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CACTUS: UN ASUNTO ESPINOSO

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                                                          Fieras inofensivas de la vegetación.
                                                                                  Mariano Iberico




  Se cuenta en algunos pueblos de la sierra del Perú un relato sobre el origen del arco iris motivado por la presencia de un cactus de flores amarillas. Esta historia de la narrativa oral cuenta lo siguiente:




   En tiempos remotos hubo una joven que vivía en los Andes del Perú. Muy temprano, como todos los días, había salido para llevar su ganado a pastar. En esa búsqueda de buenos pastos para sus animalitos pisó sin darse cuenta un cactus que crece en las alturas, su pie entonces empezó a sangrar y un dolor insoportable hizo que rompiera en un llanto incontenible. Pero al rato, con mucho cuidado y cojeando, se fue hasta el río que muy cerca pasaba. Una vez allí, lavó su herida con mucho cuidado. De pronto el agua se volvió roja como su sangre, esto provocó la sorpresa de la joven que asustada vio luego cómo se elevaba del río un vapor que conforme tomaba altura se tornaba de diversos colores y cobraba la forma de un arco que terminaba detrás de un cerro muy, pero muy alto. Al rato empezó a lloviznar, pero la lluvia no duró mucho y cuando dejó de llover apareció entre las nubes un sol esplendoroso. Tanto se distrajo con este espectáculo maravilloso que pronto la niña olvidó el dolor y se levantó para ver a sus animales. Así fue como descubrió que el cactus que había pisado empezaba a florecer, inmediatamente la niña tomó algunas de esas flores amarillas y adornó su negra cabellera y se puso a bailar y cantar. Dicen que desde entonces existe el arco iris en el mundo.




  Por estos días estuve revisando algunos libros de historia y me he encontrado con algunas fotos donde se refleja la relación del antiguo hombre de estas tierras con los cactus (por ejemplo, el conocido San Pedro con propiedades alucinógenas). El cactus (algunos de ellos, se entiende) “tiene una larga tradición en la medicina tradicional andina. Algunos estudios arqueológicos han hallado evidencias de su uso que se remontan dos mil años, a la cultura Chavín. Era utilizado por los nativos en las festividades religiosas por sus propiedades alucinógenas debido a la gran cantidad de alcaloides que tiene, especialmente mescalina. Se preparaba una bebida que generalmente se mezclaba con otras plantas enteógenas. Actualmente es extensamente conocido y utilizado para tratar afecciones nerviosas, de articulaciones, drogodependencias, enfermedades cardíacas e hipertensión, también tiene propiedades antimicrobianas.





   El hombre de estas tierras milenarias expresó su relación con el cactus a través de diversas manifestaciones artísticas, por ejemplo, del arte lítico de la cultura Chavín.




   La cerámica de la cultura Nazca al sur de Lima.




   O la cerámica moche al norte del Perú.





   Incluso en la costa, a orillas del mar, destaca el famoso “candelabro”, dibujo gigantesco realizado en la arena que algunos atribuyen a la cultura Nazca (aunque ciertas voces niegan esta posibilidad y dicen que es posterior).




  
   Pero de lo que quiero escribir ahora es sobre el cactus y algunos poetas peruanos. Porque así como me he topado con fotos de ceramios, esculturas, etc., desde hace mucho me he venido encontrando con poemas cuyo tema es el cactus, esa planta originaria de América (se dice que solo en el Perú hay más de 250 especies de cactus). De ese pequeño universo de poemas con asunto “espinoso”, he seleccionado a cuatro poetas, cuatro poemas que corresponden a diversas etapas del desarrollo de la poesía en el Perú del siglo XX. Iniciamos, entonces, este pequeño itinerario.





 1. UNA BALADA DE MANUEL GONZÁLEZ PRADA




   En 1935, se publica póstumamente en Santiago de Chile un libro de versos de Manuel González Prada (Lima, 1844 -1918) titulado Baladas peruanas, donde se pone de manifiesto su postura proindigenista. Curiosamente a González Prada se le recuerda más como prosista, gracias a sus libros Pájinas libres (1894) y Horas de lucha (1908), que como poeta. Sin embargo, el poeta no le va a la zaga al prosista luchador y contundente. González Prada, como poeta, es un adelantado a su época. Se constituye en innovador y en un “forjador de una nueva sensibilidad”, según un apunte de Ricardo González Vigil. Mientras sus contemporáneos peruanos aprovechaban las retóricas fuentes de poetas españoles de segundo orden, él era un devoto lector y traductor de poetas franceses (Gautier, Nerval, Baudelaire), alemanes (Goethe, Schiller, Heine), ingleses (Shelley, Byron). Éstas y otras lecturas, más su curiosidad estética lo llevan a experimentar con el rondel, el triolet, la villanela franceses; la espenserina inglesa; los cuartetos persas; el laude, la balata, el rispetto, el ritornelo italianos, etc. Dos libros suyos, publicados tardíamente, Minúsculas (1901) y Exóticas (1911) lo ubican en el camino del Modernismo y se convierten en los primeros antecedentes de la moderna poesía peruana posterior (la de Eguren, Vallejo, Oquendo de Amat, Abril, Westphalen y tantos más). Con Baladas peruanas aparece el indio peruano desde otra perspectiva, ya no la visión romántica, idealizada, casi de postal, sino el ser humano cargado de injusticias, inmerso en la historia y paisaje propios. En los muchos textos que conforman este libro inaugurador, hallamos poemas como La flecha del Inca, El mitayo, Cura y corregidor, Canción de la india, El maízy… una breve leyenda en verso que en esta oportunidad nos interesa por el tema:


LOS CACTOS

Las indomables hordas de la selva
Hierven, se ayuntan en espesos bandos,
Y juran guerra, muerte y exterminio
A los tranquilos pueblos de los llanos.

Y dicen: -“Besaremos a sus hijas,
Sus casas talaremos y sembrados,
Y la inmortal Serpiente adoraremos
Al arruinado pie de los santuarios.

Ni tú, potente Sol inaccesible,
La ruina detendrás y los estragos:
Si ellos son las palomas indefensas,
Nosotros, los halcones y milanos”.

Parten, y salvan ardorosos yungas,
Hondas quebradas, ríos y nevados,
Y de las altas cumbres desafían
A las felices tribus de los llanos.

Agitan ya las hondas, ya se lanzan;
Mas mueve el Sol la omnipotente mano,
Y las salvajes hordas se detienen,
Transfiguradas en bravíos cactos.


                              De: Baladas peruanas.
                            Ediciones de la Biblioteca Universitaria. Lima, 1966. Página 35.






2. UN POETA PUNEÑO





   En los años veinte del siglo pasado, Puno era un foco cultural y poético vanguardista de primer orden, debido a la existencia de un circuito cultural que permitía a los intelectuales puneños recibir publicaciones recientes de Europa vía Buenos Aires-La Paz. Los jóvenes de entonces, empapados de espíritu renovador enarbolaron las banderas del vanguardismo literario (dadaísmo, surrealismo, cubismo, ultraísmo, etc.) y la preocupación por expresar su realidad paisajista y social.  Este afán de hacer confluir la herencia andina con aires cosmopolitas dio origen a la corriente artística llamada Indigenismo o vanguardismo indigenista que tuvo enorme influencia en los poetas de Cuzco, Arequipa, Cajamarca y Bolivia.

   Es el año de 1920, cuando los hermanos Peralta, Arturo (que tomaría el seudónimo de Gamaliel Churata) y Alejandro fundan, a orillas del lago Titicaca, con Dante Nava, Emilio Vásquez, Alberto Cuentas Zavala, Emilio Armaza, Julián Palacios, Luis de Rodrigo y otros jóvenes puneños más el Grupo Orkopata (vocablo quechua-aymara que quiere decir “encima del cerro” o “la parte alta del cerro”).

   El Grupo Orkopata tuvo como órgano de difusión de sus ideas y trabajos entre los años 1926 y 1930 una de las revistas más importantes del vanguardismo latinoamericano: el Boletín Titikaka. En sus 34 números editados publicaron también los más connotados poetas e intelectuales de Latinoamérica, basta mencionar a un puñado de ellos para calibrar la trascendencia de esta publicación: César Vallejo, Carlos Oquendo de Amat, Alberto Hidalgo, Enrique Peña, José Carlos Mariátegui, Víctor Raúl Haya de la Torre, José María Eguren, Jorge Basadre, Luis Valcárcel, entre los peruanos; Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Xavier Villaurrutia, Oliverio Girondo, Mario de Andrade, Pablo de Rokha, entre los latinoamericanos.

   De los orkopatas hay un poeta que, en esta oportunidad, nos interesa, nos referimos a Luis de Rodrigo, seudónimo de Luis Rodríguez, nacido en Juliaca en 1904. Este poeta obtuvo en 1926, con su poema Himno al Ande, el primer premio del Ateneo de la Juventud de Arequipa, fue asiduo colaborador en las principales revistas de la época: Amauta, Variedades, Mundial, La Sierra entre otras. Caracteriza a la poesía de Luis de Rodrigo el uso de palabras nativas, diminutivos, onomatopeyas y una musicalidad cercana al huayñuasí como la expresión de sentimientos del hombre del altiplano, pero con una formalidad hispana (en varios poemas) que recuerda mucho a la poesía popular,  hablamos específicamente de los romances (versos de arte menor: octosílabos), estos poemas anuncian ya una corriente emparentada con el   Indigenismo pero más regionalista y tradicional llamada cholismo. En 1944 publicó un libro de poemas, fiel a la prédica indigenista de los años veinte, titulado Puna (recopilación de textos escritos entre 1925 a 1934). Falleció en Lima en 1989. Como una muestra de su poesía seleccionamos un texto de tema amoroso, tierno y cargado de dulzura provinciana, andina, donde juega rol importante un cactus (el sankayo) propio de la zona. Leamos:



CANCIÓN DE AMOR DE LA MALIKA


Espinita de sankayo,
si me hieres en los dedos,
-¡acacau!-
no me hieras en el alma,
espinita de sankayo,
que yo vengo por tu flor.

Me está llamando el amor
desde el cerro de colores:
si no me diese tu flor,
espinita de sankayo,
pues hiérenos a los dos.

Sankayo es tu boca –dijo-
enloquecido el Silbico,
y mordió hasta sangrar
mi boquita de sankayo
tras la parva del quinual.
…………………………

Día tras día, más besos,
noche tras noche más miel
que sobre el pecho me brinca,
siento la risa del viento
que desde lejos me grita:
¡amor tiene alas, cholita,
no se las abras Malika!
……………………….

De pena aúlla mi sunka,
pues el Silbico se fue
con su charango de amor.
…………………………..

Espinita de sankayo,
ya no te siento en los dedos,
ya no te siento en los pies,
pero me hieres el alma,
me punzas el corazón
-¡acacau!-
espinita del sankayo.

                                          
                                 De: Poesía indigenista
                            Primer Festival del Libro Puneño. Lima, 1959. Páginas 97-98.






3. UN POEMA BREVE DE WASHINGTON DELGADO






   El poeta Washington Delgado publicó en 1965 un breve libro de poemas titulado Parque (Ediciones La Rama Florida, colección dirigida por el tambiénpoeta Javier Sologuren). Entre los treinta y cuatro poemas, donde es evidente la influencia de la poesía española, hay dos poemitas bajo el mismo título: Hai-Kai,que es la forma como en español se le llama a los breves poemas japoneses de sólo tres versos conocidos como haikus.En realidad, Washington Delgado bajo cada título consigna no un hai-kai, sino dos. Claro está, cada uno de ellos cumple con cierta formalidad requerida para esta clase de poemas: tres versos, relación con la naturaleza, concisión, delicadeza y sugerencia, aunque la métrica en los poemas de Delgado es libre y no se sujeta a los cánones métricos del 5 / 7 /5. De los dos poemas, el que nos interesa es el segundo, pero antes de transcribirlo es necesario detallar el siguiente dato bibliográfico, en 1970, Washington Delgado reúne bajo el título de Un mundo dividido todos sus poemarios publicados entre los años de 1951 a 1970. En este libro, el poemario Parque ofrece algunos cambios, por ejemplo, presenta con nuevos títulos los dos poemas referidos anteriormente, el primero ahora se llama La hoja y el segundo se titula Cactus. Leamos:


CACTUS

El cactus, primavera,
te desafía
a dura guerra.

Guerra perdida:
tras espinas enhiestas
la florecilla.






4.  VIAJE A UN POEMA DE ÓSCAR LIMACHE




                                                                                                

  La Generación del 80 agrupa a un número considerable de buenos poetas que desarrollaron en esos difíciles años discursos poéticos variados que van desde un coloquialismo y narratividad hasta el erotismo (campo explorado, sobre todo, por las mujeres) e intimismo, poetas representativos de esta generación son Róger Santiváñez, José Antonio Mazzotti, Rossella Di Paolo, Patricia Alba, Eduardo Chirinos Arrieta, Domingo de Ramos, Mariella Dreyfus, Óscar Limache, por mencionar solo algunos de estos poetas.
   Uno de ellos, el poeta Óscar Limache (Lima, 1958) resultó ganador del primer premio en la IV Bienal de Poesía COPÉ 1988, con su libro Viaje a la lengua del puercoespín (Ediciones COPÉ, Lima, 1989.). El libro de la primera edición está dividido en cinco partes y contiene más de ochenta poemas. Llama la atención en la primera sección del libro, cuyo título es Las ciudades invisibles, que todos los poemas que lo conforman llevan nombres de ciudades del mundo (actuales y algunas ya desaparecidas), ciudades que, hasta donde sé, el poeta Óscar Limache no las conocía si no era por libros y películas.

   Delfos, Marsella, Zurich, Bagdad, Roma, Teherán, Éfeso, Pekín, Estocolmo, Budapest, Trieste, Venecia, Bombay, Ginebra… son algunas de las ciudades por donde transita la imaginación del poeta que transforma estas urbes en planos verbales, curiosamente algunos de los poemas van acompañados de planos urbanos, quizá para sugerir ya no solo un itinerario mental o verbal.

   Pero, de todo el libro, lo que nos interesa es la tercera sección del poemario titulado Venas propias. Hay allí un poema, el primero, cuyo título es Autorretrato con púas (22 años). En él, la voz poética, valiéndose de un símil, asume la imagen de una planta, en este caso de un cactus. La voz del poema se presenta, entonces, como los cactus que cultiva: arisco y poco dado al trato con sus semejantes (“alto / seco / espinoso / frío / hiriente…”), de allí el título del poema, que anticipa el cuerpo del poema.

   Mas el texto poético no concluye allí, el poema de dieciséis versos posee dos partes, la primera es aquella que ya comentamos donde la voz asume su semejanza con los cactus. La segunda parte se inicia en el noveno verso con la conjunción adversativa “pero”: los versos siguientes presentan ya no a una voz poética que se anunciaba cortante, agresiva, evasiva, sino a alguien que se vale de sus espinas para aparentar una hostilidad pero como mecanismo de defensa, mecanismo que con ciertas personas queda de lado para mostrar su ángulo gentil y delicado, representado en el poema a través de “una flor amarilla”.

   Leamos, entonces, este bello poema de Limache que con un lenguaje sencillo expresa y deja al descubierto ciertos ángulos misteriosos de nuestra psicología.


AUTORRETRATO CON PÚAS (22 AÑOS)


                                                 Para Gigi

Soy
como los cactus
que cultivo
alto
seco
espinoso
frío
e hiriente
pero
maldición
no puedo
evitar
de vez en cuando
darte
desde mi centro
una flor amarilla





   Así concluye esta diminuta muestra temática de la poesía peruana. Cuatro voces embarcadas en un asunto nada nuevo en la historia y cultura del Perú: los cactus. Pero esta vez no los cactus materiales, tangibles, sino estos a través de las palabras, los ritmos, los silencios.






   Continuará…



                                             Morada de Barranco, 30 de setiembre de 2012.

DE ANIVERSARIOS Y OTROS ASUNTOS

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                                                                                 Se prohíbe estar triste
                                                                                      Carlos Oquendo de Amat

  
1.

   Dos años. Sí, en efecto, han pasado ya casi dos años. Un 15 de octubre de 2010 me embarqué en la construcción de esta bitácora. No ha sido nada fácil. Hubo días en que no sabía sobre qué escribir y había que hacerlo. El compromiso estaba allí, latente, esperando: dos entradas por mes, sí o sí. Hoy mismo está ocurriendo. A trompicones voy pergeñando estas líneas. Inseguro doy marcha al texto y en el camino me abordan las ideas que voy ordenando o descartando.





   Buen motivo estos dos años para la entrada, pero no quiero ponerme solemne, pesadamente serio en un afán de quien va queriendo escribir dizque palabras para la posteridad. Celebrar estos dos años, sí, pero con sencillez, con una alegría en el corazón por estos veinticuatro meses en los que disciplinadamente he venido opinando sobre muchas cosas: literatura, cine, música, fútbol, recuerdos y otros asuntos más.





   Junto a esas palabras, imágenes, fotos que iba capturando en salidas tempranas (muchas veces cuando Rita y Kathia aún dormían) por mi morada de Barranco (eso explica el porqué de tomas de calles silenciosas, por ejemplo) o aprovechando ciertos viajes (Canta, Antioquía, etc.) para atrapar ángulos que atraían mi mirada, mi curiosidad. Así he venido acumulando un enorme archivo de fotos donde desfilan diversas imágenes que no son más que una humilde confirmación de lo bello que es el Perú y de la laboriosidad de su gente creativa, amable.





   Estas salidas para “capturar instantáneas”, me llevaron a experimentar con los audífonos de mi mp3. Debo reconocer que detesto esa mala costumbre de mucha gente de estos tiempos. El uso indiscriminado de audífonos en cualquier situación de sus vidas: al caminar por las calles parece que no se percatan el peligro en que ponen a sus vidas, cuando están en sus trabajos parece que no perciben el peligro en el que ponen a los demás (recuerdo muy bien a una enfermera con audífonos y llevando medicinas a un paciente). Sin embargo, una mañana decidí probar y salí a las calles de Barranco escuchando música, específicamente a The Beatles con su disco Rubber Soul. Obviamente fue casi de amanecida de un sábado, un día de lluvia y las calles silenciosas, fantasmales.




  Caminar al ritmo de canciones mientras buscas ranchos o casonas barranquinas para fotografiar es una experiencia particular: una sensación de aislamiento te invade aunque parezca contradictorio, ocurre también que la música te sensibiliza y estás como una antena o como radar: captas más y mejor, tienes “ojos de ver”; es decir, lees mejor el territorio. Pero, con todo, detesto este mal habito de andar con las orejas “encorchadas”, no es recomendable hacerlo, sobre todo en aquellos momentos de tráfico en las que las pistas y los coches se tornan en amenazas.




   Experiencias más, experiencias menos, fue creciendo el blog hasta llegar a este punto: dos años de brega. Cosa que celebro, hoy 14 de octubre, víspera de aniversario, día hermosamente frío y gris.






2.

   Esta humilde celebración, por cosas de la vida, coincide en una cercanía de fechas con algunos hechos para mí importantes: el 5 de octubre de 1962, Los Beatles sacaron su primer disco 45 rpm, me refiero a Love Me Do (cara A) y P. S. I Love You (cara B). De esta manera se daba inicio a algo jamás visto, cuatro jovenzuelos irreverentes invadiendo el mundo con sus voces y guitarras: nacía la beatlemanía y el mundo entero caería rendido a los pies de estos talentosos muchachos.




   Sin embargo, por estos días hay gente que, sin mayor conocimiento, critica la supuesta “blandura” de la música de los Fab Four, se atreven a negarle a su música la etiqueta de rock y le chantan como una suerte de maldición el nombrecito de “música pop”, como si con eso enviaran a los quintos infiernos la maravillosa arquitectura musical de John, Paul, George y Ringo. Ya lo dijo una vez Lennon: “Nosotros hacemos música”, pero como la ignorancia es atrevida siguen con su musiquilla estéril sin percibir el amplio espectro musical de los de Liverpool. Lo que estos “sápidos” críticos desconocen es que la música de The Beatles responde a una época (aunque justo es decirlo ha roto las barreras del tiempo) y hay que ubicarla en su espacio y tiempo para comprenderla mejor. Recordemos que a fines de los cincuenta, el rock estaba ya casi liquidado, sus principales exponentes habían caído en desgracia (Chuck Berry, Jerry Lee Lewis…) o como Elvis, hacían su servicio militar en una clara muestra de cómo el Rey del Rock cedía a las exigencias de la pacata y racista sociedad norteamericana.




   Tan muerto estaba ya el rock para entonces, que cuando Los Beatles van a la primera disquera de la mano de Brian Epstein, su manager, Decca Records los rechaza (“los grupos con guitarra están en decadencia”, dijeron, en una de las más grandes metidas de pata de la historia musical). Y Los Beatles tuvieron que ir con sus “chivas” a otras disqueras, como la Parlophone (EMI) que les da la oportunidad de grabar dos composiciones propias (cosa poco común entonces).




