencilla elegancia de sus portadas, ventanas y balcones, percibo también el abandono de muchas de ellas y como lunares una que otra casa con diseño dizque moderno (en realidad huachafo y de mal gusto)  que rompe el perfil arquitectónico de algunas calles. Si algo debo criticar de este bello pueblo es el techado de sus casas, todas ellas con calamina, no he visto ninguna con las tradicionales tejas andinas. Supongo que por cuestiones económicas y prácticas han sido reemplazadas por estas planchas grises e impersonales. Si los habitantes se empeñaran en regresar al uso de las artesanales tejas creo que tornarían al pueblo más encantador de lo que ya es, le devolverían parte de ese espíritu perdido.






   





   
  








    En estas caminatas que se han tornado ya en una costumbre de mi estadía, llego a la Capilla de Calapachito, ya casi cuando el pueblo está terminando y a poca distancia de la plaza principal. Siempre me llamó la atención el bello diseño de esta torrecilla o cupulín, los colores que emplean para pintarlo: todos los años la capilla ofrece a la vista una nueva fiesta de colores, salvo estos dos últimos años. Ya cerca de las siete de la mañana, antes de regresar al hotel, paso por la panadería (la misma de siempre) y compro el pan (su variedad  me asombra) y el queso necesarios para el desayuno, así premunido de comida regreso al hotel.







   


   Huaytara es un ojo de agua que se encuentra en una pequeña quebrada, es un lugar donde se han tejido muchas leyendas, algunas de ellas atemorizantes. Este bello rincón se encuentra a cuatro canciones de Canta. ¿Cuatro canciones? Efectivamente. Lo he comprobado ahora. Salí muy temprano del hotel, seis de la mañana, exacto. Cuando salía del pueblo, prendí el MP3 y me puse a escuchar, en tanto caminaba en bajada, esa colección de hermosas canciones que conforman el triple álbum de George Harrison, me refiero a ese must have llamado All Things Must Pass. Justo al terminar la cuarta canción estaba frente al puquio: un viento helado parecía hincar mi rostro y el silencio era roto por el sonido relajante del agua del manantial. No hice lo que alguna vez, ponerme a escuchar un álbum completo como el Pet Sounds de Beach Boys en comunión con la naturaleza. Esta vez dejé que la música de las aguas de Huaytara fuera mi única compañía. Varios minutos permanecí en el lugar y antes de retirarme mojé mis manos en sus aguas, increíble, las aguas estaban tibias. Recordé lo que el año anterior un lugareño me dijera: “Hay horas del día donde el agua es tan tibia que uno puede bañarse tranquilamente”. Tenía razón. Y partí hacia el hotel donde Rita y Kathia me estarían esperando.









  
   


   





   Este año decidimos hacer un recorrido por la Cordillera de la Viuda, que está a tres horas en carro desde Canta, el lugar pertenece no a Lima sino a Junín, se encuentra a más de 4 500 msnm. Es un lugar salpicado de bellas lagunas (Torococha, Chuchún, Siete Colores) y un frío que parece cortar tus carnes permanentemente, recuerdo que el poeta Chocano escribió de manera certera refiriéndose a estas zonas altas: Silencio y soledad... Nada se mueve... / Apenas, a lo lejos, en hilera, / las vicuñas con rápida carrera / pasan, a modo de una sombra leve. Lamentablemente no hay vicuñas en la Cordillera de la Viuda, pero si abunda la piedra y solo crece el ichu, paja utilizada por el ganado como alimento y para techar las poquísimas chozas de los pastores. Algo sí preocupante, en este lugar fuimos testigos como las nieves van retrocediendo producto del calentamiento global, sin embargo la belleza del paisaje, a pesar de este problema, impresiona.  Es por casi todos sabido que el principal enemigo del visitante poco acostumbrado a estas alturas es el soroche, pero ver el maravilloso espectáculo de la puna es impagable y digamos que justifica los riesgos.