   Al grabar este su primer disco (y los siguientes), The Beatles se viene a constituir en el grupo que rescata al rock de la muerte. Ya para entonces, el mundo musical estaba invadido por jovencitos guapos, perfectos, plásticos que inundaron al mundo con canciones edulcoradas hasta no más: bien peinaditos, bien vestiditos, cantaban sus cancioncillas pegajosas dirigidas a las teenagers, recordemos a Paul Anka, Neil Sedaka, Pat Boone, Boby Rydell, Frankie Avalon y una larga lista de niños-bien quienes tenían que ser los encargados de “rescatar” a los jóvenes que habían caído en las garras del rock and roll, esa música repulsiva de raíces negras.




   Es entonces que aparecen oportunamente, ya predistanados por los dioses (permítanme la expresión), los melenudos de Liverpool y dan nuevos aires al rocky provocan lo que se llamó la invasión británica a Estados Unidos (surgen los Rolling Stones, The Kinks, The Who, The Animals, The Zombies…) y que los rockers buscaran nuevos caminos de expresión dentro del rock y más allá con Los Beatles a la cabeza. El rock es como es gracias a estos cuatro mágicos muchachos. Mal haríamos en negarle lo que hicieron y lo que nos legaron.




   Una prueba contundente de cómo Los Beatles influenciaron a los otros grupos contemporáneos (no hablemos de los de hoy en día) se encuentra en la supuesta rivalidad con los Rolling Stones, rivalidad que en realidad nunca existió. Lo que en realidad sí hubo fue una rivalidad con los Beach Boys hasta el año 1967 y fue porque Los Beatles lo quisieron. Recordemos la reacción de Brian Wilson, líder del grupo norteamericano, al escuchar Rubber Soul disco con el que se inicia la madurez de The Beatles, se propuso crear un disco que lo superara y salió el maravilloso Pet Sounds. Cuando Los Fab Four escucharon este disco, no les quedó otra que hacer algo mejor, entonces salió el psicodélico Revolver, y a los meses sacaron el mítico Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band y sumieron al genial Brian en una depresión que lo llevó a la autodestrucción.




   Entonces, más que rivalidad con los Rolling Stones, diríamos apropiadamente que lo que hubo fue la influencia de The Beatles  sobre aquellos. Bastaría con saber, por ejemplo, cómo se hizo la carrera musical de los Rolling Stones, que aún siguen activos y en decadencia imparable. Pregúntenles cómo es que The Beatles era para ellos “el monstruo de cuatro cabezas” al que había que seguir y sobrepasar, pregúntenles cómo es que cuando The Beatles hacía algo ellos inmediatamente lo copiaban (podemos hacer una lista que iniciaría desde los peinados con flequillos). Si no cómo explicamos ese rotundo disco como Exile On Main Street (del año 1972) que no es más que la respuesta de los Rolling al álbum doble de los pelucones de Liverpool conocido popularmente como White Album (Álbum Blanco), álbum que dejó en 1968 a Mick Jagger y compañía extrañados y sin respuestas inmediatas, esa respuesta ocurriría recién cuatro años después, ya cuando Los Beatles se habían separado. Desde entonces, Los Rolling Stones están en picada, en una interminable decadencia pues ya no tienen el referente que explicó y explica su existencia, obviamente que me refiero a The Beatles.




   Alzo mi copa de vino y brindo por la música de John, Paul, George y Ringo, que está más saludable que nunca ahora que se celebra los cincuenta años de la salida de su primer disco.






3.

   Y para terminar esta entrada, una alegría muy mía: hace cuatro días llegó a mis manos mi cuarto libro: Animalario, un libro que agrupa un puñado de minirretratos de animales (por cierto con humor) en un acto celebratorio de aquellas experiencias de infante cuando se visita los zoológicos. El libro está dedicado a mis tres hermanos (Gloria, Arturo y "Paco") que compartieron estas experiencias de conocer animales extraños (para entonces) y muchas veces lejanos como el elefante, la cebra, el lince, la jirafa, el hipopótamo, etc. He aquí tres de esos breves textos:


LAS ARAÑAS
 En la pared, las arañas
son ojos de largas pestañas.



EL VENADO
Por falta de cuidado
se le han marchitado las astas al venado.



LAS CEBRAS
Las cebras son caballos salvajes
que llevan orgullosos sus tatuajes.




   Y paramos de contar. Que no de celebrar: ¡Salud!





   Continuará…


                                                         Morada de Barranco, 14 de octubre de 2012.

  
   

UNAS LÍNEAS PARA MI ABUELO JULIO

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                                                           Y casi lo podría decir, eternamente.
                                                                                   César Vallejo



   Sé que allí donde mi abuelo esté, desearía ver en nosotros alegría y no la tristeza que toda partida acarrea. Él fue un hombre sabio y de lucha que se las tuvo que ver con la tierra, que la trabajó con esmero y con alegría de corazón, esa alegría que demostraba cuando nos invitaba un pan cusqueño (chuta) preparado por la compañera de toda su vida, la abuela Belén; o cuando, en esos instantes de travesura en la que se volvía un niño más, nos hacía asustar a Gloria y a mí (niños aún, ella de cuatro y yo de cinco años) con unas diminutas caiguas que con una ligera presión disparaba sus semillas cual si fueran balas, allá en su huerto entrañable.
   Entiendo que con su partida (y con el de la abuela hace dos años) ya no habrá posibilidad de llegar a su casa querida en Lucre, de llegar y sentarse a la sombra de algún árbol en su patio y conversar: ya no más las historias que solía contar sobre sus perros y gatos que amaba como si fueran sus hijos u oírlo relatar con orgullo una historia fantástica que él llamaba La princesa Sumaccttica. El abuelo ha partido y con él se ha ido una parte muy importante de nuestras vidas.
    Algo que siempre ansié era llegar a Lucre, a su casa de paredes blancas y balconcito celeste, mostrarle a Rita y Kathia algunos ángulos donde ciertos pasajes de mi infancia fueron felices, sencillamente cogidos por la sorpresa: el pasadizo que comunicaba a la tienda y al patio, ese patio donde un mediodía jubiloso comimos unas gloriosas papas sancochadas con ají, la escalera de madera desde donde vi y escuché sorprendido relámpagos y truenos, el huerto pequeño pero infinito donde podías hallar de todo, la pequeña tienda y sus caramelos de colores increíbles, esa misma tienda donde mi abuelo y un profesor de primaria tocaban guitarra y cantaban tiernas canciones quechuas en medio de noches lejanas que hoy solo quedan en la memoria de mi madre. 
    Siempre pensé que llegaría el día en que hablaría interminablemente, como nunca, con el abuelo. Por eso si una cosa me hubiera gustado hacer al llegar a Lucre hubiera sido salir muy de mañana, caminar entre colinas y árboles de capulí y conversar con él, hacerle muchas preguntas, abordar su sapiencia, disfrutar de su facilidad de palabra en sus respuestas sazonadas con una ironía y ternura típicamente cuzqueñas. Cuando pienso que ya nada de eso ocurrirá... me lleno de una tristeza sin fondo.
   Yo sé que ver y oír a un triste enfada, no mentiría si digo que él haría suyas estas palabras de Miguel Hernández, sé que quisiera vernos no derrumbados por la tristeza sino recordándolo como un hombre que tuvo una larga vida, rica en experiencias: un hombre que cuando se embarcó en sus diversas labores lo hizo de manera libre y honesta: que cuando labró la tierra lo hizo como el mejor, que cuando hacía sombreros se convertía en el gran sombrerero del mundo, que cuando cogía una guitarra cantaba los más hermosos huaynos de la tierra milenaria que nos vio nacer. Ese era el abuelo Julio, el Papá Grande de nuestra familia.
   No quiero recordarlo, entonces, con tristeza. Ya lo he llorado, horas después de enterarme de su muerte, mientras caminaba por las calles, resistiéndome a aceptar que nunca más lo vería elegantemente vestido con sus terno oscuro, su sombrero y, ahora último, con su sonoro bastón. No lo veré más, es cierto, pero quedará en mí su imagen imborrable del hombre que fue: generoso, de gran carácter, orgulloso, alegre, honesto, hablador, siempre hablador pues era un memorioso privilegiado. Tengo, pues, motivos más que suficientes para recordarlo con alegría y agradecimiento.
   Hace unos meses escribí algunas palabras sobre mi querido abuelo Julio, quiero citar estos tres fragmentos en su memoria. He aquí estas líneas:


16 de marzo de 2011

   Y entre esos múltiples recuerdos mis abuelos, mis abuelos maternos, quiero decir.El recuerdo de su presencia protectora cuando muy niño, allá en el Cusco, está muy presente, aunque no lo parezca. Mi abuelo era músico, un músico andino, un haravicu (poeta popular o juglar inca, si cabe el término), eximio guitarrista de huaynos cusqueños, mi querido abuelo Julio músico y sombrerero allá en Lucre, pueblecito muy cercano a ruinas incas y más cercano a ruinas de otra cultura más antigua: la de los huaris. 


20 de noviembre de 2011

   Escucho conmovido la flauta (japonesa) y no puedo reprimir la idea de cuan semejante es su sonido e intensidad al de una quena de un haravicu andino. Y pienso en mi abuelo Julio de 94 años que está nuevamente en Lima: lúcido, hablador, sabio. Siempre me conmovió la pequeñez de su cuerpo y la eterna alegría de sus pasos. Incansable, incluso en su soledad. Sé que ya hace mucho no toca una guitarra, que ahora vive inmerso en otros sonidos, que la música que hoy escucha ya no es sensorial sino la de sus recuerdos: hace casi dos años que se fue mi abuela Belén y resuenan en mis oídos lo que me contaron que dijo en el velorio, allá en el mítico Cusco: “Como te has atrevido a dejarme”. Más de setenta años de convivencia  y siete hijos no son poca cosa para la vida de un hombre. En ese reproche había todo un universo acumulado en el corazón: pena, dolor, amistad, complicidad, amor… en definitiva, todo lo que cualquier mortal desearía vivir una vez que ha sido hallado por el amor (“Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien / cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío...”, escribió el poeta Luis Cernuda).


10 de diciembre de 2011

   En esta misma casa, hace unos instantes conversé con mi abuelo Julio, mi querido abuelo de 94 años, que ya no ve con nitidez ni escucha muy bien, pero que conserva su lucidez, su palabra sabia, precisa y su andar de pasos menudos, alegres y firmes, a pesar de su edad. Decía mi madre, al verlo ensimismado en la maraña de sus pensamientos, que guardaba desde niña el recuerdo de su padre leyendo, siempre leyendo (periódicos, revistas, libros…) acompañado de su fiel diccionario: “Siempre fue así, un gran lector”, concluyó mi madre.  Ahora me explico su buen decir, los recursos de su palabra que facilitan el fluir de sus recuerdos: “Mi familia está integrada por cincuenta y un personas. Tengo veinticuatro nietos (doce varones y doce mujeres) y once bisnietos (el último nació el año pasado)” o “Me casé a los veinte años, un 11 de septiembre de 1939…”, ¡ah!, mi querido abuelo memorioso.

   Ayer vi una foto tomada por mi hermano Arturo en 2009 en el Cuzco. En ella se ve entre paredes prehispánicas rojizas a mi abuelo Julio caminando hacia una callejuela de las ruinas de Piquillacta, la segunda urbe en importancia de la cultura huari, muy cerca a Lucre. Veo y reveo la foto y hoy me parece que esa imagen es como la metáfora de su partida.





   El abuelo alejándose físicamente de nosotros, pero camino al punto donde lo ha de estar esperando su compañera de junco y capulí de toda la vida. Así los estamos recordado ahora: juntos, inseparables.  Así los recordaremos hasta cuando nos toque a nosotros la partida.



   Continuará…




                                        Morada de Barranco, 26 de octubre de 2012.

RECUERDOS DE LUCRE Y DE SU RÍO

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                    En las paredes agrietadas de desconsuelo, trepan la yedra y el tiempo.
                                                                                             Xavier Abril




   Si una casa recuerdo por estos días es la de mis abuelos. Casa a la que llegué desde Lima luego de cinco años y precisamente con esa edad. Fue una estadía corta de un par de semanas o algo más. Tiempo breve, sí, pero que me dejó algunas experiencias inolvidables: los diversos colores de la quinua alrededor de una de las chacras de mi  abuelo, el misterio de la laguna de Huacarpay, el descubrimiento cargado de miedo y asombro de los relámpagos y truenos. Hoy, mejor dicho, en estos momentos me habita el recuerdo de esa casa entrañable de paredes blancas y balconcito celeste, de cara al río y su eterno murmullo.






   ¿El recuerdo? Sí, nada más que el recuerdo. Ocurrió que en verano de 2010, la crecida del río Lucre la destruyó. Con las aguas, el lodo y las piedras se fueron la tienda y sus dulces magníficos, el pasadizo sombrío y breve, el  querido patio donde tantas veces corrí y dejé libre mi risa, el huerto donde parecía crecer el verde en todos sus matices, rincones amados que nunca más volveré a ver.










   Desde ese lejano viaje a las tierras antiguas del Cusco nunca más pude regresar. Hoy si lo hiciera sería para visitar la tumba de los abuelos y lo poco o nada que queda de su casa. En realidad nada. Es una pena. Mi hermano me contaba que unos meses antes del desastre (creo que octubre de 2009), el abuelo decía orgulloso a mi mamá y a mis hermanos: “¡Ah, mi casa!”. Los abuelos amaban su casa, allí habían hecho su vida desde 1939, allí habían nacido y crecido sus siete hijos… Hoy tengo que hablar de ella como un espacio o territorio lejano, lo peor, desaparecido.










   Los abuelos han partido. Una sensación de fragilidad y fugacidad me embarga, nos embarga, en realidad. Como lo escribí en la entrada anterior, ya jamás ocurrirá que llegue a Lucre y mis abuelos en su casa como esperando para compartir alguna conversación, algunas risas, algún pan preparado por las manos mágicas de mi abuela, la alegría, su amor inconmensurable. Ellos se han ido y Lucre es herida.










   En esta noche nostálgica, si algo más recuerdo de ese ya lejano viaje es cuando nos íbamos a dormir al segundo piso. Un balcón y una pequeña ventana miraban hacia el río, que entonces, no estaba canalizado. Su voz, diría mejor, sus voces insistentes e inquietantes lo invadían todo, incluso mis sueños. Entonces sucedía que en medio de la noche abría los ojos. Todos dormían, los únicos despiertos éramos el río y yo. Aguzaba el oído, intentaba descifrar sus mensajes hasta que ese rumor me llevaba nuevamente hacia el sueño. 










   Así fue todas las noches que dormimos en Lucre. Incluso alguna vez me atreví a levantarme y con sigilo me aproximé a una de las ventanas (ya no recuerdo cuál) en el afán de mirar el río, de descubrir su rostro nocturno. Imposible, la noche me lo ocultaba. Regresaba nervioso, entonces, a la cama con un extraño sabor a derrota por no haber columbrado su faz que se abría camino entre la noche, por no haber desentrañado su mensaje que era territorio prohibido para los que veníamos de lejos.










   Ese río Lucre que desde siempre recorrió el pueblo dejando el tajo de su cauce, ese río atravesado por un puente diminuto de piedra que es el orgullo de los lucreños, angosto río, cobijo de pecesillos que el abuelo gustaba saborear. Eterno mensajero cuyos murmullos me llenaban de asombro e inquietud por lo oscuro y misterioso de sus mensajes.










   Río Lucre, unas veces padre y otras verdugo.











   Continuará…


                                                Morada de Barranco, 12 de noviembre de 2012.



__________________

Nota: Debo agradecer las fotos a mi hermano Arturo.

HISTORIAS DE ZORROS

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                              En vano será igualmente que vayan de un lado a otro llamando: “¡Atoj! ¡Atoj!”.
                                                                                                     Edgardo Rivera Martínez





   Ocurrió que una tarde, hace algunos años atrás, mi abuelo llegó a casa de mis padres. Habíamos terminado de almorzar cuando mi padre decidió (algo extraño en él) abrir un par de botellas de cerveza. Es en ese instante que llegó el abuelo y recuerdo nítidamente una expresión suya al ver las cebadassobre la mesa: “Parece que me hubiera avisado mi zorro”. No entendí. Luego pregunté a mi madre a qué se había referido el abuelo al decir ello. “Es una frase de la sierra, respondió mi madre, es como decir que una voz te avisa de algo bueno que te va a ocurrir”. El zorro. Raposa la llaman en otros países; en algunas zonas de los Andes del Perú, atoj.
   Desde muy niño había leído y escuchado historias de zorros, todas ellas de origen europeo. Pero llegó el día en que a mis manos llegó una vieja edición de Fábulas Quechuas cuyo recopilador fue Adolfo Vienrich. Allí descubrí parte de la riqueza de la narrativa oral del Perú. Entre esas fábulas, un puñado de historias cuyo personaje protagónico era el zorro o atoj. Algunas de ellas eran de origen prehispánico. Pero en todas ellas un sabor ingenuo se percibía y ese era (y es) uno de sus encantos. Como en el caso de las historias de zorros de origen europeo, en estos relatos quechuas el zorro (símbolo de la astucia, de la trampa, de las malas artes) siempre termina perdiendo. Curioso.
   Me digo que quizá los incas, a través de estas sencillas historias, querían advertir al escucha que tuviera cuidado, que una conducta como la del zorro podía llevarle a terminar como él: aleccionado si es que no adolorido y hasta quizá muerto. Recordemos, son fábulas y su carácter didáctico es indudable, varios de estos relatos tienen su moraleja: 


Para un zorro sabihondo hay un sapo malicioso. (De: El zorro y el sapo)

El jactancioso hablador por su boca se condena. (De: El puma y el zorro)

Esto nos enseña que uno debe estar satisfecho con aquello que la naturaleza le otorga. (De: La huachua y la zorra)


   En una de las maravillosas historias de Dioses y hombres de Huarochirí, libro que recoge parte de la cosmovisión del hombre de los Andes, se cuenta la historia de Cuniraya Viracocha quien enamorado hasta no más va tras de Cavillaca y su hijo, preguntando a todo aquel que se cruza si no los ha visto pasar. En un tono que recuerda a ciertos pasajes de la Biblia encontramos estas líneas:

“Luego  se  encontró (Cuniraya Viracocha)  con  un zorro, y el zorro le dijo: “Ella ya está muy lejos; no la  encontrarás”.  Cuniraya  le  contestó: “A ti, aun cuando camines  lejos de  los  hombres,  que han de odiarte, te perseguirán; dirán:“Ese zorro infeliz”, y no  se  conformarán  con  matarte;  para su  placer pisarán tu cuero, lo maltratarán”.

   Pobre zorro, condenado hasta por los viejos dioses del antiguo Perú.
   Con la llegada de los conquistadores, el zorro no es un personaje ajeno a los comentarios de los cronistas. Pensemos en el hiperbólicamente llamado “Príncipe de los cronistas”, aquel de la frase feliz que decía algo así como (cito de memoria): “Mientras mis compañeros de armas descansaban, yo cansaba mi brazo escribiendo”. Sí, me refiero a Pedro Cieza de León, quien pergeñó estas líneas sobre los zorros:

“Y lo  que  más  se   ve   es  algunas  raposas,  tan engañosas, que aunque haya gran cuidado en guardar las cosas,  adondequiera  que  se aposenten españoles e  indios  han  de hurtar,  y  cuando no hallan qué, se llevan  los látigos  de las cinchas de los caballos o las riendas de los frenos”. 

   Leo y releo y me es inevitable sonreír, la última línea es graciosísima. Es de imaginar a los zorros desesperados por comer, y al no encontrar nada para saciarse hurtan hasta las correas y los látigos de cuero: tremendo hambre el de los zorros. También imagino la desazón de los españoles: sus caras, las maldiciones que les deben haber echado a los astutos zorros. Y no se me termina de borrar la sonrisa.
   Sin embargo, conforme iban llegando libros que recopilaban narraciones orales del Perú, fui descubriendo que también había historias donde el atoj sale bien parado, triunfador, ¿cómo explicar ello? Difícil. ¿Identificación con el eterno perdedor? Vaya uno a saber. Pero allí están las historias donde por fin el astuto vence, como muchas veces sucede en la realidad. Y la verdad, para qué negarla, eso me pone contento, por fin el pobre atoj se sale con la suya.
     Hubo un tiempo en que iba a la cacería de historias de zorros, adonde llegaba (Canta, Tarma, Concepción, Jauja, Arequipa...) preguntaba si alguien sabía de una historia que no conociera. Incluso ahora que mencioné a mi querido abuelo memorioso, recuerdo que un día le pregunté si sabía alguna historia de zorros y me contó La princesa Sumaccttica, vieja leyenda cusqueña que se cuenta en Lucre y donde uno de los personajes se llama Atoj Rimachi (cuya probable traducción sería: zorro hablador).
   Pero la intención de esta entrada no es hacer un recorrido exhaustivo sobre la presencia del zorro en la historia y en la literatura del Perú. Supongo que llegará el momento en que profundicemos este tema. Estas líneas son solo una introducción para mostrar un pequeño grupo de relatos orales peruanos del querido zorro, el viejo atoj.
   Sirva, pues, esta entrada como motivación para acercarnos un poquito más a este animalito, milenario personaje de tantas historias que se cuentan en estas tierras frente al Mar del Sur.
  

EL ZORRO Y EL QUIRQUINCHO

   Un día hicieron sociedad el zorro y el quirquincho.
   El zorro dio su chacra al quirquincho para que la sembrara a medias.
   Como el quirquincho tiene fama de ser poco inteligente, pensó el zorro que se aprovecharía de su trabajo, y le dijo:
   -Este año, compadre, será para mí todo lo que den las plantas arriba de la tierra y para usted lo que den abajo.
   -Bien, compadre-, contestó el sembrador.
   El quirquincho sembró papas. Tuvo una magnífica cosecha y al zorro le toco una cantidad de hojas inservibles.
   Al año siguiente el zorro, molesto por el mal negocio, le dijo a su amigo:
   -Este año, compadre, como es justo, será para mí lo que den las plantas debajo de la tierra y para usted lo que den arriba.
   -Bien, compadre, será como usted dice.
   El quirquincho sembró trigo. Llenó su granero de espigas y al pobre zorro le tocó una cantidad de raíces inútiles.
   -No me dejaré burlar más- pensó el zorro. Y le dijo al compadre:
   -Este año, ya que usted ha sido tan afortunado con las cosechas anteriores, será para mí lo que den las plantas arriba y debajo de la tierra. Para usted será lo que den en el medio.
   -Bien, compadre, ya sabe que respeto su opinión.
   El quirquincho sembró maíz. Sus graneros se llenaron nuevamente de magníficas mazorcas y al zorro le correspondieron las flores y las raíces del maizal.
   El zorro tuvo que vivir en la última miseria. Ése fue el castigo por su mala fe.

                                                                                                             Anónimo


LA ZORRA Y EL JAGUAR

   El jaguar hizo todo lo posible para realizar todos sus propósitos. Día y noche acechó a la zorra por los lugares en que ella solía cazar, dormir y caminar. Nunca consiguió caerle encima.
   Hasta que un día el jaguar, después de pensar mucho, dijo:
   -Me voy a fingir muerto, los animales vendrán a ver si es cierto, la zorra también vendrá y entonces la atraparé…
   Todos los animales, al saber que el jaguar había muerto, fueron a su cueva, entraron en ella, y viéndolo tendido de largo a largo, decían:
   -El jaguar ha muerto; gracias sean dadas a Tupa (dios de la selva), ahora ya podemos pasear…
   La zorra también fue a la cueva, pero no entró y sí preguntó desde afuera:
   -¿Ya estornudó?
   Los animales le respondieron:
   -¡No!
   Entonces la zorra les advirtió:
   -Yo sé que un difunto, al morir, estornuda tres veces.
   El jaguar la oyó, y sin darse cuenta de las intenciones de la zorra estornudó tres veces.
   La zorra se rió y dijo:
   -¿Quién ha visto que alguien estornude después de muerto?
   Y se fugó, lo mismo que todos los animales.
   Y hasta ahora el jaguar no ha podido atrapar a la zorra, porque es muy astuta.

                                                                                                          Anónimo


EL ZORRO Y EL HUAYCHAO

   Hace muchísimos años el zorro tenía la boca menuda y no era chismoso. Un día andaba de paseo y vio un huaychao que cantaba sobre un cerro. Éste era pequeñito como un zorzal y tenía el plumaje gris claro y al cantar movía alegremente las plumas blancas de su cola.
   El zorro se quedó mirando el pico largo y aflautado del ave y le dijo mañosamente:
   -¡Qué hermosa flauta amigo huaychao, y qué bien tocas! ¿Podrías prestármela sólo por un momento? Yo la tocaré con mucho cuidado.
   El ave se negó, pero el zorro zalamero insistía tanto que al fin el huaychao le prestó su pico, recomendándole que para tocar se cosiera el hocico a fin de que la flauta se adaptara mejor.
   Y así, sobre el monte, el zorro se puso a cantar soplando la flauta. Después de un rato, el huaychao reclamó su pico, mas el zorro se negó. Decía el ave:
   -Yo sólo la uso de hora en hora y tú la tocas sin descansar.
   El zorro no entraba en razones y soplaba y soplaba incansablemente para un público de pequeños animales que se habían reunido en torno suyo.
   Al ruido se despertaron unos añases y salieron de sus cuevas, subieron al cerro en animada pandilla, al ver al zorro tocando se pusieron a bailar y bailaron con ellos todos los animales del campo. El zorro no pudo guardar la seriedad por mucho tiempo y de pronto rompió a reír y al hacerlo se le descosió el hocico mucho más de la medida y éste le quedó grande y rasgado de oreja a oreja.
   El huaychao antes de que el zorro se recuperara de la sorpresa, recogió su pico y echó a volar.
   Desde entonces, según cuentan, se quedaron los zorros con la boca enorme castigo de su abuso de confianza.

                                                               Recopilado por José María Arguedas


EL RATÓN Y EL ZORRO

   Érase una vez un rey y este rey castigaba duramente a su hortelano, cada vez que al ir a su jardín encontraba que las flores habían sido arrancadas. Le decía el rey al hortelano:
   -¿Por qué no cuidas bien el jardín?
   -Su Majestad- le respondía el hortelano-, no dejó de cuidar el jardín ni un solo día. No sé qué animal arranca las flores.
   Entonces, el hortelano todos los días esperaba en el jardín para averiguar qué animal arrancaba las flores; hasta que un día, al estar observando el jardín, sorprendió a un ratón que se dedicaba a arrancar las flores, pero no pudo atraparlo ni hacer nada.
¿Qué hizo entonces el hortelano? Pues armó una trampa con un tejido embadurnado de brea, y la colocó en el hueco por donde salía el ratón.
   De esta manera, un día lo atrapó sobre el tejido con brea; pero no lo mató al ratón, sino más bien le dijo:
   -¡Hola ladronzuelo! Conque tú eras el arrancaba las flores de las plantas del rey. ¿No?
   Luego lo colgó con un cordel de una viga para el que el rey lo vea. En seguida el hortelano fue a avisar al rey. Y cuando llegaron con látigo para castigar al ratón, en lugar de él encontraron colgado de la viga al zorro.
   Cuando el ratón estaba colgado, el zorro pasaba por allí y le dijo:
   -¡Oye Diego! ¿Qué haces allí colgado?
   -¡Oye tío!- le contestó Diego-. Si yo te contara lo que me ha pasado.
   Y luego el ratón le contó al zorro:
   -Solamente porque no quiero casarme con la hija del rey, me han colgado aquí en esta viga. Tal vez tú quisieras casarte con la hija del rey.
   -¡Qué sonso!- exclamó el tío-. ¿Y por qué no quieres casarte con la hija del rey? Bien, te voy a desatar. ¡Bájate! Ahora yo voy a subir. Tú me amarras y yo me casaré con ella.
   Luego el zorro se hizo amarrar de la viga. Cuando el rey y el hortelano llegaron, éste le dijo:
   -¡Hola! Conque te has convertido en un zorro cabeza larga- y lo azotaron allí mismo. El zorro comenzó a gritar:
   -¡Sí, voy a casarme! ¡Sí, voy a casarme! ¡Sí, voy a casarme!
   El rey seguía golpeándole diciendo:
   -¿Y con quién te vas a casar?
   El zorro se puso a gritar más:
   -¡Con tu hija me voy a casar! ¡Ya no me pegues tanto!
   A duras penas el zorro logró escapar, cuando ya estaba a punto de morir. Una vez que escapó dijo:
   -¿Dónde encontraré al Diego ése? Donde lo encuentre lo voy a comer.
   Con grandes ganas de comérselo, el zorro buscaba al ratón, con un hambre que ya se moría. Por fin, lo encontró a Diego en una pampa con yerba muy menuda y le dijo:
   -¡Conque tú me engañaste diciendo que no querías casarte con la hija del rey! ¿No? Ahora pues te voy a comer.
   Entonces Diego rogó al tío:
   -Todavía no me comas pues, hermanito, yo te voy a llevar a un sitio donde hay mucho que comer.
 De esta manera, Diego se lo llevó a tío a un gran banquete.
   -Cuidado con que los perros me muerdan- le advirtió el zorro al ratón.
   -Te meterás pues muy a escondidas- le dijo el ratón.
   Entonces entraron al lugar del banquete, pero los perros salieron y desgarraron las carnes del tío. Para entonces el ratón ya había huido. El zorro se desprendió con dificultad de la boca de los perros y escapó; y, ahora sí, se puso a buscar a Diego con unas ganas tremendas de comérselo. Lo estaba buscando terriblemente enojado y, por fin, lo encontró al ratón
apoyado sobre una pared y sosteniéndola con mucho empeño. El astuto y travieso ratón le dice al pobre zorro:
   -¡Todavía no me comas! Te contaré una cosa antes. Esta pared está por desplomarse y aplastar al mundo, y con él a todos nosotros. Así le dijo el ratón al zorrito sonso.
   -¡Ay, Diego!- exclama el zorro-. Estoy que me muero ya de hambre. Tráeme  pues de algún sitio algo de comer. Mientras tanto yo estaré sosteniendo esta pared para que no nos aplaste.
   Entonces, Diego se fue dejando al zorro apuntalando la pared. Y al irse todavía advirtió al zorro:
   -No te vayas a mover ni siquiera un poquito. Porque si no, se cae la pared y moriremos aplastados.
   El zorro estuvo sosteniendo la pared sin moverse nadita, ya casi muerto de hambre. Llegó al atardecer, y el zorro seguía apuntalando el muro. Llegó la noche, y seguía sosteniéndolo, ya casi vencido por el sueño, temeroso de que el muro se desplomara, pero la pared no se movía ni una nadita. El astuto ratón, después de haber arruinado en todo al zorro, se había ido por ahí en busca de comida. Después de dos o tres días, el zorro, dándose valor, dio un salto lejos del muro y éste no se desplomó. ¿Por qué habría de desplomarse? Ni siquiera dio señal alguna de caerse. El zorro se fue indignado en busca del ratón. Por fin, lo encontró en una pampa. El ratón estaba cavando un hoyo. Entonces el tío le dijo:
   -¡Oye Diego! Esta vez sí te tengo que matar, te tengo que comer.
   -¿Qué dices tío? –le preguntó el astuto ratón-. Me han dicho que ya no tarda en caer una lluvia de fuego. A todo el mundo, a toditos, nos va a quemar. Por eso estoy haciendo este hueco, quizá podré escapar metiéndome en él.
   Y el zorro le dice a Diego:
   -Entonces ayúdame a hacer un hueco para mí, puesto que soy grande.
   Con gran empeño primero hicieron un hueco grande para el zorro; y éste en seguida se metió y se midió en el hueco cuidadosamente, y viendo que cabía en él le dijo a Diego:
   -Ahora hazme el favor de taparme.
   ¿Y qué hizo el astuto Diego? Le echó tierra y unas cuantas piedras encima. También acomodó algunas espinas en los bordes del hueco y se marchó rápidamente. El pobre tío estuvo metido cuatro o cinco días dentro del hoyo, temeroso de la lluvia de fuego. Casi muerto de hambre, dio un manotazo hacia fuera sobre las espinas y dijo:
   -Verdaderamente está lloviendo fuego.
   El zorro se quedó así en el hueco asustado con la lluvia de fuego. Cada vez que sacaba la mano, las espinas lo hincaban y seguía repitiendo:
   -Es verdad que está cayendo una lluvia de fuego.
   Casi muerto de cansancio, empujado por el hambre, el zorro, recogiendo todas sus fuerzas, dio un salto, y allí, afuera, descubrió que la lluvia de fuego eran sólo espinas. ¿Y que hizo el pobre tío? Terriblemente enojado se encaminó en busca de Diego para devorarlo por todas las trastadas que le había hecho. Por fin, lo encontró en cierto lugar comiendo tranquilamente un pedacito de papa. Diego, sorprendido, se tiró de costado aparentando estar muy decaído y a punto de morir, a fin de que el tío de compasión no se lo comiera. El tío le habló así:
   -¡Oye Diego! ¿Por qué me haces tantas bromas? ¿Por qué pues me das tantos maltratos? Ahora sí, con todo gusto te voy a comer.
   Entonces, Diego se postró de rodillas ante el tío y le imploró su perdón con toda el alma:
   -¡Padrecito, niñito, hermanito! No me comas pues. Ahora mismo te llevaré a un sitio donde he visto que hay comida.
   Entonces, el tonto tío le dice:
   -Bueno, pues, te perdonaré así. Pero en seguida debes llevarme a ese sitio donde hay comida, que ya me estoy muriendo de hambre.
   Luego Diego le explicó al tío:
   -Espera por favor hasta que se ponga bien oscuro. A la luz del día, el dueño de casa te puede atrapar y matar.
   -¡Ay! Ya no puedo aguantar el hambre hasta que anochezca –le dijo el tío a Diego.
   -Aguanta no más tu hambre. Si vamos de día te atrapará el dueño y sus perros te morderán –le dijo Diego.
   -Bueno, pues. Así esperaré hasta que oscurezca –dijo el tío.
   Cuando anocheció, Diego llevó al tío a una casa cercana y allí le dijo:
   -No entres. Todavía están comiendo. Hay una pareja de viejos y también un borrego. Espera que yo ya te avisaré.
   El zorro se puso a esperar detrás de la casa muy hambriento. Mientras tanto el ratón ya estaba comiendo una mazamorra de leche del plato de los viejos, quienes ni se daban cuenta de ello. Después de terminar de comer, la vieja le dijo al viejo:
   -Te guardaré esta mazamorra de leche para que comas mañana antes de salir a pastar a las ovejas.
   Diego estaba oyendo lo que decían los viejos y cuando ellos se fueron a dormir, cerrando la puerta de la cocina, Diego hizo pasar al tío hacia la cocina por la puerta del corral de las ovejas y le dijo:
   -Esta es la olla con mazamorra de leche. Come rápido.
   El zorro se comió la mazamorra de un golpe; para eso había metido la cabeza en la olla y cuando terminó no la pudo sacar de ella.
   -¡Oye Diego! -llamó al ratón-. Alcánzame alguna cosa. Mi cabeza no puede salir de la olla.
   Luego le alcanzó un terroncito.
   -¡Oh! ¿Cómo me alcanzas esto? -dijo el tío- Con esto no voy a partir la olla. Dame algo grande con qué romperla.
   Pero Diego le alcanzó un pedazo de coronta.
   -¡Oye! ¿Por qué me alcanzas esto? -dijo el tío- Con esto o voy a romper la olla.
   Entonces Diego le dijo al tío:
   -Será mejor que vayamos a una piedra grande y blanca. Allí golpearás tu cabeza.
   Y lo llevó adonde estaba la piedra, pero ésta no era una piedra de verdad sino la cabeza del viejo, sus pelos eran blancos como la fibra de cabuya. Diego llevó al tío a esa “piedra blanca” para que golpeara su cabeza contra ella. El tío con toda su fuerza dio un golpe con la olla, y ésta se hizo añicos en la cabeza del pobre viejo, que se rompió en cuatro o cinco partes. Los viejos se despertaron asustados y en la confusión el viejo comenzó a golpear a la vieja diciéndole:
   -¡Conque habías guardado la mazamorra diciéndome que era para tu inca! ¿No?
   La cabeza del viejo chorreando leche y sangre no le permitía ver. Mientras tanto el zorro se robó una oveja y así finalmente pudo saciar su hambre con toda una oveja.

                                                                    Recopilado por Max Uhle
                                                             Traducido por Edmundo Bendezú
                                                                    De: Literatura quechua.


EL OSO Y EL ZORRO

   Había una vez en el monte una familia de osos. En la casa vivían el marido, la mujer y una hija. Un día pasó por allí el zorro Pascual y pidió trabajo. El oso aceptó. Y lo trataba muy bien, como si fuera su compadre.
   Cierta vez que estaban yendo a trabajar al campo, el oso le pidió al zorro:
   -Compadre, lleve estas dos lampas, por favor.
   Pero el zorro vivo no las llevó. Cuando ya habían caminado un buen trecho y estaban lejos de la casa, el oso percatándose del olvido, preguntó:
   -¡Compadre! ¿No has traído las lampas?
   A lo que el astuto Pascual contestó:
   -No, compadrito. No las traje, pero no se preocupe, regresaré y traeré las dos.
   Entonces, retornó presuroso a la casa donde la osa y su hija se encontraban solas. Y el zorro gritó:
   -¡Compaaadreee! Me estás haciendo regresar por las dooos, ¿no es cierto?
   A lo que el oso, gritando también, respondió:
   -¡Sí! ¡Por las dooos!
   El muy ladino de Pascual se aprovechó y le hizo el amor a ambas: a la mamá y a la hija. Después que hubo terminado cogió las dos lampas y tranquilamente fue a reunirse con el oso.
   Todo el día trabajaron en la chacra. Y ¡todo el día pasaron hambre! Porque la osa no apareció con la comida.
   Por la tarde, al finalizar las labores, debieron volver a casa, pero Pascual pretextando algo, se quedó en el campo, en tanto el oso muy hambriento, inició el regreso.
   Al llegar, modestísimo, inquirió:
   -Oye, mujer, ¿por qué no trajiste la comida?
   -Y tú, ¿por qué ordenaste que el zorro “se atreviera” con las dos?- replicó ella también muy enojada.
   -¡No! ¡No es verdad!- se sorprendió el oso y enterándose por su esposa de lo ocurrido, salió indignado corriendo tras el zorro tramposo.
   Entonces, lo fue a buscar al cerro.
   -Voy a ir a su cueva y lo voy a esperar ahí dentro- mascullaba vengativo.
   Efectivamente, así lo hizo. Al ubicar la casa del zorro penetró al hueco y esperó echado al fondo en completo silencio.
   Al rato, llegó Pascual, quien sospechando que el oso pudiera estar cerca, empezó a decir frente al cerro unas cuantas frases a modo de saludo:
   -¡Estoy viniendo a mi casa de roca! ¡He llegado a mi casa de roca!- y como nadie le respondiera, en voz alta continuó- ¡Qué raro que el cerro no me haya contestado como siempre: “Ven hijo nomás, entra”. ¡Algo extraño está sucediendo! ¡Probemos otra vez!- y de nuevo se puso a repetir- ¡Estoy viniendo a mi casa de roca! ¡Ya llegué!
   Y el oso que había estado calladito, deseando no ser descubierto, no pudiendo más, desde dentro contestó:
   -¡Ven hijo nomás! ¡Entra a tu casa de roca!
   Pascual riendo se burló.
   -¡Ajá, compadre! ¡Así que estabas aquí durmiendo!- y echó a correr a toda velocidad hacia otra loma.
   El oso salió disparado de la cueva jurando:
   -¡Ahora sí lo voy a atrapar!
   Lo buscó por todas partes, pero el zorro había desaparecido. Hasta que un día en que Pascual se asoleaba tumbado en unos pajonales, lo agarró.
   -¡Compadre! ¡Vamos a la casa!- le exigía.
   -¡No! ¡No puedo ir, compadre! ¡Está muy lejos!- argumentaba el zorro.
   -¡Tiene que venir! ¡Tiene que venir!- continuaba insistente el oso.
   -¡No! ¡No! ¡Está muy lejos! Nos vamos a cansar caminando.- Y como el oso persistiera, aunque de mala gana, Pascual aceptó- Bueno. Iremos. Pero mejor vayamos por arriba, volando.
   -¡Imposible!- exclamó el oso- ¡Nosotros no sabemos volar!
   A lo que el zorro replicó:
   -¿Ve usted esas avecillas, los lequechos? Ellos están caminando por los aires, tal como yo les enseñé. Entonces, iremos por lo alto.
   Y arrancando unas pajas, se las amarró a los brazos y empezó a aletear.
   -Si usted quiere, compadre, vaya a pie. Yo iré por delante volando.
   El oso temiendo cualquier cosa si el zorro llegaba antes, se animó y aceptó volar. Entonces, el zorro amarró también pajas a sus brazos, diciéndole.
   -Vamos a subir hasta la punta de esa loma. De allí lo empujaré para que vuele. Yo volaré por detrás suyo.
   El oso efectivamente trepó el cerro y el Pascual, retrocediendo, tomó gran impulso y le dio un tremendo empujón.
   ¡El compadre oso no voló! Sino que cayó en el barranco y se murió.
   El zorro se las ingenió para quedarse con su mujer y su hija, y siguió viviendo así nomás.

                                              De: Cuentos de nuestros abuelos quechuas
                               Recopilado de comunidad campesina por Cecilia Granadino.


EL ZORRO Y EL CÓNDOR

   Un cóndor contemplaba el paisaje de la cordillera nevada, de pie en un peñasco. Estaba feliz, porque con la primavera le había brotado un hermoso plumaje.
   Al verlo, el zorro se le acercó y luego de saludarlo le dijo:
   -¡Qué linda su espalda, tío! ¡Blanca como la nieve!
   El orgulloso rey de los andes apenas le hizo caso y con desgano le respondió:
   -¿Te gusta?
   -Mucho, tío… Yo quisiera que mi espalda fuera igual.
   -Es fácil- le respondió el cóndor-. Si quieres te ayudo.
   En la noche subieron hasta la cumbre de una montaña, donde la nieve era abundante.
   -Si quieres que tu espalda sea blanca, tienes que echarte sobre el hielo, boca arriba-, le dijo el cóndor.
   El zorro, feliz porque su deseo se cumpliría, se tumbó de espaldas sobre el hielo.
   De rato en rato, el rey de los andes le preguntaba si sentía frío, y el zorro le decía que no. ¡Tan grande era su deseo de tener una espalda blanca que negaba sentir frío! Porque en verdad estaba tiritando.
   Las horas fueron pasando. A la madrugada, el cóndor le volvió a preguntar. Y el desventurado zorro apenas le dijo un débil no. Al amanecer ya no le contestó. El pobre hacía rato que se había muerto.