  


   




    
   Así transcurrieron los tres días, disfrutando del Sol, de los paisajes subyugantes, del cielo más azul que ninguno, tan opuesto al cielo color panza de burro de Lima, el cielo sin cielo de mi ciudad, como lo llamó alguna vez el poeta Sebastián Salazar Bondy. El clima seco, las noches rotundas donde no se adivinan siquiera las siluetas de las montañas que rodean a Canta, ese cielo estrellado y con Luna que nos hizo compañía en las dos noches que permanecimos allí, todas estas experiencias tornaron inolvidable la visita y una nostalgia anticipada se depositó en nosotros cuando la hora de la partida se acercaba.






   


   



   


   
   En fin, para terminar esta entrada quiero citar lo que en una oportunidad anterior escribí: el contacto con la naturaleza siempre es necesario, es como volver a las fuentes, un retorno a las viejas raíces que nos llaman (aunque a veces somos sordos a esas voces). Lo que nuestros ojos descubran o redescubran en este territorio ya no es solo asunto de experiencia material, la cosa va más allá, es un asunto (así lo creo yo) de lecturas, de descifrar lo que tras ese majestuoso paisaje se esconde. De ahí que no entienda a aquellos que me dicen cosas como: “¿Otra vez al mismo lugar?”.






   Continuará…


                                                   Morada de Barranco, 11 de agosto de 2012.

ANTIOQUÍA: UNA FIESTA DE COLORES

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                                                                 Cuando la niebla cubre cielo y campos.
                                                                                           Matsuo Basho




   Estos últimos días están grises. El invierno, que se hizo esperar, ha llegado. Son ya varios los días en que amanece lloviendo; es decir, una garúa pertinaz, que parece mojarlo todo,  encharca las calles, torna peligrosas las pistas y también las aceras. Pero nuestra garúa no es para nada lo que una lluvia torrencial de la Sierra o los chaparrones de la Selva, lo nuestro es más tímido, es una lluvia que parece no se atreve a serlo, pero no deja de ser cargosa, aunque, debo reconocerlo, hay días en que unas ganas irreprimibles me llevan a caminar por las humedecidas calles para sentir en el rostro los piquetitos de esta fría garúa limeña (o barranquina).




   Junto con la garúa, la neblina. Esta es un elemento indesligable de nuestro paisaje costeño. Aquí en Barranco es de casi todos los días, más si son las de invierno. Tan cerrada es a veces la bruma que no se puede ver más allá de unos metros, apenas si la silueta de personas, árboles, postes, casas o edificios se dibujan como fantasmas que nos circundan. Frente a este panorama brumoso, que lo cubre todo de misterio, se hace inevitable recordar la poesía de José María Eguren, tan expresiva del espíritu del paisaje costeño:


LA DAMA I

La dama I, vagarosa
en la niebla del lago,
canta las finas trovas.

Va en su góndola encantada
de papel, a la misa
verde de la mañana.

Y en su ruta va cogiendo
las dormidas umbelas
y los papiros muertos.

Los sueños rubios de aroma
despierta blandamente
su sardana en las hojas.

Y parte dulce, adormida,
a la borrosa iglesia
de la luz amarilla.


   Estos días fríos y lluviosos te llevan, si no estás trabajando fuera, a un enclaustramiento voluntario, y bien abrigado, con una taza de oscuro y humeante café abandonarse a cálidas charlas con Rita o a los recuerdos. Estos últimos cuando aparecen, lo hacen en un desfile desordenado en los que me complazco preso de nostalgias y melancolías (¿alguno de ellos me servirá para desarrollar esta entrada?). Entonces, de entre todos ellos, decido tomar uno de 2010, mediados del mes de octubre.