                                                                     Cuento tradicional ancashino
                                                                            Marcos Yauri Montero


EL ZORRO Y EL DILUVIO

   En tiempos remotos, el mundo estuvo a punto de desaparecer. Resulta que un llama se enteró que el mar había decidido inundar todo. El llama lloraba y lloraba. Cuando su dueño lo escuchó llorar, lo golpeó muy enojado porque no encontraba razón alguna para sus lágrimas. Entonces el animalito como humano empezó a hablar:
   -Durante cinco días el mar inundará todo y todo perecerá.
   El hombre asustado, inmediatamente alistó comida como para cinco días, cogió su llama y con su familia se fueron hasta un lugar muy alto: el cerro Huillcacoto. Grande fue su sorpresa al ver que en la punta de este cerro estaban apiñados el puma, el huanaco, el cóndor, la serpiente, el zorro y todos los otros animales.
   Al poco tiempo el agua empezó a caer y caer y los animales y hombres apretados se aferraban a la vida en la punta del Huillcacoto, ellos sabían que allí el agua no les alcanzaría. A pesar de todo, sí hubo uno que se mojó. El asustadizo zorro por más que trepaba, incluso sobre los otros animales, resbalaba, volvía a subir y resbalaba. Preocupado en no caer dejó su rabo colgado hasta que el agua logró tocar el extremo de su cola y lo mojó, por esa razón se volvió negra.  
   Después de cinco días el agua bajó y secó. El mar había matado a todos los hombres y animales, salvo los que estuvieron en la punta del Huillcacoto (entre ellos el descuidado zorro). Ellos se encargaron de poblar nuevamente el mundo.

                           Versión anónima tomada de Dioses y hombres de Huarochirí
                                          El título del fragmento es del compilador


LA ZORRA Y LA PARIGUANA

Dicen que antiguamente hablaban los animales y las plantas, en ese tiempo una zorra que recién había retenido sus crías, viendo los hijos de la pariguana en colores quiso que sus hijos sean parecidos, por lo que fue a preguntar a la pariguana ,cómo hace para que sus hijos sean de tan bonitos colores, a lo que la pariguana respondió , que eso era fácil y que si desea puede hacer un horno de terrones como para la huatia de papa, tendría que atizar hasta que el horno esté bien caliente, luego lo pone allí a sus hijos y lo tapa con tierra, y debe esperar que reviente tres veces, y cada reventón significaba una figura. Así esperó hasta que reviente tres veces destapando los terrones encontró que sus hijos estaban achicharrados, entonces llorando se fue en busca de la pariguana para vengarse, merodeó por las orillas del lago donde estaba la pariguana, pero no pudo entrar al agua, entonces pensó que tomando todo el agua podía atrapar a la pariguana, a lo que por tanto tomar agua se le abultó tanto su estómago, por lo que estuvo correteando, y como allí había muchas espinas decía.-Pinchamë paja bravas, pínchame espina, a lo que al momento al pasar por las chilliwas se pinchó con una espina por lo que se reventó el estómago del animal muriendo al instante.
Nunca seamos envidiosos ni ambiciosos.

                                                                          Narrado por Gumercinda Sahua


LA ZORRA Y LA LUNA

   Para las manchas de la Luna decían (los incas) otra fábula. (…) Dicen que una zorra se enamoró de la Luna viéndola tan hermosa, y que, por visitarla, subió al cielo, y cuando quiso echar mano della, la luna se abrazó con la zorra  y la pegó a sí, y que desto se le hicieron las manchas.

                                                                De:Comentarios Reales de los Incas
                                                                            Inca Garcilaso de la Vega


   Continuará…



                                                   Morada de Barranco, 30 de noviembre de 2012.





BREVEDADES

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                            Con frecuencia escucho elogiar la brevedad…
                                       Augusto Monterroso



   Decía Baltasar Gracián, ese consumado pesimista en su ya famosa máxima: “Lo bueno, si breve, dos veces bueno”. La brevedad. Cuando se habla de ella viene a mi mente, entre otras cosas, el haiku, diminuto poema de origen japonés, extremadamente sutil que más que decir sugiere (en realidad calla). Llama la atención cómo en apenas tres versos que suman diecisiete sílabas, un haijin (poeta de haikus) puede sumergirse en insondables profundidades y silencios y capturar la eternidad de los instantes. Sino leamos algunos de ellos:

Viejo y enfermo
mis sueños caminan
en campos muertos



En la campana del templo
descansa dormida
una mariposa.



Lluvia de mayo:
es hoja de papel
el mundo entero.



El ciruelo florece
y canta el ruiseñor,
pero estoy solo.



La diminuta
yerba también se seca
entre las piedras.



¡Qué pronto prende
y qué pronto se apaga
una luciérnaga!



Aroma de ciruelo,
y de pronto el sol sale:
senda del monte.



¿Es que a la rama
vuelve la flor caída?
¡Si es mariposa!



Vieja es la mariposa,
mas sobre los crisantemos
su alma juguetea.



Lluvia de verano:
miles de palabras
sin sacar mi pluma.






   Si hablamos de brevedad, es ineludible mencionar algunos textos de Augusto Monterroso (conocido por su “tendencia al laconismo”), por ejemplo, su archiconocido cuento de una línea (algunos le llaman el cuento más corto del mundo):


EL DINOSAURIO

Cuando despertó, el dinosaurio estaba allí.


   O este otro texto del mismo Monterroso de apenas dos líneas:


TE CONOZCO, MASCARITA

   El humor y la timidez generalmente se dan juntos. Tú no eres la excepción. El humor es una máscara y la timidez otra. No dejes que te quiten las dos al mismo tiempo.


   Uno que releo y en el que me abandono a su ironía presente incluso en el título:


EL MUNDO

   Dios todavía no ha creado el mundo; solo está imaginándolo, como entre sueños. Por eso el mundo es perfecto, pero confuso.


   Pero quizá el texto que más le celebro es uno de antología, ironía pura:


FECUNDIDAD

Hoy me siento un Balzac; estoy terminando esta línea.





   En esa línea de la brevedad viene a mi recuerdo un fecundo escritor español a quien yo admiro y leo cada que puedo (que es casi siempre). Me refiero a Ramón (¿es que hay otro Ramón?) Gómez de la Serna, aventurero de la imaginación y del humor, creador de la greguería a quien el mismo definió brevemente como: “Humorismo más metáfora, igual a greguería”. He aquí una pequeña muestra de su ingenio:


El teléfono es el despertador de los despiertos.


La palmera ancla la tierra al cielo.


¿Hay peces en el sol? Sí, pero fritos.


Como daba besos lentos duraban más sus amores.


El jabón es el pez más difícil de pescar dentro del agua.


El libro es un pájaro con más de cien alas para volar.


Los ríos no saben su nombre.


Después del eclipse, la luna se lava la cara para quitarse el tizne.


El manco de los dos brazos se quedó en chaleco para toda la vida.


Muchas algas en la playa: el mar se está quedando calvo.





   He citado algunos textos cuyo elemento común es la brevedad: poemas, cuentos, greguerías… Ahora quiero citar a otra manifestación de la brevedad, me refiero a los resúmenes. En este caso voy a transcribir un par de ejemplos de cómo brevemente se hace resumen de una obra monumental como El Ulises de James Joyce (acude al recuerdo los dos tomos que poseo de esta novela). He aquí el texto:


ULISES

   Stephen, intelectual, símbolo del éxito intelectual, ironiza sobre la liturgia, conversa con un filisteo. Contempla filosóficamente el mar. Leopold, judío pequeño-burgués, símbolo del exilio carnal, marido traicionado y domado de Molly, va en la búsqueda inmeditada de una paternidad insatisfecha. Come riñones, va al baño turco, asiste a un funeral, visita un periódico, desayuna, entra en la biblioteca donde entrevé a Stephen hablando de Shakespeare, vaga por la calle, bebe en un bar, pelea en la taberna, se masturba en la playa, visita a una parturienta, y finalmente encuentra en el burdel a Stephen y se lo lleva a su casa donde descubre que sus cajones están poblados como el mundo, del cual, en el fondo, todo el libro reproduce la estructura, representado poco a poco por medio del lenguaje, verdadero protagonista de la historia: las partes del cuerpo, los capítulos de La Odisea, las técnicas literarias, las ciencias, las artes, los símbolos arquetípicos.
   Mientras tanto Molly, semidormida, fantasea con amores pasados y tal vez con un futuro con Stephan, de modo que se pueda completar una oscura y blasfema relación trinitaria. Los hechos de la novela no cuentan tanto por lo que son, sino en cuanto aparecen y se concatenan en el monólogo mental de los protagonistas.

                                                           Umberto Eco




   Mucho más breve aún es este resumen de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust (novela editada en siete tomos como lo es en la ya clásica versión de Alianza Editorial):


EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO

   Swann, rico amante del arte que frecuenta a los aristócratas, entre ellos a los Guermantes, se enamora de una cocotte, Odette de Crècy, y se casa con ella. Marcel, joven achacoso y sensible, se enamora de Gilberte –hija de aquellos- y después de Albertine, en la cual sospecha tendencias sáficas. Uno de los Guermantes, el barón de Charlus, se enamora del músico Morel. Atormentadas pasiones, marcadas por los celos y por la imposibilidad de conocer a quien se ama. También gustos, reputaciones y ambientes son mutables, inasibles. Biche se transforma en el gran Elsir, Cottard en un médico famoso, el ídolo de las mujeres. Saint-Loup, es homosexual: Odette y la ridícula Madame Verdurin llegan a emparentarse con los Guermantes.
   Solo en el tiempo y en la memoria que reajusta su fluir, lo que está perdido en el presente adquiera realidad y sentido: a tal reencuentro Marcel, convertido en escritor, dedicará la vida.
                                                                                                   Giovanni Raboni





   No quisiera extenderme más para no traicionar el espíritu de la brevedad. Esta entrada no es, obviamente, un tratado sobre ella, es apenas una pequeña selección de la brevedad en algunos textos (básicamente literarios). Quiero para terminar citar este texto de Augusto Monterroso, justamente sobre este asunto que hoy me cupo tratar:


LA BREVEDAD

   Con frecuencia escucho elogiar la brevedad y, provisionalmente, yo mismo me siento feliz cuando oigo repetir que lo bueno, si breve dos veces bueno.

   Sin embargo, en la sátira 1, I, Horacio se pregunta, o hace como que le pregunta a Mecenas, por qué nadie está contento con su condición, y el mercader envidia al soldado y el soldado al mercader. Recuerdan, ¿verdad?

   Lo cierto es que el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir interminablemente largos textos, largos textos en que la imaginación no tenga que trabajar, en que hechos, cosas, animales y hombres se crucen, se busquen o se huyan, vivan, convivan, se amen o derramen libremente su sangre sin sujeción al punto y coma, al punto.

   A ese punto que en este instante me ha sido impuesto por algo más fuerte que yo, que respeto y que odio.





   Continuará…



                                                   Morada de Barranco, 19 de diciembre de 2012.


SE ACERCA LA NAVIDAD...

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                                                                                   ¡Qué buena la noche buena!
                                                                                          Luis Valle Goicochea




   Estoy de vacaciones. La Navidad se acerca, los preparativos en casa y en la de mis padres continúan. Entre tanto hago los nacimientos (también conocidos como belenes), dos, me embarco en la lectura de algunos libros que brindan buena compañía en los momentos de descanso (por ejemplo en los tranquilos y silenciosos amaneceres): Leyendas medievales de Hermann Hesse; las memorias de Luis Buñuel titulado Mi último suspiro; Tríptico de Augusto Monterroso; Poesía completa de Edith Södergran (en traducción de Renato Sandoval Bacigalupo), son estos libros cuyas páginas “escucho con mis ojos”.














  Pero también aprovecho de estas vacaciones que se iniciaron hace unos días y visiono ciertos films, algunos por segunda o tercera vez (o quizás más), otros por vez primera. La lista es amplia como amplio es el deseo por cumplir con mis citas impostergables con el cine, aunque sea en casa: ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra (1946); Fantasía de Walt Disney (1940); La Diligencia (1939), El hombre quieto (1952 ), El hombre que mató a Liberty Valance (1962), estos tres de John Ford; Río Bravo de Howard Hawks (1959); Cuento de otoño de Eric Rohmer (1998); El sabor del sakede Yasujiro Ozu (1962); Carnage, la última película de Roman Polanski (2011).














   En estos últimos días he hablado mucho con mamá Tina, mi madre. Recuerdos de infancia, de los abuelos, de Lucre, del Cusco. Le pregunto cómo es que celebran la Navidad en Lucre, en todo caso, cómo lo celebraban. Me dice que con mucho fervor, que no habían (como durante tanto tiempo creí) muchos nacimientos o belenes en Lucre, pero que en la noche del 24 de diciembre, los jóvenes (varones y mujeres) iban a las casas que tenían belenes y cantaban y danzaban frente al nacimiento, en homenaje al Niño Manuelito. Los dueños de casa, muy agradecidos, invitaban chocolate (un preparado con leche, azúcar, canela y clavo de olor) y algunos dulces a los jóvenes visitantes.











   Me cuenta de un Niño paradito y lloroso, de manufactura colonial, que perteneció a mi bisabuela, quien ante el requerimiento de los habitantes del barrio de Yanamanchi (en Lucre), se los prestaba para que lo adoraran y celebraran en Nochebuena y Navidad. Al día siguiente, muy de mañana, los de Yanamanchi se aparecían en casa de la bisabuela con una enorme canasta llena de panes en agradecimiento por el préstamo del Niño Manuelito… Los recuerdos continúan y avivan en mí el deseo por investigar cómo celebran la Navidad en los diversos pueblos de los Andes del Perú.











   Así llegó a mis manos un texto navideño del grandísimo escritor peruano Ciro Alegría (autor de tres novelas: La serpiente de oro (1935), Los perros hambrientos (1938) y El mundo es ancho y ajeno (1941), una nouvelle poco conocida pero magistral titulada Siempre hay caminos,publicado un tiempo después de su muerte y el inolvidable cuento Calixto Garmendia). Leo el escrito y me conmuevo. Encuentro algunos detalles semejantes a los recuerdos de mi madre: el fervor, la ternura, la ingenuidad. Solo que el relato corresponde a la sierra norte del Perú (La Libertad). Quiero compartirlo en vista de la cercanía de las fiestas. Este es el texto:



  

NAVIDAD EN LOS ANDES


   Marcabal Grande, hacienda de mi familia, queda en una de las postreras estribaciones de los Andes, lindando con el río Marañón. Compónenla cerros enhiestos y valles profundos. Las frías alturas azulean de rocas desnudas. Las faldas y llanadas propicias verdean de sembríos, donde hay gente que labre, pues lo demás es soledad de naturaleza silvestre. En los valles aroman el café, el cacao y otros cultivos tropicales, a retazos, porque luego triunfa el bosque salvaje. La casa hacienda, antañona construcción de paredes calizas y tejas rojas, álzase en una falda, entre eucaliptos y muros de piedra, acequias espejeantes y un huerto y un jardín y sembrados y pastizales. A unas cuadras de la casa, canta su júbilo de aguas claras una quebrada y a otras tantas, diseña su melancolía de tumbas un panteón. Moteando la amplitud de la tierra, cerca, lejos, humean los bohíos de los peones. El viento, incansable transeúnte andino, es como un mensaje de la inmensidad formada por un tumulto de cerros que hieren el cielo nítido a golpe de roquedales.
   Cuando era niño, llegaba yo a esa casa cada diciembre durante mis vacaciones. Desmontaba con las espuelas enrojecidas de acicatear al caballo y la cara desollada por la fusta del viento jalquino. Mi madre no acababa de abrazarme. Luego me masajeaba las mejillas y los labios agrietados con manteca de cacao. Mis hermanos y primos miraban las alforjas indagando por juguetes y caramelos. Mis parientes forzudos me levantaban en vilo a guisa de saludo. Mi ama india dejaba resbalar un lagrimón. Mi padre preguntaba invariablemente al guía indio que me acompañó si nos había ido bien en el camino y el indio respondía invariablemente que bien. Indio es un decir, que algunos eran cholos. Recuerdo todavía sus nombres camperos: Juan Bringas, Gaspar Chiguala, Zenón Pincel. Solían añadir, de modo remolón, si sufrimos lluvia, granizada, cansancio de caballos o cualquier accidente. Una vez, la primera respuesta de Gaspar se hizo más notable porque una súbita crecida llevóse un puente y por poco nos arrastra el río al vadearlo. Mi padre regañó entonces a Gaspar:
   - ¿Cómo dices que bien?
   - Si hemos llegao bien, todo ha estao bien-, fue su apreciación.
   El hecho era que el hogar andino me recibía con el natural afecto y un conjunto de características a las que podría llamar centenarias y, en algunos casos, milenarias.
   Mi padre comenzaba pronto a preparar el Nacimiento. En la habitación más espaciosa de la casona, levantaba un armazón de cajones y tablas, ayudado por un carpintero al que decían Gamboyao y nosotros los chicuelos, a quienes la oportunidad de clavar o serruchar nos parecía un privilegio. De hecho lo era, porque ni papá ni Gamboyao tenían mucha confianza en nuestra destreza.
   Después, mi padre encaminábase hacia alguna zona boscosa, siempre seguido de nosotros los pequeños, que hechos una vocinglera turba, poníamos en fuga a perdices, torcaces, conejos silvestres y otros espantadizos animales del campo. Del monte traíamos musgo, manojos de unas plantas parásitas que crecían como barbas en los troncos, unas pencas llamadas achupallas, ciertas carnosas siemprevivas de la región, ramas de hojas olorosas y extrañas flores granates y anaranjadas. Todo ese mundillo vegetal capturado, tenía la característica de no marchitarse pronto y debía cubrir la armazón de madera. Cumplido el propósito, la amplia habitación olía a bosque recién cortado.
   Las figuras del Nacimiento eran sacadas entonces de un armario y colocadas en el centro de la armazón cubierta de ramas, plantas y flores. San José, la Virgen y el Niño, con la mula y el buey, no parecían estar en un establo, salvo por el puñado de paja que amarilleaba en el lecho del Niño. Quedaban en medio de una síntesis de selva. Tal se acostumbraba tradicionalmente en Marcabal Grande y toda la región. Ante las imágenes relucía una plataforma de madera desnuda, que oportunamente era cubierta con un mantel bordado, y cuyo objeto ya se verá.
   En medio de los preparativos, mamá solía decir a mi padre, sonriendo de modo tierno y jubiloso:
   - José, pero si tú eres ateo…
   - Déjame, déjame, Herminia, replicaba mi padre con buen humor-, no me recuerdes
     eso ahora y…a los chicos les gusta la Navidad…
   Un ateo no quería herir el alma de los niños. Toda la gente de la región, que hasta ahora lo recuerda, sabía por experiencia que mi padre era un cristiano por las obras y cotidianamente.
   Por esos días llegaban los indios y cholos colonos a la casa, llevando obsequios, a nosotros los pequeños, a mis padres, a mi abuela Juana, a mis tíos, a quien quisieran elegir entre los patrones. Más regalos recibía mamá. Obsequiábannos gallinas y pavos, lechones y cabritos, frutas y tejidos y cuantas cosillas consideraban buenas. Retornábaseles la atención con telas, pañuelos, rondines, machetes, cuchillas, sal, azúcar…Cierta vez, un indio regalóme un venado de meses que me tuvo deslumbrado durante todas las vacaciones.
   Por esos días también iban ensayando sus cantos y bailes las llamadas “pastoras”, banda de danzantes compuesta por todas las muchachas de la casa y dos mocetones cuyo papel diré luego.
   El día 24, salido el sol apenas, comenzaba la masacre de animales, hecha por los sirvientes indios. La cocinera Vishe, india también, a la cual nadie le sabía la edad y mandaba en la casa con la autoridad de una antigua institución, pedía refuerzos de asistentes para hacer su oficio. Mi abuela Juana y mamá, con mis tías Carmen y Chana, amasaban buñuelos. Mi padre alineaba las encargadas botellas de pisco y cerveza, y acaso alguna de vino, para quien quisiese. En la despensa hervía roja chicha en cónicas botijas de greda. Del jardín llevábanse rosas y claveles al altar, la sala y todas las habitaciones. Tradicionalmente, en los ramos entremezclábanse los colores rojo y blanco. Todas las gentes y las cosas adquirían un aire de fiesta.
   Servíase la cena en un comedor tan grande que hacía eco, sobre una larga mesa iluminada por cuatro lámparas que dejaban pasar una suave luz a través de pantallas de cristal esmerilado. Recuerdo el rostro emocionadamente dulce de mi madre, junto a una apacible lámpara. Había en la cena un alegre recogimiento aumentado por la inmensa noche, de grandes estrellas, que comenzaba junto a nuestras puertas. Como que rezaba el viento. Al suave aroma de las flores que cubrían las mesas, se mezclaba la áspera fragancia de los eucaliptos cercanos.
   Después de la cena pasábamos a la habitación del Nacimiento. Las mujeres se arrodillaban frente al altar y rezaban. Los hombres conversaban a media voz, sentados en gruesas sillas adosadas a las paredes. Los niños, según la orden de cada mamá, rezábamos o conversábamos. No era raro que un chicuelo demasiado alborotador, se lo llamara a rezar como castigo. Así iba pasando el tiempo.
   De pronto, a lo lejos sonaba un canto que poco a poco avanzaba acercándose. Era un coro de dulces y claras voces. Deteníase junto a la puerta. Las “pastoras” entonaban una salutación, cantada en muchos versos. Recuerdo la suave melodía. Recuerdo algunos versos:


En el portal de Belén
hay estrellas, sol y luna;
a Virgen y San José
y el niño que esta en la cuna.
Niñito, por qué has nacido
en este pobre portal,
teniendo palacios ricos
donde poderte abrigar…


   Súbitamente las “pastoras” irrumpían en la habitación, de dos en dos, cantando y bailando a la vez. La música de los versos había cambiado y estos eran más simples.
   Cuantas muchachas quisieron formar la banda, tanto las blancas hijas de los patrones como las sirvientas indias y cholas, estaban allí confundidas. Todas vestían trajes típicos de vivos colores. Algunas ceñíanse una falda de pliegues precolombina, llamada anaco. Todas llevaban los mismos sombreros blancos adornados con cintas y unas menudas hojas redondas de olor intenso. Todas calzaban zapatillas de cordobán. Había personajes cómicos. Eran los “viejos”. Los dos mocetones habíanse disfrazado de tales, simulando jorobas con un bulto de ropas y barbazas con una piel de chivo. Empuñaban cayados. Entre canto y canto, los “viejos” lanzaban algún chiste y bailaban dando saltos cómicos. Las muchachas danzaban con blanda cadencia, ya en parejas o en forma de ronda. De cuando en vez, agitaban claras sonajas. Y todo quería ser una imitación de los pastores que llegaron a Belén, así con esos trajes americanos y los sombreros peruanísimos. El cristianismo hondo estaba en una jubilosa aceptación de la igualdad. No había patrona ni sirvientitas y tampoco razas diferenciadoras esa noche.
   La banda irrumpía el baile para hacer las ofrendas. Cada “pastora” iba hasta la puerta, donde estaban los cargadores de los regalos y tomaba el que debía entregar. Acercándose al altar, entonaba un canto alusivo a su acción.