   Hace casi dos años, decidimos con mi familia (me refiero no solo a Rita y Kathia, sino también a mis padres, a mis hermanos y a mi cuñada) hacer un viajecito de un día a Huarochirí, sierra de Lima, antiguas tierras montañosas cargadas de mitos prehispánicos (revisemos Dioses y hombres de Huarochirí, conjunto de relatos recogido por un extirpador de idolatrías como el padre Francisco de Ávila allá por el siglo XVI). El viaje de un día sería motivo suficiente para escapar de las ocupaciones citadinas, e imbuidos de un espíritu renacentista, acercarnos a la “telúrica y magnética” Sierra.




   Antioquía es el nombre de este bello y tranquilo pueblo serrano. Entre cerros empinados, rocosos, plagado de cactus, lo florido de sus paredes destaca. A unos 1 500 msnm (región yunga) se ubica Antioquía, en el valle del río Lurín, es zona donde se producen manzanas y membrillos sobre todo, quien quiera visitar este pueblo, deberá recorrer los 75 kilómetros que lo separan de Lima, hablamos de casi dos horas de viaje por un camino que sí hay que criticar: polvoriento, pedregoso y con muchos baches, de tal manera que el viaje está lleno de sobresaltos.






   Antes de llegar a nuestro destino, pasamos por un pequeño pueblo de nombre curioso: Nieve Nieve. Lleva este nombre debido a que allí llegaban los bloques de hielo, traídos desde los nevados, y que irían a Lima, en épocas en que no se habían inventado los aparatos de refrigeración. Muy cerca del pueblo, se encuentran unas famosas ruinas incaicas que llevan el mismo nombre, el trazado perfecto de sus calles es impresionante, sus construcciones muestran puertas y ventanas trapezoidales, que es una característica de la arquitectura del Tahuantinsuyo. Algo que no dejó de sorprendernos fue que paralela a la carretera (llamémosla así), los antiguos caminos incas, que hasta el día de hoy todavía se siguen usando,  serpentean a lo largo de las faldas de los cerros desafiando al tiempo.




   

   

   









  Una vez en Antioquía, es de comentar sus calles empedradas casi en su totalidad, las paredes blancas de sus casas y templo roban la atención pues cual si fueran lienzos están decoradas con motivos coloridos, muy naif (flores, caballos, pajarillos, ángeles, etc.) que recuerdan mucho a los retablos ayacuchanos. La alegría de sus calles se dibuja en nuestros ojos y en nuestros pasos que transitan entre una flora y fauna que prestan un encanto muy particular a Espíritu Santo de Antioquía. Como escribió alguna vez un haijin japonés: “Todo lo que veía me invitaba al viaje”. Efectivamente, cada vista que se presenta, cada ángulo del pueblo es una sorpresa que incita a seguir explorando.




   








  






   Sorprendidos de tanta belleza y de la particularidad de Antioquía (no hay ningún pueblo del Perú que posea el detalle de sus paredes pintadas), su hermosa iglesia incita a los comentarios: su sencilla y elegante portada lateral de piedra, el cupulín que pareciera lanzar al espacio su curiosa linterna, su techo de dos aguas (oh, las tejas extrañadas si volvieran) típico de zonas donde la lluvia no es un juego como en la costa, su única torre que posee una esbelta escalerilla metálica de caracol por fuera de su estructura, los motivos navideños de su ornamentación externa, en fin, un templo encantador cuya imagen no se borra.


















   En medio de esta fiesta de colores nos dirigimos hacia las afueras del pueblo, las calles por lo general están silenciosas, suponemos que los antioqueños deben estar trabajando en sus chacras. Ingresamos a un campo deportivo construido en la falda de un cerro, luego un ligero ascenso a una colina y estamos ante un sencillo mirador desde donde columbramos, en tanto un viento fresco sacude nuestros cabellos, una alfombra verde que envuelve al pueblo. El paisaje es majestuoso, son los predios de antiguos dioses prehispánicos: Cuniraya Viracocha, Cavillaca, Yanamca Tutañamca, Huallallo Carhuincho, el Apu Pariacaca. Es tierra antigua donde estas deidades milenarias se enfrentaron en luchas cruentas, donde amaron y de alguna manera definieron el paisaje, la psicología del hombre de estas tierras: de ahí que su presencia se sospeche entre la cadena montañosa cuyo misterio se recorta en el espacio.
















   Luego de recorrer Antioquía, partimos a un pueblo más pequeño: enclavado en una montaña cercana se encuentra Santiago de Cochahuayco. Las muchas chacras que lo rodean producen sobre todo membrillo, materia prima para sus dulces y mermeladas. El pueblo es semejante a Antioquía, pero no posee la ornamentación de esta. Su placita alberga bellos jardines donde destaca el colorido de sus flores y la sombra de sus árboles. Cuenta una tradición que cuando los soldados chilenos llegaron a Santiago de Cochahuayco no incendiaron su templo, como sí lo habían hecho con las iglesias de pueblos aledaños, porque el patrono de este pueblo andino era el mismo de los chilenos: Santiago Apóstol.










   Tras muchas horas de incansables caminatas, se inicia el regreso, pero como corolario de nuestro recorrido, toda la familia se empeñó en ascender por una montaña donde se encuentran los restos de un adoratorio prehispánico. El ascenso por este cerro pedregoso y polvoriento no es muy agotador. Una vez en el adoratorio, comprobamos que la vista es espectacular: frente a nosotros el río Lurín y al lado derecho, como si fuera un premio, observamos cual si fuera un plano desplegado ante nuestro ojos, la distribución sabia de los espacios arquitectónicos de la ciudadela incaica de Nieve Nieve. Lamentablemente no tenemos ya mucho tiempo para permanecer en el adoratorio, el Sol está ya para ponerse, las sombras de la noche van llegando, es momento de iniciar el descenso, el carro nos espera.
























  Así agotados regresamos a Barranco, nuestra morada. La noche ha desplegado ya su dominio. A veces cerramos los ojos, no por mucho tiempo. Nuestros ojos se han habituado al Sol y a los colores de Antioquía y pareciera que entre las tinieblas que vemos por las ventanas del carro, quisiéramos hallar la intensidad de esas imágenes que se han tatuado y permanecerán para siempre en nuestros recuerdos: “Tan poseído estaba por los dioses que no podía dominar mis pensamientos; los espíritus del camino me hacían señas y no podía fijar mi mente ni ocuparme en nada”. En nada que no fuera el recuerdo de los predios sagrados de los dioses y hombres de Huarochirí.









   




   Continuará…


                                                  Morada de Barranco, 30 de agosto de 2012.

ALGUNAS HISTORIAS ANÓNIMAS

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                                   ¿Quién os ha imaginado y qué voces os han cantado…?
                                                                                                 Azorín




   Siempre me llamó la atención aquellas obras cuyos autores son anónimos, las motivaciones que llevaron a permanecer incógnitos, pienso en las jaryas mozárabes, por ejemplo, poemillas escritos en un español muy antiguo y mezclado con ciertas palabras árabes. El contenido de estos breves poemas es amoroso generalmente y fueron creados en el siglo XI. Yo que no soy muy dado a recordar poemas, sin embargo, hay uno que conservo en la memoria y que utilizo mucho en mis clases de Tercero:


Tan’t amare, tan’t amare,
habib, tan’t amare,
enfermaron uelios gaios
e dolen tan male.


   Que traducido a un español contemporáneo dice así:


Tanto amar, tanto amar,
amigo, tanto amar,
enfermaron unos ojos antes alegres
y que ahora duelen tanto.


   También, como recordamos, hay otras obras medioevales españolas cuyos autores se desconocen, allí están el Cantar de mio Cid y los romances viejos.  Con respecto al primero, incluso se dice que no sería uno el autor sino varios juglares. Sea una u otra la verdad, suelo frecuentar, desde que lo descubrí y hablamos de una buena punta de años, un texto de Azorínincluido en su libro Al margen de los clásicos titulado El cantor del Cid donde con una prosa sencilla nos hace imaginar a quien sería el único autor, habitante solitario de un pueblo con “callejuelas tortuosas y sombrías”, pergeñando “misteriosamente sobre unos blancos cueros” los versos donde “se cuentan las hazañas portentosas de un héroe”.