- Señora Santa Ana,
¿por qué llora el Niño?
-Por una manzana
que se le ha perdido.
-No llore por una,
yo le daré dos:
una para el Niño
y otra para vos.


   La muchacha descubríase entonces, caía de rodillas y ponía efectivamente dos manzanas en la plataforma que ya mencionamos. Si quería dejaba más de las enumeradas en el canto. Nadie iba a protestar. Una tras otra iban todas las “pastoras” cantando y haciendo sus ofrendas. Consistían en juguetes, frutas, dulces, café y chocolate, pequeñas cosas bellas hechas a mano. Una nota puramente emocional era dada por la “pastora” más pequeña de la banda. Cantaba:


A mi niño Manuelito
todas le trae un don
Yo soy chica y nada tengo,
le traigo mi corazón.


   La chicuela arrodillábase haciendo con las manos el ademán del caso. Nunca faltaba quien asegurara que la mocita de veras parecía estar arrancándose el corazón para ofrendarlo.
   Las “pastoras” íbanse entonando otros cantos, en medio de un bailecito mantenido entre vueltas y venias. A poco entraban de nuevo, con los rebozos y sombreros en las manos, sonrientes las caras, a tomar parte en la reunión general.
   Como habían pasado horas desde la cena, tomábase de la plataforma los alimentos y bebidas ofrendados al Niño Jesús. No se iba a molestar el Niño por eso. Era la costumbre. Cada uno servíase lo que deseaba. A los chicos nos daban además los juguetes. Como es de suponer, las “pastoras” también consumían sus ofrendas. Conversábase entre tanto. Frecuentemente, pedíase a las “pastoras” de mejor voz, que cantaran solas. Algunas accedían. Y entonces todo era silencio, para escuchar a una muchacha erguida, de lucidas trenzas, elevando una voz que era a modo de alta y plácida plegaria.
   La reunión se disolvía lentamente. Brillaban linternas por los corredores. Me acostaba en mi cama de cedro, pero no dormía. Esperaba ver de nuevo a mamá. Me gustaba ver que mi madre entraba caminando de puntillas y como ya nos habían dado los juguetes, ponía debajo de mi almohada un pañuelo que había bordado con mi nombre. Me conmovía su ternura. Deseaba yo correspondérsela y no le decía que la existencia había empezado a recortarme los sueños. Ella me dejó el pañuelo bordado, tratando de que yo no despertara, durante varios años.


Ciro Alegría (1909-1967)

Tomado del libro Panki y el Guerrero,
Lima, Colección infantil “Ciro Alegría”, 1968.








   Solo me queda desear una feliz Navidad y un buen año 2013.









   Continuará…


                                            Morada de Barranco, 23 de diciembre de 2012.


____________________
Las fotos de Lucre son de mi hermano Arturo.


BREVES COMENTARIOS DESPUÉS DE LAS FIESTAS

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                                                                               Una antigua nostalgia.
                                                                                  Enrique Peña Barrenechea



   Las fiestas han pasado y una estela de nostalgia queda. Es inevitable. Luego de largos preparativos y de muchas expectativas somos invadidos por esta sensación de tristeza (algunos la llaman depresión postnavideña). Con todo, debo reconocer que esta Navidad fue buena, quizá mejor que en otras ocasiones, por lo menos más relajada y sin las preocupaciones que empañaban un poco las fiestas de años anteriores.




   El 24 de diciembre, a poco de las doce, la familia reunida en pleno (mis padres, mis hermanos, Rita, Kathia y yo) en la acogedora casa de mis padres: en una esquina de la sala el árbol navideño (el tannenbaum) hermosamente adornado, colorido: una fiesta de alegría y luces para todo aquel que se detuviera a verlo, obra de mi hermano Arturo. Frente al árbol, el nacimiento (o belén) de tamaño descomunal que cubre parte de las paredes de casa y una buena parte del piso de la sala: cargado de imágenes y luces, de detalles que le dan un particular encanto, ¿es gigantesco?, sí, pero sobre todo superrealista: muchas de las imágenes no guardan proporción una con otra, y no es que se vea mal, diría que es característica de los belenes la diversidad de tamaños de sus figuras.




   Llegada la medianoche, vienen los fuegos artificiales, los abrazos, el brindis y los regalos. Discrepo de aquellos “puristas” que se rasgan las vestiduras y sostienen que la Navidad se ha materializado, que ahora se preocupan más de las compras y de los regalos, que han dejado atrás el verdadero espíritu de la navidad. No negaré que en parte tienen razón. Pero creo yo que si un regalo lo entregas con sinceridad, con afecto, no estás desvirtuando para nada el espíritu de esta fiesta.




   Por ejemplo, si hablamos de mi familia, comentaré que los regalos navideños son producto de concienzudos y sagaces sondeos. En otras palabras, no se regala por regalar. Es aquí donde hacen su presencia los libros. Porque si algo se regala en casa son libros. Precisamente de ellos, por lo menos de algunos, quiero hablar.




   Este año recibí como presentes navideños varios libros, cinco libros (en realidad cinco títulos), no es poca cosa (aunque uno de estos títulos fuera un auto regalo). Algunos libros que venía “persiguiendo” hace muchos años llegaron esta vez a mis manos de una manera tan sencilla, sobre todo si pienso en aquellas horas de infructuosa búsqueda (de años anteriores) en las que regresaba agotado a casa pero con las ganas intactas de ponerle los ojos a las páginas y líneas de ciertas obras. Sin embargo, en esta oportunidad aparecieron de una manera tan natural, tan sencilla que no me ha dejado de sorprender.




   Uno de esos libros (título, en realidad) es un (lo decía) auto regalo. Son cuatro tomos que literalmente voy devorando, me refiero a las Obras Completas de Stefan Zweig, libros que de manera impensada llegaron a mis manos, cuando más bien buscaba otros libros para regalar a mis hermanos. Pero cuando vi en la estantería los cuatro tomos elegantes, empastados en cuero, no lo pensé dos veces y con una cantidad de dinero no muy onerosa pasaron a formar parte de mi biblioteca (bendita calle Quilca, deparas cada sorpresa).







   Justamente en la calle Quilca hallé, el mismo día que encontré las obras de Zweig, un libro que desde hacía muchísimos años venía buscando, hablo de Mi último suspiro, las memorias de Luis Buñuel. Recuerdo que hace unos veintidós años lo vi en la biblioteca de un amigo poeta en una magnífica edición de lujo. Jamás me atreví a pedírselo prestado. Doce años después lo tuve en mis manos, fue en un stand de la Feria del Libro Ricardo Palma (el de Miraflores), lamentablemente el dinero que había llevado no fue suficiente. Lo dejé medio camuflado y con la idea de regresar al día siguiente para comprarlo. Al día siguiente, cuando regresé, no lo encontré, había sido vendido. Desde entonces jamás lo volví a ver, hasta hace unos días en que pregunté por él y el vendedor lo sacó inmediatamente. Iba a ser junto con las obras de Stefan Zweig mi auto regalo de Navidad, pero las ganas de leerlo provocaron que ya no fuera así, desde entonces lo disfruto en largas horas de lectura, de buena compañía, podría decirlo.




   Con la obras de Zweig (y el libro de Buñuel) me llegaron también (estos sí regalos de mis hermanos) Escritores de cine de José María Aresté; Cuentos populares españoles en edición de José María Guelbenzu; un libro que es una delicia y que espera el momento en que pose mis ojos en sus páginas es Los cuentos de hadas clásicos anotados con prólogo y edición de María Tatar y otro libro que sin duda es otra delicia y que espera su momento, me refiero a Los tesoros de ABBA. Así que me esperan días plenos de lectura, de lectura placentera…




   El día transcurre, la noche está ya próxima. Mientras escribo, escucho algunas piezas musicales para piano y cello de Robert Schumann (me abandono, es inevitable, al Langsam), y pienso en algunos cuentos de Antón Pavlovich Chéjov, por ejemplo ese cuento triste titulado El pabellón Nº 6.¿Nostalgia posnavideña? No. Es la hora del crepúsculo, es la atmósfera que la música crea (De Schumann vibraciones, escribió alguna vez José María Eguren). Pero ya es hora de concluir esta primera entrada del año.









   Continuará…

 
                                                    Morada de Barranco, 10 de enero de 2013.
   

UN DÍA ENTRE POETAS

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                               Ahora, mirando los ojos inmóviles del tiempo.
                                                                             Leopoldo Chariarse



   Llegará el día, supongo, en que contaré todas las peripecias por las que pasamos Willy Gómez Migliaro, Pablo Landeo y yo para conseguir los textos de los diversos poetas peruanos que saldrían publicados en los cuatro números de Tocapus, aquella hermosa revista de poesía que coeditamos llenos de entusiasmo, allá por la primera mitad de la década del 90.




   Tiempos aquellos en los que no se contaba con los beneficios de internet que ha venido a solucionar muchos problemas, por ejemplo el de las distancias. Entre el 93 y el 95, el medio de contacto con los poeta (y con cualquiera) era el teléfono (que no todos tenían, obviamente no hablo de los celulares), y después de lograr su colaboración generosa, ir a las casas o centros de trabajo de los poetas para recoger los poemas que serían publicados. Hoy, todo eso ha sido superado y las cosas son, digamos, un tanto más fáciles y más rápidas.




   Se me hacen inolvidables la manera como logramos los poemas de Rodolfo Hinostroza, Juan Ramírez Ruiz, Vicente Azar, Jorge Pimentel, Carlos Germán Belli, Pablo Guevara, por mencionar a algunos de los poetas que colaboraron con la revista. No podré olvidar cómo es que logré ubicar a Pablo Guevara. Sabía que vivía en Pachacámac, pero no el lugar preciso. Sin conocer el pueblo, me dirigí a él con la esperanza de hallarlo.  Ingenuamente preguntaba por las casi silenciosas calles de Pachacámac por el poeta, nadie parecía conocerlo, hasta que después de mucho preguntar sin hallar respuesta, cuando ya estaba por regresarme, veo a un zapatero remendón en una callecita,  le pregunté por Pablo Guevara y me respondió: “¿Quién, el poeta, el profesor de San Marcos?, él vive a las afueras del pueblo, siga ese sendero y encontrará una casa a medio camino, entre chacras, esa es su casa”. Y lo hallé. Pero como lo dije, llegará el momento en que cuente con detalles la manera como logramos hacernos de las colaboraciones para Tocapus: es una historia larga que amerita una entrada.




   Quiero hablar, en esta ocasión, de ese cada vez más lejano día en que tuve la oportunidad de conocer y relacionarme con un puñado de poetas peruanos en un lapso de tiempo breve, de apenas unas cuantas horas. Hablo de un día de mediados de diciembre de 2002. Hacía muy poco había salido, En el barranco, mi primer libro y estaba en todo el proceso de entregar un ejemplar a ciertos poetas por quienes sentía admiración.







   Ocurrió que me enteré que el poeta Leopoldo Chariarse estaba en Lima e iba a ofrecer un recital en el Centro Cultural de Miraflores. No recuerdo si en la mesa iba a estar solo o tendría la compañía de otros poetas. Resolví asistir al recital y entregarle mi libro. Pero decidí matar varios pájaros de un tiro. Fue así que salí de casa a eso de las cuatro de la tarde, me dirigí a Miraflores premunido de varios ejemplares en mi morral. Mi idea era pasar, primero, por las casas de algunos poetas para dejarles mi libro y luego ir al centro cultural.




   Recuerdo que al primer poeta que visité fue al poeta Antonio Cisneros, él vivía en la calle Roma. Yo lo había visto, por primera vez y a lo lejos, entregar el premio de los Juegos Florales de San Marcos a Magdalena Chocano a comienzos de los ochenta en un teatro del centro de Lima; después lo vería (algo más seguido) el año 83 cuando yo asistía emocionado a unas charlas en el centro de Lima donde participaban no solo Cisneros sino también Francisco Bendezú y Leopoldo Chariarse. Recuerdo haber conversado con el poeta pidiendo su colaboración para Tocapus (creo que dos o tres veces).  Al llegar a su casa, algo impaciente toqué el timbre, parecía que no había nadie, intenté en varias oportunidades y nadie respondía. De pronto, escuché a lo lejos una voz que se dirigía a mí: era el poeta que en la vereda de enfrente compraba algo (probablemente cigarros) en una tienda. Cruzó la pista, me estrechó la mano. No recuerdo qué le dije, él sonreía y al entregarle mi libro, me agradeció cordialmente. Conversamos sobre algunas cosas circunstanciales, sin mayor importancia, luego estreché su mano para despedirme, me deseó suerte y me marché.




   Como sabía que el poeta Washington Delgado vivía muy cerca, fui a su casa. Me atendió una señora que gentilmente me hizo pasar. El poeta sabio se encontraba en medio de su biblioteca impresionante (los estantes atiborrados de libros cubrían todas las paredes), cómodamente instalado tras su escritorio, me invitó a sentarme. Era la segunda vez que estaba allí, la primera fue cuando fui a recoger sus poemas que saldrían en Tocapus.No hablamos mucho, apenas unas cuantas palabras, un comentario al aire, la coincidencia de nuestra coterraneidad… luego le entregué mi libro. Recuerdo que gentilmente me dijo que lo leería. Me retiré estrechando la cálida mano del poeta. Sería la última vez que lo vería.




   Era una tarde soleada, lo recuerdo bien, caminé por varias calles haciendo hora hasta llegar a la avenida Larco, ubiqué el Centro Cultural de Miraflores. Una vez allí, estaba viendo unos afiches en el hall cuando una voz potente dice: “¡Orlando Granda!”, giro y descubrí que quien me hablaba era el poeta José Pancorvo, amigo muy querido y generoso con el que compartí algunas horas de conversación en su casa de Barranco. Al enterarse, José,  de por qué estaba allí me dijo: “Chariarse está hospedado en un hotel muy cerca de aquí, si quieres vamos y te lo presento”. Acepté.




   Nos encaminamos al hotel cuyo nombre he olvidado. Leopoldo estaba en el hall del hotel con el  poeta Alfonso Cisneros Cox (recuerdo que él estaba acompañado de una bella chica). Cuando nos acercábamos, no sé por qué razón, Chariarse se pone de pie y se aleja, al rato regresaría. Mientras tanto, José Pancorvo me presentó a Cisneros Cox, algo conversamos, ya no recuerdo qué, supongo que de literatura japonesa. Él ya era reconocido, entonces,  como un connotado haijin (poeta de haikus). Me llamó la atención la cabellera completamente blanca de Alfonso Cisneros, un hombre relativamente joven por esos tiempos. Recuerdo que le obsequié mi libro que recibió complacido y con una mirada de complicidad con su acompañante. Hace unos pocos años ocurrió su prematura muerte y lo lamenté mucho.  




   Al regresar Leopoldo Chariarse, Pancorvo me lo presentó: un hombre cordial y fino en el trato y con una sorprendente apariencia juvenil. En mi morral había llevado un libro suyo, obsequio de una alumna, me refiero a la primera edición de Los ríos de la noche, del año 1952. Cuando Chariarse vio el ejemplar, se emocionó mucho y me comentó algo que ya sabía: "Este libro tiene un dibujo de Sérvulo Gutierrez". Le pedí una dedicatoria que él con gentileza aceptó.







   Como ya se acercaba la hora de la presentación, nos dispusimos a ir al centro cultural. Era ya de noche. Alfonso Cisneros Cox y su acompañante se despidieron (luego los vería en el auditorio). Leopoldo Chariarse, José Pancorvo y yo nos dirigimos al local caminando entre calles penumbrosas. Cuando intenté ingresar al auditorio con mi morral me lo impidieron, me dijeron que tenía que dejarlo encargado en el hall. No acepté ese hecho, llevaba algunos libros que quería entregar a algunos poetas asistentes. No me lo permitieron, a pesar de mi protesta, incluso José reclamó y hasta el mismo Leopoldo Chariarse protestó. Pero era la regla, así que saqué algunos ejemplares y dejé el morral.




   Una vez adentro, me separé de los dos poetas con los que había ingresado. Estuve varios minutos observando cómo el auditorio poco a poco se iba llenando. Tres o cuatro hileras delante de donde yo estaba divisé al poeta José Watanabe acompañado de su esposa, la poeta Micaela Chirif. A mi mente vino entonces las muchas veces que lo había llamado entre 1993 y 1995 para invitarlo a publicar en Tocapus. Su participación nunca se pudo concretar.  Las conversaciones eran breves, pero de su parte siempre hubo mucha amabilidad. Algo que nunca pude olvidar de esas conversaciones ya lejanas era su voz agitada y débil, yo no sabía que entonces el poeta estaba en tratamiento para luchar contra el cáncer. En una oportunidad, recuerdo que me dijo que lo visitara en su casa que si no me equivoco se encontraba por la avenida Universitaria. Nunca pude ir, cosa que hoy lamento. A diferencia de la vez en que me invitó a visitarlo, esta vez me acerqué, estreché su mano y le entregué mi libro. Recuerdo que me dijo con una voz amable algo que no he olvidado (qué cara me vería): “Quédate para escuchar el recital de los amigos poetas”. Su esposa sonreía. No se me ocurrió otra cosa que decirle: “No, poeta, gracias, suficiente con haberlo visto a usted”  y así como llegué me retiré.







   Ya con mi morral recuperado salí del local y vi que el poeta Marco Martos bajaba de un carro, llevaba un maletín y un gorro. Lo abordé e inmediatamente le obsequié mi libro. El poeta sorprendido me recibió el libro, me agradeció estrechando mi mano, pero notaba que me miraba como tratando de forzar la memoria para recordar si antes me había visto. Supongo que habría olvidado la mañana en que lo visité en su casa de Surco cuando me entregó unos poemas suyos que saldrían publicados en Tocapus. Años después (2010), ya como Presidente de la Real Academia de la Lengua, estaría en la mesa de presentación de un libro mío que había logrado un premio.




   Como a las ocho de la noche llegué a casa. Rita y Kathia me esperaban. Cenamos. De pronto suena el teléfono, era Willy Gómez Migliaro avisándome que iría a mi casa acompañado de Domingo de Ramos. Apenas llegaron decidimos ir a un bar que se encontraba (se encuentra, me corrijo) entre Barranco y Surco. Bebimos algunas cervezas entre conversación y conversación. Cerca a las once salimos del local y nos fuimos a mi casa, Rita y Kathia ya dormían. Cómodamente instalados en la sala seguimos con nuestra charla, hasta que Domingo pidió que leyéramos nuestros poemas, a manera de un recital privado. Lo hicimos. Recuerdo que Willy me pidió que leyera mi poema Piélago.Al borde de la medianoche decidieron, tanto Willy como Domingo, retirarse, debo suponer que a continuar la jornada nocturna en algún local de Barranco.