   Sobre los romances viejos mucho se ha escrito, lo que yo pueda decir sobre ellos nada nuevo agregaría al asunto, sabido es que estos no consignan autores, razón por la que Azorín se hacía estas preguntas: “”Estos romances populares, ¿los ha compuesto realmente el pueblo? ¿Los ha compuesto un tejedor, un alarife, un carpintero, un labrador, un herrero? O bien, ¿son estos romances la obra de un verdadero artista, es decir, de un hombre que ha llegado a saber que el arte supremo es la sobriedad, la simplicidad y la claridad?”. Entre los romances que han llegado a nuestros días y que suelo leer y analizar con mis alumnos están Romance del enamorado y la muerte, Romance del desengaño, La misa de amor y uno de los romances más breves que haya leído, me refiero al siguiente:


ROMANCE DEL PRISIONERO

Que por mayo era, por mayo,
cuando los grandes calores,
cuando los enamorados
van servir a sus amores,
sino yo, triste, mezquino,
que yago en estas prisiones,
que ni sé cuándo es de día,
ni menos cuándo es de noche,
sino por una avecilla
que me cantaba al albor;
matómela un ballestero.
¡Dele Dios mal galardón!




   Una obra de 1554, la novela picaresca El Lazarillo de Tormes conserva hasta el día de hoy su autor en el anonimato, aunque por allí alguna vez se le atribuyó a diversos personajes como un tal Alfonso de Valdés. Los temas tratados en la obra (críticas a la sociedad y a la Iglesia) es probable que hayan llevado al autor a la decisión de publicarla sin su nombre para evitar castigos.




   Aquí, en el Perú, también hay textos de carácter anónimo, toda la literatura prehispánica tiene esta condición (mitos, leyendas, fábulas, poemas como los harauis, huayñus, aya taquis, etc.). He aquí uno de ellos:


HARAUI

Una paloma
yo he criado,
con toda el alma
la he querido,
por eso ahora
me abandona
sin que le diera
ningún motivo.


   De la época de la caída del Tahuantinsuyo,  trancribo un par de coplas creadas no por indígenas sino probablemente por toscos y vulgares soldados de la Conquista y de la guerras civiles entre los conquistadores (para mayor precisión, entre pizarristas y almagristas).


COPLA

Pues señor gobernador
mírelo bien por entero
que allá va el recogedor
y aquí queda el carnicero.




COPLA

Almagro pide la paz,
los Pizarro, guerra, guerra;
ellos todos morirán
y otro mandará la tierra.


  El anonimato de estas coplas se puede explicar y justificar, como en el caso del autor del Lazarillo, pues se trató de evitar represalias por las denuncias y burlas que se ejercían.




   Pero, ¿adónde quiero llegar con esta introducción sobre algunas obras de autores anónimos? Porque es a un punto al que quiero llegar. Bueno, contaré que hace ya muchos años, en mis incansables búsquedas de libros di con una joya preciada en una librería de viejo: Obra poética de César Moro. Hasta allí nada nuevo ni especial. Como suele suceder con ciertos libros de segunda, uno puede encontrar dentro de ellos algunas cosas curiosas. Recuerdo que, por mencionar un caso, una vez al comprar un viejísimo libro del poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade Registro del mundo, publicado en Quito del año 1940, encontré entre sus páginas una tarjeta del poeta presentándose como Cónsul General del Ecuador.







   Mas lo que quiero contar está relacionado con el libro de César Moro. Hojeaba yo el libro antes de pagar por él cuando hallé una doblada hoja amarilla y escrita a máquina, no la leí, solo la dejé donde estaba. Una vez que el libro fue mío, al llegar a casa, me dispuse a leer la hoja que contenía dos breves cuentos y un tercero inconcluso (con apenas tres líneas tipeadas). Debo reconocer que los cuentos me agradaron, sus finales sorpresivos me sorprendieron. Inicié entonces una búsqueda para dar con el autor de los cuentos y hasta el día de hoy no he dado con él. ¿Quién los escribió? ¿Adónde fue o fueron a parar las otras hojas donde probablemente estaba el nombre del autor? ¿Quién lo puso allí? Hoy estos breves cuentos como las primeras obras que mencioné, salvando distancias, se mantienen con autor anónimo y ese misterio les presta un cierto encanto.




   Tuve, sí,  la precaución de pasar ambos textos a mi computadora hace unos siete años, de ese archivo que había olvidado los rescato y lo pongo a la luz y consideración de los amigos lectores. Ya para terminar con mis líneas, debo decir que la hoja amarilla con los cuentos se me  traspapeló con la reciente mudanza y, supongo, que algún día lo he de encontrar.




EL REGRESO DE ARCHIBALDO

   Archibaldo regresó después de mucho tiempo a su casa. Era allí donde había crecido y compartido juegos con sus hermanas y algunos amigos. Lo que más extrañaba de ella era su cuarto, su cama pegada a la pared, los pocos libros acomodados en un librero de madera, su pequeña pero entrañable colección de estampillas.
   Entró con facilidad a la casa. En medio de la oscuridad avanzó con seguridad: ninguna duda, ningún tropiezo, en realidad se la sabía de memoria. Caminó despacio por la sala y el comedor, muy pero muy despacio y sin hacer ruido, no quería despertar a nadie, no quería asustar a nadie. En el camino reconoció algunos adornos, ciertos cuadros, un viejo espejo.
   Una vez en el patio, vio la puerta del cuarto de sus papás y la de sus dos hermanas, y al fondo, casi escondida, la puerta de su dormitorio. Emocionado se dirigió hasta ella. Entró silenciosamente. Todo estaba oscuro, pero no tenía necesidad de prender la luz, sentía que podía ver todo: su cama, su pequeña mesa, la foto de cuando tenía diez años, sus libros… todo estaba igual, igual que antes de su partida. Emocionado se dijo: “Estoy de nuevo en casa”.
   Caminó hasta el librero, y cuando estuvo a punto de agarrar uno de sus libros sintió pasos que se aproximaban hacia su cuarto o hacia el baño, que estaba al frente. Se puso nervioso, muy nervioso. Los pasos estaban cada vez más cerca, de pronto una tos le hizo saber que era su madre quien se acercaba. Deseó salir y abrazarla, decirle que le amaba y que siempre había pensado en ella, pero no podía hacerlo, por más que quisiera, no podía hacerlo.
   Al sentir que la puerta de su cuarto lentamente se abría tomó la decisión de escapar. Y así lo hizo: como quien introduce las manos en el agua, salió de la casa como había entrado, es decir, a través de la pared.



LA ESPERA

   Desde hace mucho tiempo, Francisco quería ver un fantasma. Sucedió que un día se enteró que el  más famoso fantasma de su ciudad era uno que sentado en las gradas, en la entrada de la iglesia principal, parecía esperar muy elegante y nervioso a alguien. Francisco había intentando desde hacía varias semanas ver al fantasma y nada. Sin embargo, algo le decía que esta noche sería la ocasión en que podría verlo por fin. Se preparó como nunca y llegó muy nervioso hasta el lugar de las apariciones, se sentó como de costumbre en una de las gradas de la iglesia y esperó, esperó… y nada, el fantasma no apareció. “¡La próxima vez lo veré!”, pensó. Y cansado por tanto esperar, Francisco se alejó lentamente, confundiéndose poco a poco con la neblina y la oscuridad… hasta meterse en su sepultura.





  Continuará…



                                      Morada de Barranco, 16 de setiembre de 2012.




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