   Bastante cansado y luego de la experiencia de haber visto a tantos poetas peruanos en un solo día, me metí en el sobre tremendamente agotado, pero muy contento por las experiencias de ese 16 de diciembre de 2002.





   Continuará


                                                         Morada de Barranco, 21 de enero de 2013.


UNA CONVERSACIÓN CON LOS DIFUNTOS

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Al sueño de la vida hablan despiertos.
             Francisco de Quevedo y Villegas
                                                                                                                     


   Acabo de terminar de leer una novela breve de Stefan Zweig, me refiero a Carta de una desconocida. Su intensidad me ha conmovido sobremanera (¡ah!, cómo olvidar el inicio de la carta: Mi hijo ha muerto ayer. Durante tres días y tres noches he estado luchando con la muerte, queriendo salvar esta pequeña y tierna vida...). Ando cavilando, de rato en rato,  en la sicología de la protagonista, en ese su amor autodestructivo que le llevó a hacer cosas inimaginables, me he preguntado tantas veces ¿cómo pudo…?, y no hallo respuestas, mejor dicho respuestas convincentes: así de misterioso e insondable es el corazón del hombre. Pero es hermosa, terriblemente hermosa esta novela, como lo es Buchmendel, que algunos traducen como Mendel, el de los libros. Ambas obras son de lectura rápida: la sencillez de su lenguaje, la brevedad de estas hace que en poquísimo tiempo demos cuenta de ellas a través de una lectura sin arrepentimientos.


Leía con un ensimismamiento tan impresionante que desde entonces cualquier otra persona a la que yo haya visto leyendo me ha parecido siempre un profano. En Jakob Mendel, aquel pequeño librero de viejo de Galitzia, contemplé por primera vez, siendo joven, el vasto misterio de la concentración absoluta, que hace tanto al artista como al erudito, al verdadero sabio como al loco de remate, esa trágica felicidad y desgracia de la obsesión completa. (1)











   Zweig ha sido desde siempre un autor que he frecuentado. Si bien no contaba, hasta hace muy poco, con la totalidad de su obra, aquellos libros de edición rústica, que logré luego de incansables búsquedas, me han acompañado largos años y fueron testigos de la voracidad con que leía la palabra sencilla y profunda de Stefan Zweig, el gran maese (junto con Stendhal) de mi adolescencia. No descubro nada nuevo, entonces, si digo que Zweig, como Stendhal, fueron autores que les cupo escribir libros cuyo disfrute mayor lo encontramos en la relectura. Es ese el territorio de sus voces.


Tengo para mí que es un deber dar testimonio de nuestra vida densa, dramáticamente colmada de sorpresas, pues –lo repito- cada cual ha sido testigo de esas transformaciones enormes, cada cual se ha visto obligado a ser ese testigo. No había para nuestra generación una escapatoria, un modo de permanecer apartado, como ocurrirá en las generaciones precedentes. (2)













   Confieso que muchos momentos de esa etapa de mi vida (la adolescencia) estuvieron signados por la soledad, la soledad buscada (aclaro) en el afán muy mío de abandonar el mundanal ruido para recorrer desconocidos mundos. Los chistes (tebeos) habían ya cumplido su ciclo, era tiempo de pasar a otros campos: la lectura de libros. Así fueron llegando, algunos de manera fácil, otros con dificultad, pero casi siempre por un sorprendente golpe del azar, los libros en reemplazo de los comics: La lucha contra el demonio; Momentos estelares de la humanidad; Tres maestros; Tres poetas de su vida; Balzac; todos ellos se constituyeron en libros que no solo fueron leídos con voracidad (como dije antes) sino también con devoción.


¿Qué es lo que arrastra a Kleist a esta eterna peregrinación? ¿Qué se propone? No basta a explicarlo la Filología; sus viajes no tienen meta alguna, ni sentido tampoco. No son realmente explicables. Lo que una investigación concienzuda pudiera descubrir como motivos de estos viajes, no son, en realidad, más que pretextos, excusas que da su demonio. (3)









   Hay un soneto de Francisco de Quevedo que un tiempo descubrí en un libro escolar, lo leí y releí hasta que llegó a ocupar un lugar en mi memoria, dice su primera estrofa:


Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.





Escucho con mis ojos a los muertos. Memorable. Con esa precisión matemática, propia de la poesía, Quevedo expresa con una sinestesia aquello que experimentamos cuando leemos: “oímos” la palabra (su música y su silencio) de aquellos, que en algunos casos, ya partieron. Suena contradictorio, es verdad, pero es lo que sucede cada que abrimos un libro y sucumbimos muy a gusto en la marea de las palabras, de las líneas impresas: la voz de los muertos nos invade y nos insufla vida.


Y salí. Me sentía avergonzado ante aquella buena vieja que, en forma tan sencilla y a la vez tan humana, era fiel al desaparecido. Ella, la iletrada, había conservado un libro para acordarse mejor de él, mientras que yo había pasado años sin recordar a Buchmendel; yo, que debiera saber que si se producen libros es precisamente para comunicarnos con los humanos más allá de nuestra vida, y desquitarnos así de la inexorable contrapartida de toda existencia: la inestabilidad y el olvido.(4)












   Continuará…


                                                             Morada de Barranco, 8 de febrero de 2013.


_______________________

(1) Buchmendel. Obras Completas de Stefan Zweig, tomo I (Traducción de José Lleonart). Editorial 
     Juventud.España, 1959.

(2) El mundo de ayer. Obras Completas de Stefan Zweig, tomo IV (Traducción de Alfredo Cahn). 
     Editorial Juventud. España, 1959.

(3) La lucha contra el demonio: Heinrich Von Kleist. Obras Completas de Stefan Zweig, tomo IV 
     (Traducción de Joaquín Verdaguer). Editorial Juventud. España, 1959.

(4) Idem (1).



A LA PINTURA

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                                                                      Más allá de la lluvia y el olvido…
                                                                                      Francisco Bendezú



   He admirado desde siempre la pintura de Leonardo, Velázquez, Van Gogh, Giotto, Vermeer, Friedrich, De Chirico, Seurat, Gaugin, Cézanne, Magritte, Klee, Macke, Gris, Chagall, Miró, por mencionar algunos pintores. La pintura ha sido para mí una suerte de pasión oculta, una amplia llanura cuyos vientos me permiten ventilar y disipar los aires cargados de la vida cotidiana. Como la música, como el cine. A tanto llegó mi amor por la pintura, que incluso, cuando niño, pensé en estudiar en la Escuela de Bellas Artes, alguna habilidad tenía, pero la literatura me fue ganando y el deseo de ser pintor quedó allí, como un grato recuerdo. Sin embargo, el asunto nunca dejó de interesarme: libros, revistas, postales, el mismo internet, han venido alimentando mi amor por la pintura y un deseo secreto de algún día visitar los grandes museos para tener un contacto directo, cercano con dichas pinturas.


A LA PINTURA

A ti, lino en el campo. A ti, extendida 
superficie, a los ojos, en espera. 
A ti, imaginación, helor u hoguera, 
diseño fiel o llama desceñida. 

A ti, línea impensada o concebida. 
A ti, pincel heroico, roca o cera, 
obediente al estilo o la manera, 
dócil a la medida o desmedida. 

A ti, forma; color, sonoro empeño 
porque la vida ya volumen hable, 
sombra entre luz, luz entre sol, oscura. 

A ti, fingida realidad del sueño. 
A ti, materia plástica palpable. 
A ti, mano, pintor de la Pintura.

                         Rafael Alberti


   Hablo de pinturas e inmediatamente vienen a mí las imágenes de algunos cuadros que desde niño me han acompañado, cuadros que siempre que puedo los miro y remiro (en reproducciones, claro está), y con cuidado observo cada uno de sus detalles, empeñado en descubrir lo que quizá pudo pasar desapercibido para los otros. Esa minuciosidad me ha llevado a sentirlos como míos. Por ejemplo, algunos de esos cuadros míos son dos pinturas del alemán Caspar David Friedrich: Viajero frente a un mar de nubes y La luna sobre el mar. En ambos se repiten (como en otros cuadros suyos) la imagen de personajes que de espaldas a nosotros observan el horizonte misterioso: ¿en qué piensan?, ¿qué buscan?, ¿están esperando algo?, son algunas de las interrogantes que como otras quedan sin respuesta.







   Van Gogh, Vincent Van Gogh. Su vida teñida de leyenda y sufrimiento, años atrás,  se me hacía atractiva y devoraba todo libro o escrito que sobre ella tratara. Con las aguas calmas, ahora ya no despierta en mí mayor cosa su atribulada vida, pero mi admiración por su pintura no ha disminuido, crece. De los muchos cuadros suyos voy a mencionar a tres lienzos que amo y que forman parte de mi vida, me refiero al previsible Los girasoles: cuadro en el que cada una de las flores, como pequeños soles, chispea sobre el florero mientras el amarillo del fondo parece abrasarlo todo. El siguiente cuadro es El dormitorio en Arles (del que hay  hasta tres versiones): llama la atención cómo las paredes dan la sensación de querer estrechar más el espacio ya de por sí pequeño, la sencillez de todos los muebles (la ubicación de estos),  todo parece decirnos de la austeridad en que vive el dueño y algo más, no hay ningún elemento que nos lleve a pensar que ese dormitorio es el de un pintor. El tercero es un cuadro que siempre me inquieta, pues en él veo depositado todo el espíritu atormentado de Vincent, hablo de Campo de trigo con cuervos.










   Uno de los recuerdos más antiguos que tengo de cuadro alguno es el de la Gioconda, su imagen, impresa en la pasta de un viejo libro de Historia Universal, acompañó algunos trechos, y de manera casi obsesiva, de mis doce y trece años: ese paisaje rocoso, esos senderos que llevaban a ninguna parte, la bruma impregnando a todo el paisaje de una apariencia fantasmal habitaron mi curiosidad, no se diga nada de la tan comentada sonrisa. de sus manos cruzadas. Entonces me dediqué a dibujarla incansablemente, bien copiando la imagen del libro o apelando a mi memoria cuando el libro no estaba a la mano. Sin embargo, hoy me entusiasman más las dos versiones (el de Louvre y el de Londres) de un óleo del mismo Leonardo: La virgen de las rocas, sobre todo el rostro etéreo del ángel que no me canso de mirar.











   En esta apretada lista de lienzos, o mejor dicho de pinturas de mi vida, mencionaré un par de cuadros más: Tarde de domingo en la Isla de La Grande Jatte, obra del maestro del puntillismo: George Pierre Seurat,  y el inquietante Misterio y melancolía de una calle de Giorgio de Chirico. Pinturas estáticas, detenidas en el tiempo, misteriosas: una entre la alegría silente, escultórica, contemplativa de la gente, la otra en su atmósfera de silencio amenazador.







   Hay un libro de poemas del peruano Francisco Bendezú titulado Cantos (1971), en él se encuentra, entre varios poemas en homenaje al arte pictórico de Giorgio de Chirico, un bellísimo poema que pareciera descifrar los misterios y el mutismo que dominan al lienzo. El poema lleva el mismo título del cuadro y no me resisto a transcribirlo.


MISTERIO Y MELANCOLÍA DE UNA CALLE

¡Detente niña-sombra, niña-araña.
trashumante negativo, colegiala
fabricada de láminas de mica y nubarrones!

En tu melena de eclipse
transflora sordamente
la soledad sonora de Ferrara.

¡Deja que tu arco, prosternándose,
sesgadamente ruede
por la silente explanada
hasta caer, como ofrenda,
al pie de la maléfica estatua amenazante!

¡No avances! ¡No prosigas!
La violación en su telar de escamas
te acecha alevemente por las tablas
del carromato vacío.
O tal vez a la sombra de los arcos,
con mantas o toneles o mordazas,
te secuestren lo gitanos.

No sé a qué brazos te empujará
la pendiente irresistible de tu sino.
No a los míos. 
El tiempo es una mano
con rayas de humo congelado.
Yo quiero iluminarte con mi fiebre 
y desatar cascadas de glicinas por tu talle.
Yo quiero esclarecer tu faz borrosa,
y levantar en vilo las impostas y los claustros,
y cancelar los signos de los muros,
y extirpar la desventura,
y con nitrato de luna, inmerso en el silencio, revelarte.

Yo absorbo tu misterio sin saciarme.



                                                     
   Ya adolescente, llegó a mis manos una revista alemana, en ella descubrí algunas pinturas de August Macke, pintor alemán que tuvo la desgracia de vivir muy poco, apenas si veintisiete años. La fiesta de colores, los trazos fuertes, los rostros sin facciones me cautivaron, sobre todo el cuadro titulado Muchachas bajo los árboles, en él percibí su mundo lleno de vida y color, casi como oponiendo a la oscura guerra que acabaría con su vida, su espíritu colorido: “El color me posee, no tengo necesidad de perseguirlo, sé que me posee para siempre… el color y yo somos una sola cosa. Soy pintor”.  





   Por esos años compré Los cachorros de Vargas Llosa en una edición de Seix Barral. En la carátula del libro aparecía la reproducción de un cuadro de un pintor para mí desconocido, hasta entonces: Paul Klee. Me impresionó sobremanera cómo ese cuadro parecía tener influencia de telas prehispánicas del Perú. Busqué, entonces, más reproducciones de su obra pictórica y quedé prendado del mundo particular de Klee: la economía de sus trazos, un aire de primitivismo expresivo y muy sugestivo que me remite incluso a la pintura rupestre… Pienso en la pintura de Paul Klee e inmediatamente la relaciono con la poesía de José María Eguren, transeúnte de los predios de la infancia: esos que lo conduzcan siempre a “lo desconocido”. Si un cuadro de Paul Klee tuviera que escoger, ese sería Globo rojo.






   A inicios de la década del ochenta, era lector y coleccionista del legendario suplemento cultural Caballo Rojo, dirigido por el poeta Antonio Cisneros. En uno de los números de dicho suplemento hallé la reproducción en blanco y negro de una pintura extraña que rompía todos los moldes de la lógica, me refiero al famoso El cumpleaños de Marc Chagall: personajes por los aires, las dos ventanas del cuarto con diferentes tipos de luz, aparentes errores de perspectiva en ciertos detalles del cuadro, por ejemplo. Ya después comprendería el carácter onírico y naif que siempre dominó la pintura de Chagall. El tema del cuadro es, obviamente, amoroso y para señalar la plenitud del amor, el pintor sitúa a los personajes por los aires mientras que esa doble luz (día y noche) de las ventanas sugiere que en presencia del amor, el tiempo no es percibido o no tiene importancia.





   Dejo de engrosar la lista, que de lo que se trata (por lo menos en esta oportunidad) no es el de mencionar todos los lienzos que amo, que son muchos. Mi intención fue dejar impreso en estas líneas mi amor por el fuego de la pintura,  por aquel campo del color y el pincel (Caricia que el color colora, según Alberti) que un tiempo fue mi vocación, mi primera vocación.








   Continuará…


                                               
                                    Morada de Barranco, 21 de febrero de 2013.



EL CINE SE HA HECHO PARA VERSE EN EL CINE

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                                             U n  n i ñ o  e c h a  e l  a g u a  d e  s u  m i r a d a
                                                                           Carlos Oquendo de Amat




   Quien pudiera, con el solo deseo, regresar a aquellos tiempos donde bastaba con salir de casa y, entre los muchos cines, escoger uno donde proyectaban no las películas recién estrenadas sino aquellos filmes que volvían a cartelera porque había la buena costumbre de los reestrenos. Hoy se ha perdido eso. También los cines. Ya no existen los antaño conocidos cines de barrio, esos cines del pueblo donde se podía ver como la cosa más natural del mundo alguna joya fílmica. Hasta la televisión (no hablo del cable) ha perdido la sana costumbre de pasar grandes películas, hoy su programación está plagada de programas descartables, lo que se dice televisión basura. Una lástima.




   Lejanos los días en que los canales competían por ver quién pasaba programas que captaran el interés de la teleaudiencia ofreciendo, las más de las veces, programas de calidad. Hoy es el puro “rating” sin importar a costa de qué. Todo este comentario viene a raíz de lo siguiente: amante del cine como soy, debo reconocer que muchas de las películas que he visionado no han sido en los cines sino en la televisión. Tiempos en los que uno podía toparse en las pantallas en blanco y negro con películas como: El hombre quieto; Moby Dick; La noche del cazador; El hombre de Río; El salario del miedo; Algo para recordar; Fugitivos; Te querré siempre; El trompetista; Imitación a la vida; Matar un ruiseñor; Los pájaros; La semilla del mal; Raíces profundas; ¿Qué fue de Baby Jane?; El apartamento; y un largo etcétera.




   En esos cada vez más lejanos tiempos, la televisión se había convertido en un saludable complemento de las salas de cine. Sin embargo, el cine se ha hecho para verse en el cine. Nada puede compararse a la atmósfera de una sala de proyección (a los más antiguos escuché decir cinema), ni siquiera la tranquilidad de la casa podría competir: ya de por sí, el tener frente ti a una pantalla reducida le resta méritos a lo que fueras a ver, y no hablo, obviamente de la calidad de aparatos ni de los filmes, hablo de dimensiones, de espacios y lo que a su alrededor gira.




   Los tiempos nuevos han cambiado muchas cosas, incluso ir al cine: para la mayoría se ha vuelto un acto casi mecánico en el que no importa qué se va a ver con tal que la película ofrezca persecuciones con carros (o sin ellos), balas por doquier, explosiones para todos los gustos, sangre (mucha sangre), muertos en cantidades industriales, todo esto sazonado con una grandísima fuente con pop corn y vasos con bebidas gaseosas. En otras palabras, la gente asiste a los cines a comer y para abandonarse a aquellas películas vertiginosas de cámaras nerviosas que aturden. Como leí hace poco en un blog amigo: últimamente a la gente “les gusta las películas, pero no el cine”. Estoy completamente de acuerdo.




   Si algo desearía que ocurriera por estos días es que algún cine, de esos antiguos que todavía por allí sobreviven, programe la proyección de ciertas películas (por mencionar solo las del cine sonoro) que son entre mis preferidas las que más amo. Que no quepa duda que religiosamente cumpliría con ese ya casi olvidado rito de ir al cine y estaría en primera fila para visionar emocionado, nervioso, películas como:




1. Entre muchas de John Ford (pienso en Centauros del desierto, Las viñas de la irao ¡Qué verde era mi valle!) una en particular: El hombre quieto, imagino ya a mis ojos extraviados entre los verdes de Innisfree y el rojo cabello de la bellísima y temperamental Maureen O’hara.




2. Dos películas de Jean-Louis Godard: Al final de la escapada y Pierre, le fou. Una en blanco y negro (¡ah, esa aparición de Jean Seberg con el cabello corto anunciando al New York Herald Tribune en Champs Elysées!), la otra en colores destellantes envolviendo la figura de una de las grandes musas de la nouvelle vague: Anna Karina, la de los bellos ojos almendrados.







3. El espíritu de la colmena de Víctor Erice, conmovedora película que resulta una maravillosa exploración, dentro de un pueblo desolado en la meseta castellana, de cómo el cine marca a una niña (Ana Torrent) a través de un personaje como el monstruo de Frankenstein en las duras épocas de la posguerra española. La soledad atormentada y contenida que gobierna las vidas de los personajes habla, en realidad, de espacios compartidos pero cargados de fracturas.




4. Hay dos películas de Eric Rohmer a las que acudo siempre transido de emoción y me gusta visionarlas bajo dos condiciones: al amanecer y en invierno, ¿por qué?, no sabría decirlo con precisión, solo sé que así las disfruto mucho. Las películas a las que me refiero son El rayo verde y La rodilla de Clara(por allí cerca, merodeando están Mi noche con Maud y Cuento de otoño). Estas dos películas (como todas las de Rohmer) siempre me han sorprendido porque son muestra palpable de cómo hacer un magnífico cine con economía de recursos.







5. La mirada de Ulises, bello título de una película de Theo Angelopoulos, las indagaciones y la larga marcha del protagonista, “A” (magnífico Harvey Keitel), por hallar las bobinas de una película en un territorio (los Balcanes) dominado por la violencia y la muerte: el cine como metáfora de las eternas búsquedas del hombre habitante de las periferias.




6. En 1950, Luis Buñuel filma una película que muestra el otro rostro de México, no el de charros y canciones, sino el real, el de las grandes desigualdades, el de los adolescentes y niños sobreviviendo en medio de una urbe fragmentada, agresiva, violenta: Los olvidadosarranca máscaras y nos muestra aquella faz terrible que la revolución mexicana no había solucionado.




7. Hitchcock filmó muchas películas, de todas ellas escojo una, Vértigo (podría agregar cuatro o cinco películas, pienso en La ventana indiscreta, Con la muerte en los talones, Rebeca, Los pájaros, Notorius). Vértigo es una película que ofrece con precisión, el turbador mundo de un policía retirado y obsesivo: John Scottie Ferguson (James Stewart) en su relación con Madeleine (Kim Novak) y su posterior intento de reencarnar en una segunda muchacha al amor perdido. Intensa como pocas, Vértigo es la metáfora de la recuperación del amor de entre los muertos.




8. Krysztof Kieslowski, el gran director polaco, filmó un puñado de películas misteriosas, poéticas como Tres Colores: Azul, Blanco, Rojo o El Decálogo, este último un proyecto de diez capítulos basado en los Diez Mandamientos (aunque hecho para televisión). Pero la película que quisiera ver es La doble vida de Verónica, film donde la poesía visual de Kieslowski se despliega para contarnos la historia de dos muchachas (Irene Jacob en el doble papel de Weronika en Polonia y Veronique en París) que no solo guardan un físico idéntico sino gustos afines que las acercan a pesar de las distancias.




9. Las alas del deseo o también conocida como Cielo sobre Berlín, del alemán Wim Wenders, es una película donde un ángel rebelde renuncia a su inmortalidad por amor a una trapecista, pero la historia no solo es la de este ángel inconforme sino también aborda temas cuyo espectro es más amplio, los aspectos sociales y políticos sobre el destino trágico de una Alemania fragmentada, separada por un muro.




10. Probablemente el mejor western de todos los tiempos sea Río Bravo de Howard Hawks, este es un film cuya historia sencilla indaga sobre el poder de la amistad y como esta se robustece para enfrentar el  peligro constante: el asedio a la comisaría por parte de una gavilla de delincuentes que quiere liberar al hermano menor del jefe. A diferencia de las películas de John Ford, la historia de Río Bravo se desarrolla en escenarios mínimos (un pequeño pueblo de Texas, una calle, el hotel, la comisaría), suficientes para expresar a este gran western con plenitud.




11. La piel suave de Truffaut, es una de las películas que más he visto y cada vez me gusta más, su sencillez puede resultar engañosa, sin embargo es de esas películas que expresa con madurez la ingobernabilidad del hombre por algunos anhelos y obsesiones. Jean Desailly y Francoise Dorléac en estado de gracia (sobre toda esta última: inolvidable su mirada cargada de tristeza) construyen con sus personajes (Pierre y Nicole) una historia de amor e infidelidad cuyo final terrible no deja nunca de asombrarnos.







   Podría agregar algunas películas más a esta breve selección, por ejemplo: Laura, Ser o no ser, ¡Qué bello es vivir!, Sed de mal, Viaje a Italia, Algo para recordar, El fantasma y la señora Muir, Cantando bajo la lluvia, M, La mamá y la puta, Persona y muchas más. Probablemente en otras ocasiones y bajo otras circunstancias los títulos seleccionados variarían y es que, como decía un personaje bastante conocido por estos lares, “las grandes películas nos hablan, pero no siempre las escuchamos con la misma actitud o interés”.






   Continuará…


                                                 Morada de Barranco, 11 de marzo de 2013.




PAISAJE DE INVIERNO

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                                                                               Reinante el día estuoso.
                                                                                         José María Eguren




   No lo voy a negar, extraño el invierno, la delicadeza amenazante de su frío nada comparable al europeo o norteamericano. El verano de Lima me es desagradable: su calor cargado de humedad, el bochorno que me aplasta y me aturde. Sé muy bien que cometo una herejía, que los amantes de la playa y del surf me mirarán como un bicho raro, extraño, en un territorio bañado por las aguas del “sempiterno” Océano Pacífico. Pero qué le vamos a hacer, se me hace inaguantable este sol abrasador y sofocante, metete.




   Por estos días de fiebre estival, me puse a revisar viejos archivos, papeles antiguos cuya edad se han perdido en mi memoria, de pronto me topé con pequeños textos que si un valor tienen es el de dejar sentada mi posición entre las dos estaciones. Pero no quiero extenderme en manifestar mi fastidio por el verano. Quiero, más bien, presentar algunos de esos textos, he seleccionado cuatro de ellos, escritos hace algunos años sin ninguna intención que no sea expresar este gusto singular por el invierno y todo lo que se relacione a él: el frío, la lluvia fina que aquí llamamos garúa, la niebla, el calor familiar a puertas cerradas, las tazas de café, la costumbre de visionar películas de madrugada en un absoluto silencio, mis chalinas de colores serios, en fin.




   Vayan pues estos textos y mi esperanza en la pronta llegada del siempre esperado invierno barranquino, habitante esquivo, por estos días, de este territorio frente al mar.




  
INVOCACIÓN

Querido invierno, te extraño. Detesto al verano, al sol que se inmiscuye desde temprano, que deja al mar, al cielo, a las calles, a los transeúntes tan evidentes, que desnuda todo (o casi todo) y les hace perder el saludable misterio. Estoy cansado ya de esta luz entrometida, se me hace insoportable el calor que me apabulla, me aplasta el bochorno, me hace doler la cabeza, estallar mis ojos, crispar mis manos. ¡Oh, amado invierno, aproxima tu cuerpo a mi morada! Reviste todo nuevamente de ese misterio que extraño, que los hilos de lluvia dancen sobre el asfalto y sobre las veredas, que el viento frío golpee suavemente mi rostro y haga escribir extraños mensajes a las ramas de los árboles. Ah, detestable verano, aléjate y permite que vuelva la bruma a difuminar el paisaje, a poblar este territorio de fantasmas.




INVERNAL

Hablo de nuestro invierno, ese que vivimos desde la infancia, el soportable, el que nos permite ser transeúntes de un territorio irreal, donde no se definen sino ciertos contornos, algunas realidades ambiguas: la silueta de un árbol que recibe entre sus brazos la música escondida del mar en la bruma; alguna casa que intenta descubrir la alegría tímida de sus puertas y ventanas; esa calle agazapada, estática, que cobija los pasos inseguros de alguien que se pierde no en los aires. Hablo de ese invierno que nos devuelve los ecos pálidos y difusos de ciertos nombres grabados en los muros; donde la lluvia apenas asoma y sus agujas de plata no se atreven a serlo; donde el frío dibuja un paisaje escondido más allá de nuestras manos y de nuestros ojos.




GARÚA

Transito por las calles tímidas de Barranco y alegre recibo el galope de tu llanto por mi rostro.




NOCHE DE INVIERNO

En estos momentos, ¿puede haber algo mejor que estar sentado junto a Rita, conversar, tomar una taza de un negro café, oscuro como las noches que envuelven a Barranco, mientras escuchamos "Revolver", ese maravilloso y sicodélico disco de The Beatles? ¡Sí! Por ejemplo: estar sentado junto a Rita, conversar, tomar una segunda taza de negro café, oscuro como las noches que envuelven a Barranco, mientras escuchamos, por segunda vez, "Revolver", ese maravilloso y sicodélico disco de The Beatles. 





   Continuará…


                                           Morada de Barranco, 24 de mayo de 20013.


MAÑANAS CON ROHMER

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                                             No hay nada tan hermoso como estar enamorado.
                                                                                            Rafael Alberti




   La temperatura por estos días está variable. Hay horas en que hace frío (sobre todo muy de mañana y en las noches) y el ambiente está cargado de brumas, tanto así que no se puede ver bien unos pocos metros más allá de tus ojos. En otros momentos, el sol despliega sus rayos invadiendo con su luz todos los rincones y hace improbable, con su intensidad, todo amago de sombra. Estamos en otoño y recién en dos meses estará instalándose el invierno en estos predios marinos de Barranco. Sin embargo, el invierno ya se anuncia con estos fríos matutinos y nocturnales.







   Justamente, aprovechando las bajas temperaturas de las mañanas, como en los viejos tiempos, he vuelto al cine de Rohmer, Eric Rohmer, el gran cineasta francés de la nouvelle vague. De sus más de veinte películas filmadas, reconozco que he visionado unas catorce o quince películas. Hace unos seis años, cómo olvidarlo, me embarqué en ellas. Nos embarcamos, diré mejor. El descubrimiento de cada una de sus cintas fue todo un acontecimiento para mí y para mi hermano Arturo.




   Luego de esa seguidilla de catorce o quince películas, hemos vuelto, cada cierto tiempo, a uno que otro film del director francés para reafirmar esa pasión por el cine sencillo y sabio de Rohmer que no ha de fenecer. Entonces desfilan en mi recuerdo algunas de sus películas que más amo: Mi noche con Maud; La rodilla de Clara; La buena boda; Pauline en la playa; El rayo verde; Cuento de invierno; Cuento de verano; Cuento de otoño, por mencionar algunas.
























   Desde hace unas tres semanas, en esas mañanas brumosas y de bajas temperaturas, como hace seis años, salgo de la cama como un sonámbulo y voy al televisor, película en mano y en absoluto silencio, acompañado de una humeante taza de café, me abandono a las imágenes del cine de Rohmer: ese cine sencillo que sabe aprovechar al máximo sus recursos, ese cine que se afinca en sus diálogos nada pretenciosos pero que con precisión van definiendo a los personajes, ese cine donde algunos rostros se repiten obsesivamente en sus amadas películas. Actores, actrices, sobre todo actrices. Diría yo que así como se habla de “las chicas de Almodóvar”, tendría que hablarse de “las chicas de Rohmer”, las chicas inteligentes y firmes pero también (aunque parezca contradictorio) frágiles y llenas de dudas de Rohmer: Marie Riviere, Beatrice Romand, Amanda Langlet, Arielle Dombasle, Francoise Fabian, son algunas de ellas (incluso podemos verlas en diferentes etapas de sus vidas, como ocurre con Beatrice Romand y Amanda Langlet).

















   Tres semanas ya y la comunión con el cine de Rohmer continúa. Y va para largo y uno agradecido. Apenas visiono nuevamente una de sus películas, casi inmediatamente voy a la casa de mis padres y hermanos y le dejo la película (como ha sucedido hoy con Triple agente, a pesar de que estoy algo enfermo) a mi hermano Arturo, amante de las novelas de Marcel Proust y Balzac, como yo de las de Stendhal, ese camaleónico observador del corazón humano.




   Lo que sucede con aquellos que amamos al cine de Rohmer es parecido, y perdonarán el atrevimiento por la comparación, a lo que ocurre con los amantes lectores de las dos novelas de Henry Beyle (me refiero a Rojo y Negro y a La cartuja de Parma): las amamos como realmente se ama, es decir, sin concesiones, pero aquellos que no… quién los aguanta: alguna vez un ex alumno mío, al enterarse de mi amor por las películas de Rohmer me soltó a quemarropa esta frasecita que no he podido olvidar: “No sé qué le ven a las películas de Rohmer, en ellas nunca sucede nada”. No las entendió, pero ese no es un problema del cine de Rohmer, es un problema suyo (me refiero al joven de marras de cuyo nombre no quiero acordarme).




   Espero con ansias las mañanas en que visione nuevamente El rayo verde; El amor después del mediodía; Cuento de primavera; La mujer del aviador; La coleccionista. Ya les llegará su mañana fría en que religiosamente, mientras Rita y Kathia duermen, navegue en las aguas aparentemente calmadas de Rohmer, aparentemente, pues tras de cada uno de sus personajes suceden terremotos emocionales que construyen las imágenes que invaden nuestros ojos con su sencillez cotidiana.  














   Ya después ocurrirán las agradables conversaciones en que nos embarcaremos mi hermano y yo comentando estas películas como si fuera la primera vez que las visionamos, conversaciones estas en que las cintas del gran Eric Rohmer se vuelven por la palabra, pequeñas fiestas de amor por su cine entrañable.







   Continuará…



                                         Morada de Barranco, 16 de abril de 2013.




EL URUGUAY DE MERCEDES

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La niebla cerró su cortina 
en la ciudad
Mercedes Calvo



   Hace unos días recibí un correo que me emocionó mucho, eran unas líneas de la poeta uruguaya Mercedes Calvo, ganadora del prestigioso Premio Hispanoamericano de Poesía para Niños 2008 con su bello libro Los espejos de Anaclara. En el mensaje me decía que estaría de paso por Lima rumbo a Colombia y también de regreso a su país. Lamentablemente, por un asunto de horarios, se me hizo imposible acercarme unos momentos por el aeropuerto en esas dos oportunidades. Una lástima. Me hubiera gustado conocerla y conversar largamente con la gran poeta uruguaya a quien siempre leo: bien sus poemas, bien su blog. 







   Uruguay, ese pequeño país tan grande siempre me atrajo. Muchas cosas unen a Uruguay y al Perú. Muchas cosas también nos diferencian. Me llamó desde siempre la atención el orden de Montevideo: las fotos que siempre vi la mostraban pulcra, ordenada y con un aire medio europeo. Mi hermana Gloria que estuvo por allá hace un par de años me confirmó algo que sospechaba: “Los uruguayos son muy gentiles, muy educados”, me decía, mientras en mis fueros internos me decía: "No podía ser de otra manera". Hay en casa, entre varias artesanías del Perú y de otros países, un plato de arcilla de Colonia del Sacramento, primer asentamiento europeo en territorio uruguayo, regalo de mi hermana.







   Pero en verdad hablando, tengo algunos motivos por los que quiero conocer Uruguay, desde hace mucho tiempo: por ejemplo, me gustaría transitar por aquellas calles donde pasearon sus sueños, alegrías y tristezas ese par de poetas peruanos que vivieron en Barranco (mi morada) en las primeras décadas del siglo XX: hablo de Juan Parra del Riego (“príncipe de las vanguardias”, como lo llamó Antonio Cisneros) y Xavier Abril (uno de los primeros superrealistas de América), cuyos restos descansan ahora en las tierras orientales del Uruguay, transitar esas calles, pero también visitar el cementerio  (¿o cementerios?) y llevarles flores y echar un poco de tierra peruana sobre sus tumbas.



Juan Parra del Riego

 
Xavier Abril

   Sé que Juan Parra se casó y tuvo un hijo con una bella poeta uruguaya llamada Blanca Luz Brum; que los uruguayos lo tienen a Parra del Riego como poeta propio; que la tumba de Parra está rodeada de once cipreses que simbolizan a un equipo de fútbol, en alusión al polirritmo que escribiera a Isabelino Gradín, jugador uruguayo; que una placita y una pequeña calle llevan su nombre. Gran honor para el cantor de los motores y las máquinas.













   Amante del fútbol uruguayo como soy (¡oh, cómo disfruté y sufrí con su participación en el último mundial!), me gustaría conocer el estadio Centenario, esa catedral del fútbol que fue inaugurado en el Mundial de 1930 con un partido entre el Perú y Uruguay, y que dicen conserva, fascinante, las huellas de las pisadas y de las manos de los asistentes de entonces en ciertos sectores del estadio que para entonces todavía estaban con cemento fresco. Pienso en esas huellas casi centenarias y se me viene al recuerdo un poema de José Watanabe que siempre releo y que se encuentra en, probablemente, su mejor libro, me refiero a ElHuso de la Palabra.












LA RISA


Una cuadrilla de obreros
está desmontando una vieja casona de Barranco.
Con una venia de paseante les pido su consentimiento para mirarlos.
Desatan las paredes con barretas, ordenadamente,
hilada tras hilada
                        de adobe.
De repente un obrero llama a los otros
                        y señala
una larga hilada con profundas huellas de perro,
huellas fijadas por el sol de 1910
                        (según fecha en el frontis de la casa)
Todos acuden y ríen,
largamente ríen, incomprensiblemente ríen.
                        Es que ellos saben,
han recibido la imagen de la adobería de entonces:
tendales de adobes frescos y un perro distraído
caminando sobre ellos, imprimiendo sus patas,
y alguien, acertándole con un poco de barro: “¡Zafa, perro zonzo!”,
y perro zonzo huyendo, asustado y loco, dejando sus huella
en el barro fresco.
Y eso dio risa,
muy seguramente que dio risa en la adobería de entonces.
Hoy esa risa se oye aquí, en estas bocas,
como un eco que demoraba, hasta que vino.


   Me encantaría conocer Uruguay para visitar el museo del Club Atlético Peñarol, club  donde brillara hace más de cuarenta años un brillante jugador peruano llamado Juan Joya Cordero, el famoso “Negro el Once”, que ganó con el Peñarol casi todo: en seis oportunidades el campeonato uruguayo, la Copa Libertadores y las Copas Intercontinentales por partida doble en 1961 y en 1966, la Supercopa de Campeones Intercontinentales en 1969. Casi nada.




   Me gustaría visitar en Montevideo la casa (si todavía se conserva) y la famosa Torre de los Panoramas del gran y sensible Julio Herrera y Reissig, poeta modernista tan admirado por César Vallejo y a quien leí con devoción en mi adolescencia, en un tomo de Editorial Losada del año 1942 que reunía toda su poesía alucinada y alucinante: Yo sé que sus pupilas sugieren los misterios / de un bosque alucinado por una luna exótica…




   Cómo no visitar Uruguay, tierra de poetas, grandísimas poetas mujeres: Delmira Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira, Amanda Berenguer, Idea Vilariño, Juana de Ibarbourou, a quien José Santos Chocano, el poeta novomundista peruano, bautizara como Juana de América, apelativo con el que fue conocida en todo el continente.






















   En fin, me gustaría conocer Uruguay para estrecharle la mano, ya que no se pudo antes, a María Mercedes Calvo, poeta y maestra, y confundirnos en un abrazo fraternal.



Voy por la orilla de un sueño 
un paso aquí 
y el otro allá.

Viajo en la rueda del tiempo 
que ya pasó 
que volverá.

Vuelo en el aire impreciso 
hacia la luz 
hacia la mar.

Retorno abriendo ventanas 
para que entre 
la realidad.






   Continuará…




                                                    Morada de Barranco, 27 de abril de 2013.





ALGUNAS FOTOS DE ALGUNOS POETAS PERUANOS

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                                                                   POESÍA ES A CONDICIÓN DE OLVIDO
                                                                                                         Xavier Abril

 



   Siempre me llamó la atención el perfil bajo de los poetas peruanos. Siempre fueron muy poco dados a la figuración y al protagonismo. Salvo excepciones, como en todo, pienso en el ego desmesurado de poetas como José Santos Chocano, Abraham Valdelomar o Alberto Hidalgo. Pero en líneas generales los poetas peruanos han rehuido siempre a la figuración, a las cámaras y flashes. Incluso sobre los tres mencionados, si hablamos de fotos, hay muy pocas y casi podríamos decir que sus egos vivieron de espaldas a las cámaras fotográficas.
 
 
 

   No pasa lo mismo con poetas chilenos como Pablo Neruda, Vicente Huidobro o Gabriela Mistral. Solo del primero se podría hacer varios libros con sus fotos. Neruda fue poeta torrencial y torrencial es el número apabullante de sus fotos. Si hablo de los argentinos podría decir casi lo mismo: ¿es que alguien podría negar el número sorprendente de fotos que posee Borges?, por mencionar  a uno de los más grandes que a donde iba siempre había por lo menos una cámara persiguiéndolo (valga el animismo). También sucede algo semejante con los poetas mexicanos, por ejemplo, Octavio Paz (de quien podríamos reconstruir minuto a minuto su derrotero vital, valga la hipérbole), o los mismos Contemporáneos (hay incluso una colección de libros fotográficos de poetas mexicanos, recuerdo que tuve en mis manos el de Carlos Pellicer), incluso, hace muchos años, los mexicanos se permitieron editar un libro con las manos dibujadas de sus principales poetas. Impensable que suceda algo siquiera parecido en el Perú, los poetas del Perú han vivido ajenos a esa luces, exilados permanentemente.






 
 





















 



  Por eso siempre causa sorpresa toparse con alguna “kodak” (como llamaban en las primeras décadas del siglo XX a las fotografías) desconocida, inédita de algún poeta peruano, que como una suerte de rompecabezas va completando de a pocos la imagen física de poetas tan cargados de misterio y leyenda como el “desconocido” Carlos Oquendo de Amat, por mencionar a uno de los más extraños.


 

   Por estos días, precisamente, he venido releyendo algunos libros fundamentales de la vanguardia peruana: 5 metros de poemas; Hollywood; Cinema de los sentidos puros; La casa de cartón; La tortuga ecuestre; Abolición de la muerte y otros. Me he aventurado como un poseso por diversas bitácoras y páginas de internet que aborden el tema del vanguardismo peruano. En esos afanes me he topado con algunas fotos, para mí, sorprendentes. Veamos.


 

   La primera foto es de Juan Parra del Riego, poeta nacido en Huancayo y que vivió un buen tiempo en Barranco. En el año 1913 obtuvo la Rosa de Oro al ganar los Primeros Juegos Florales de Barranco con un puñado de sonetos de impronta todavía modernista titulado Canto a Barranco. La foto es del día de la premiación, el poeta tiene apenas dieciocho años, nada hacía presagiar su acercamiento al Futurismo de Marinetti y que apenas doce años después moriría por la tuberculosis en Montevideo donde está enterrado.


 

   Encontrar una nueva foto de César Vallejo bien podría ocasionar fiesta nacional en el Perú. Es lo que casi ocurrió con esta foto desconocida donde se ven a Nicolás Guillén, José Bergamín y Pablo Neruda con ocasión del Congreso Internacional de Escritores Antifascistas realizado en julio de 1937, en plena conflagración civil española. Veo la foto y se me hace inevitable transcribir unas líneas de Memorias de España 1937 de la mexicana Elena Garro, quien conoció a Vallejo por esos lejanos y dolorosos días: “Una noche en la que fuimos con ellos a un mitin, Vallejo quiso colocarse hasta adelante, para no perder ni una palabra de lo que allí se iba a decir. El teatro estaba repleto y nos quedamos de pie en el pasillo, muy cerca de la escena. A mí no me interesaban los oradores, me fascinaba el rostro grave de Vallejo, como si estuviera devorado por un terrible sufrimiento, y no pude quitarle la vista de encima. Él se dio cuenta de cómo lo miraba y me echó un brazo al cuello, sin dejar de escuchar a los oradores. A su contacto, me invadió una corriente de bondad que nunca más he vuelto a sentir. Aquel hombre era un hombre aparte, era un poeta. Creo que la poesía va unida a la profundidad de la bondad. Todavía veo su suéter de lana cruda y sus ojos trágicos".


 

   Alberto Hidalgo. Con quién no se peleó el arequipeño. Se metió con todos, no respetó a nadie. Se manejaba un ego descomunal que le llevó a postularse al Premio Nobel de Literatura. En una oportunidad en que estuve de visita en la casa del poeta Arturo Corcuera, en Santa Inés, me contó que allá por inicios de los sesenta, llegó desde la Argentina, donde estaba afincado, el poeta Hidalgo. Por esos años Corcuera tenía un carro que bautizó con el nombre de Platero, en él llevó de paseo a Hidalgo hasta el balneario de Ancón (territorio exclusivo de las clases más pudientes), por iniciativa del arequipeño se bajaron del carro y se bañaron para “orinarle la playa a los aristócratas limeños”. Hidalgo tuvo una vida signada de muchísimas anécdotas, algunas de ellas sabrosas, como esta que cuenta el mismo Corcuera en una entrevista: “Había unos choques enormes (con los apristas), sobre todo con Alberto Hidalgo. Una vez, él llegó a dar un recital en San Marcos y se armó la “trompeadera”. Estábamos Alejandro Romualdo, César Calvo, Tomás Escajadillo, yo. Imagínese esa fuerza de choque, ¡de lo más frágil! Pero hubo un gesto de Alberto Valencia, que en esa época comandaba a los apristas y que siempre recordaremos. Él decía: 'A los poetas los respetan', pero a Hidalgo lo odiaban porque era provocador, había escrito cosas horribles contra Haya; entonces, los apristas empezaron a gritar: '¡Abajo los traidores! ¡Abajo los traidores!'. Y él, desde la baranda, dijo, 'efectivamente, abajo están los traidores'. Ahí le empezaron a tirar huevos podridos, que le cayeron a Gustavo Valcárcel, que también estaba ahí. Un poco le salpicó a Hidalgo; entonces, Romualdo le dijo, 'ahora eres Hidalgo de la mancha' (ríe). Tuvimos que escapar por los techos.” He aquí la foto de Alberto Hidalgo y de un jovencísimo Arturo Corcuera.


 

   Alfredo Quispez Asín está considerado como el único poeta superrealista de Hispanoamérica. Participó en las actividades del grupo francés en el mismo París, dejó de escribir en castellano y adoptó la lengua francesa para construir su apasionada e intensa poesía, incluso abandonó su nombre y tomó uno nuevo con el que es conocido en el mundo de la poesía como César Moro. Moro no solo vivió en Francia, también lo hizo en México y allí trabó amistad entrañable con uno de los más finos poetas mexicanos, me refiero al nocturnal Xavier Villaurrutia. Ya en Lima, César Moro se enteró de la muerte de su amigo ocurrida el 25 de diciembre de 1950. Preso del dolor le escribió entonces a André Coyné, su posterior albacea, que residía en París una conmovedora carta que decía en parte: “Estos días han sido espantosos para mí, mi soledad es aún mayor, ya he empezado verdaderamente a morir”. Posteriormente escribiría un texto de donde entresacamos estas líneas: “México está de duelo: Xavier Villaurrutia ha caído fulminado en su Muerte… Día a día asistíamos al milagro de su juventud, de su encantadora generosidad, de su lúcida agudeza. Ciegos, no lo defendimos, no supimos alejarlo del coqueteo macabro, no opusimos nuestros pechos para cerrarle el camino a la cita implacable”. En 1956 moriría César Moro.


 

   En 1931, Xavier Abril publica en España su primer libro de poemas y prosas poéticas: Hollywood, la viñeta del libro lo realizó la gran pintora superrealista Maruja Mallo, nada menos, quien había colaborado, unos dos años antes, en la filmación del famoso corto de Luis Buñuel Un perro andaluz.Esta viñeta era una incógnita por estas tierras pues sus libros habían dejado de circular hacía mucho tiempo. Ni las más exhaustivas pesquisas me llevaron a la viñeta. Sus pocos libros, incluyendo los inéditos, fueron reeditados recién en el año 2006. Pero la edición no era facsimilar, por lo tanto, el dibujo de la Mallo permanecía en el misterio. Pero he aquí que, por azares del destino, logré toparme con dicha viñeta y con una foto que llamó mi atención, es una donde un Xavier Abril ya maduro y con boina conversa con el entonces joven poeta Armando Rojas.




 
 

   En la poesía peruana hay muchos poetas cuyas vidas son parte de la leyenda: José María Eguren, César Vallejo, César Moro, Martín Adán, Carlos Oquendo de Amat. Quizá este último sea uno de los más elusivos. Apenas sabemos de él, a pesar de que últimamente se han publicado dos sendas biografías. Si hablamos de fotos suyas, diremos que no llegan ni a la veintena, es más, por ahí circula una foto que en realidad no es de Oquendo, pero se ha hecho popular a pesar de que las facciones no coinciden con las otras fotos. Todas las otras fotografías, salvo dos o tres de cuando niño, fueron tomadas a distancia y en algunos casos aparece el poeta medio borroso, pero he aquí que se me cruzó una foto donde se presenta a Carlos Oquendo de Amat de cuerpo entero, elegantemente vestido (como era usual en él, a pesar de su pobreza). Acompaña en la foto a Oquendo un familiar sombrero en mano, probablemente un primo. La sorprendente foto es de 1924, es decir, tres años antes de la publicación de su único libro, el mítico 5 metros de poemasy a doce años de su muerte en España a causa de la tuberculosis.


 

   Poeta silencioso, arisco, exigente. Westphalen apareció fulgurante en el mundo de la poesía en 1933 con Las ínsulas extrañas y dos años después con Abolición de la muerte, luego vino el silencio, el largo silencio de más de cincuenta años. Veintidós y veinticuatro años tuvo cuando irrumpió con sus cuadernillos (más que libros): apenas unos quince poemas. Parafraseando a Vallejo: “Pocos, pero son”. Una de las primeras veces en que se volvieron a publicar algunos de esos poemas, que circulaban clandestinamente mecanografiados, fue en un librito de los años setenta, que justamente lleva por título un verso suyo: Vuelta a la otra margen. En ese libro se recogían poemas y libros completos (por ejemplo 5 metros de poemas) de algunos poetas marginales entonces (y ahora): Moro, Oquendo, Adán, Westphalen, Eielson… En una entrevista a Álvaro Mutis, famoso poeta colombiano, decía este que el libro Vuelta a la otra margen era el gran acontecimiento de la poesía hispanoamericana después de Residencia en la tierra de Pablo Neruda. Y justamente, la foto con la que me encuentro es esta donde podemos ver al colombiano (y al chileno Gonzalo Rojas, quien alguna vez confesó ser admirador del peruano) abrazando con familiaridad y admiración a un ya anciano y avergonzado Emilio Adolfo Westphalen.


 


   Continuará…

 

 

                                               Morada de Barranco, 17 de mayo de 2013.



 

POEMAS NO RECOGIDOS EN LIBRO

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                                                              Voz de ángel rosa recién cortada
                                                                       Carlos Oquendo de Amat

 

 

   Carlos Oquendo de Amat solo publicó un libro. Fue el año 1927 y lo tituló atrevidamente 5 metros de poemas. En una sociedad cerrada y prejuiciosa, hipócrita y murmurante como la limeña, tan poco dada a la lectura pero curiosamente apegada a los versos altisonantes y contundentes del novomundista Chocano, un libro de poemas con ese título o daba para el escándalo o simplemente pasaba desapercibido. Ocurrió lo segundo. El silencio acompañó cual sombra la salida de este libro ahora mítico e impregnado de leyenda.
 

 
   La particular carátula del libro (que simula un ecran, deja ver cual si fuera una proyección no solo el título y el nombre del autor-director, sino también cuatro rostros o máscaras y un telón) fue un grabado del artista Emilio Goyburu.  Aunque hubo un tiempo que circuló la falsa versión que quien lo había diseñado había sido el poeta César Moro.
 
 

 

   Según las fechas consignadas al pie de los poemas, estos fueron creados entre 1923 a 1925. Dos años después, Oquendo decide publicarlos. 5 metros de poemas fue impreso por la editorial Minerva cuyo gerente era Julio César Mariátegui La Chira, hermano del AmautaJosé Carlos Mariátegui, gran amigo del poeta puneño, y su publicación fue financiada en parte con unos “Bonos de Suscripción” ideado por el mismo Oquendo.
 
José Carlos y Julio César Mariátegui
 
   Luego de más de ochenta años de haber sido editado, el formato del libro no ha perdido su capacidad de sorpresa, recordemos que es una larga hoja que se despliega y que se aproxima a las dimensiones que el  título anuncia. Es innegable que desde ese extraño título la ironía y el humor protagonizan un papel importante. Por ejemplo, todo el libro es una sutil crítica a la sociedad capitalista, donde hasta los poemas podrían comprarse como cualquier mercadería, en este caso por metros.
 
 

   Igualmente el cine está presente en el libro. Esa larga hoja recuerda a la cinta de celuloide donde cada poema bien podría ser un film (incluso hay en el poemario una “página” que anuncia “10 minutos de intermedio”). Oquendo fue un apasionado del cine. José Luis Ayala escribió, en la  minuciosa biografía del poeta puneño, que Oquendo era un fiel admirador de Rodolfo Valentino cuya muerte lo puso muy triste y que a pesar de las penurias económicas, a poco estuvo, junto a su gran amigo Adalberto Varallanos, de publicar una revista de crítica cinematográfica titulada Celuloide, que por problemas de financiación de último momento no pudo salir en circulación.
 
 
 

Adalberto Varallanos
 

Adalberto Varallanos y Carlos Oquendo (en el auto)
 
Rodolfo Valentino


   Con respecto al tiraje del libro, se sabe que se imprimieron trescientos libros. ¿Qué han sido de ellos? Recuerdo que en alguna oportunidad, Carlos Germán Belli, escribió que él alcanzó a ver un ejemplar del año 1927, bastante maltratado en la Biblioteca Nacional, ¿se conservará todavía ese ejemplar? Alguna vez pregunté al poeta Vicente Azar si tenía 5 metros de poemas, pues él había conocido a Oquendo. Me contestó que no, pero que cuando joven tuvo uno en sus manos, pues Oquendo pasaba algunas temporadas en la casa de Barranco de Vicente Azar, que para entonces tendría unos quince años, y que en un gesto de agradecimiento, el Virrey(sobrenombre con el que se conocía al poeta) regaló un ejemplar a la madre de Vicente Azar por lo bien que lo había atendido: “Lamentablemente, ese libro se perdió, no sé cómo ni dónde”, me diría el poeta de Arte de olvidar.


Vicente Azar

   Hace ya diez años, en una visita que hice al amigo poeta José Pancorvo, descendiente del escritor Manuel Beingolea, amigo y protector de Oquendo, le pregunté si él tenía un ejemplar del mítico libro. Me contestó que en el baúl que conservaba con manuscritos y otras pertenencias de su tío abuelo, no se encontraba el ejemplar del poemario de Carlos Oquendo de Amat, que es más que seguro le debió haber dado por la entrañable amistad que los había unido. En fin, es una larga historia de silencios y ausencias la que envuelve a este libro.


José Pancorvo


Manuel Beingolea

   Ya para terminar esta breve entrada, quiero comentar que una vez publicado el libro, Oquendo fue derivando todo su interés hacia la política. Él fue un hombre de izquierda, un comunista que por su filiación sufrió injusta prisión y torturas. Hechos que a la larga acelerarían su muerte trágica en España, donde está enterrado. Sin embargo, Carlos Oquendo de Amat, nunca abandonó la escritura. Circulan a través de libros y publicaciones (agotados muchas veces) que recogen algunos poemas que Oquendo publicó en revistas cuya existencia se fueron olvidando (como los dos primeros poemas) o textos (apuntes, ensayos) que quedaron a mitad de su camino recorrido y que fueron conservados por un familiar y que a continuación transcribo.




 
 

 

NATURALEZA

 

El sol está mordiendo los senos voluptuosos

De la pradera verde…

Desnuda,

Oh qué sensual debe ser el Sol…

 

………………………………………………….

Los labios insinuantes del recuerdo

Me han besado con sabores de Ayer…

………………………………………………….

Y en la pizarra enigmática, de aquel asfalto gris

Yo… ella; éramos al crepúsculo

Como dos puntos de interrogación…

Naturaleza:

Pero si todo es verde,

Así, tan verde como los ojos de ella!...

 

(Bohemia Azul, Lima, año I, N. 1, 16 de setiembre de 1923)

 


CANCIÓN DE LA NIÑA DE MAYO

 

El viento entreabre tu sombrero luna de mayo

¿Por qué guardar en tus ojos violetas humedecidas?

dime tu nombre seguridad de flor

Háblame del recuerdo oloroso de los niños

que saben leer el mar

Y de tu infancia un ángel a la espalda y la gracia entre nosotros

Háblame

para que así lejanamente se caiga mi pena en el sueño

 

(Chirapu N° 3, página 6, 1928)

 

 

PARÍS

 

La Torre Eiffel sostiene el cielo cúbico de París

con el dedo pulgar

cuando pienso se quiebran 100 pétalos secretos

 

Lo sé

jamás escribiré sobre xxxxxxxxxxxxxxxxx (*)

 

En la tristeza imperfecta

xxxxxxxxxxxxx  corre detrás del último sueño

 

MI PALABRA ESTÁ PRISIONERA EN TU TERNURA

y no tengo a quién entregar mi xxxxxxxxxxxxxxx

lleno de América

    

                                   POR TI

 

 

EL CIELO Y LAS PALABRAS

 

Una mujer convertida en brisa y fruta fresca

En los cerros

las casas trepan como leopardos xxxxxxxxxxxxxxx

luciérnagas

 

De una cesta recién dibujada

una niña

saca los últimos panes horneados por sus manos

 

la vida se acorta cada tarde que el aire

xxxxxxxxx  por enredaderas

 

Estoy y no aquí solo toso estrellas

 

Nadie recoge

 

LOS LATIDOS DEL TIEMPO

 

 

POETA EN LOS EUCALIPTOS

 

He visto recorrer la luna en tus ojos

recuérdame

para que se abra la rosa distante de la lluvia

 

Tu sonrisa oración  xxxxxxxxxxxx

hizo que repentinamente

regrese  xxxxxxxxxxxx  del otro lado de la vida

y yo  xxxxxx  vivir en las ocho vertientes de mañana

 

El campo escribe poemas entre viejos eucaliptos

 

tú deshojas

 

LA MARGARITA DE TU MIRADA

 

 

NIÑO AL LADO DEL CIPRÉS

 

El horizonte volteaba el rostro

y la lluvia hablaba por tu mirada ángel desnudo

 

En tus pasos recién descubiertos de fina escarcha

aparecía mi nostalgia

 

Tus manos se ahogaron

Saúl dan bel  xxxxxxxxxxxx

en charcos ocultos y humo denso de las ciudades

 

No había ni una golondrina en la tarde

 

 

LOS BARCOS DENTRO DE LA TARDE

 

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

 

Entonces

los barcos pasarán en celuloide a colores

no   poemas   objetos   estéticos   estáticos

 

                       SINO

móviles   imágenes asimétricas

 

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

Hacia Europa de puerto en puerto

 

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

 

 

POEMA ESCRITO EN EL AGUA

 

El girasol de la lluvia no podrá alcanzarte Arthur (**)

en escalinatas de antiguos trasatlánticos

 

Pero los poetas puros no han perdido fe en el futuro

respiran dentro de una escafandra

 

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

 

¿Quién será que asoma trayendo el viento a la puerta?

 

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

 

En fin

xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

                                   xxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxxx

 

 

 

 

   Continuará…

 

 

                                                  Morada de Barranco, 25 de mayo de 2013.
 
 
 

EL MAR, SIEMPRE LA MAR

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                                                                       Y el mar que siempre nos nombra.
                                                                                Enrique Peña Barrenechea

 




   Voy a ser sincero: amo el mar, pero detesto “ir a la playa”. No siempre fue así, mi infancia estuvo salpicada de “bajadas a la playa”, esas citas impostergables con el mar (aunque las primeras estaban teñidas, debo reconocerlo, por el miedo y las lágrimas). Cómo olvidar los famosos y desaparecidos Baños de Barranco, su salón central que se transformaba en pista de baile, punto de encuentro de los jóvenes de entonces, quienes bailaban desatadamente los ritmos que con su furor habían invadido sus vidas. Todavía me veo caminar, pequeño (tendría cinco años), asombrado, asustado (¿por qué no?) entre las piernas salinas y playeras de muchos jóvenes que danzaban entusiasmados las canciones de un grupo que tocaba y cantaba en vivo (¿qué grupo sería?, ¿los Dolton’s?, ¿los Shain’s?, ¿los Silverton’s?...).
 
 
 


 

 
  Viejos recuerdos que asoman por estos días en que el Sol se va despidiendo y todavía se atreve a desplegar su luz y calor. Días de invierno, de un invierno típicamente limeño: tímido, húmedo, gris, poco agresivo, pero que ya cala hasta los huesos, incluso si uno anda bien abrigado. Lo comentaba con Rita ayer: “Amo sinceramente el mar”, ha estado casi siempre presente en mi vida. Pero lo amo entrañablemente en invierno. Aunque mis primeros recuerdos del mar tienen que ver con el verano. Incluso alguno implicó un descubrimiento, cuando con ocho años, creo, ya al atardecer y con los bañistas ausentes, me acerqué a donde ya nadie lo hacía, el famoso salón de baile de los Baños de Barranco que había sido destruido para ampliar una pista: ahora era un cementerio silencioso e interminable de chapas oxidadas, fierros retorcidos, maderos astillados. Comprendí que algo había concluido y empezaba algo que por mi edad no sabía qué era. Pero me ponía triste: era algo llamado nostalgia. Entonces no lo sabía.
 
 
 
 

 



   El mar, el verano: la infancia. No tengo un recuerdo, un solo recuerdo de adolescencia con mis amigos en la playa. Mi adolescencia tuvo, sí, como paisaje en algunas circunstancias de mi vida al mar, pero desde una prudencial distancia: desde los barrancos de Barranco. Aquellas largas conversaciones en el Malecón con Alfredo o con Franklin, conversaciones sazonadas con cigarrillos (que hoy hemos dejado) y algunas veces con licores de extrañas denominaciones. Horas interminables frente al mar que extendía su amplia sábana ante nuestros ojos que estaban más pendientes y atentos de nuestras cuitas juveniles: el amor, la música, el fútbol, los estudios, los libros.


 



   ¿Será que allí, en mi adolescencia, nació mi rechazó a ir de veraneo a la playa? No lo sabría decir, solo puedo decir que no le encuentro sentido al hecho de estar tumbado por horas sobre la arena a merced del entrometido Sol, cual si fuere un lobo marino o un cachalote varado. No es ese el ocio al que yo aspiro, ese no hacer nada que no sea estar tumbado. Aunque suene contradictorio, para mí es una pérdida de tiempo. Si algo siempre deseo hacer es viajar o, si estoy en Barranco, ver el mar y transitar por una playa envuelta por el misterio del invierno, de la espesa bruma invadiéndolo todo, cubriéndolo de magia y de siluetas que como fantasmas te van rodeando hasta ser tú mismo uno de los tantos espectros de este paisaje superrealista.






   Esta experiencia de caminar junto al mar, que durante algunos años disfruté con la compañía de “Paco”, mi hermano menor, hasta que los mismos años le dieron al pequeño sus propias alas y nuevas sendas que recorrer, no la he podido olvidar, esas salidas de los fines de semana, ese transitar por la playa brumosa, mientras nuestras huellas en la arena húmeda se convertían en un camino que no llevaba a ningún lugar que no fuera la alegría de saberse parte de esa atmósfera y de ese paisaje… Hoy visito al mar, quizá ya no con la continuidad de antes, ahora lo hago con Rita y con Kathia y no he perdido la costumbre de “leer” los extraños mensajes que el mar abandona como botellas en las orillas, esos secretos que las olas se empeñan en trazar como inextricables caligrafías que “los de acento marino” sabrán intuir, sospechar.


 

 


   Para los amantes del turismo y del surf podrá resultar chocante lo que he de decir: soy de los que jamás haría un viaje (ni dentro del Perú ni al extranjero) para recalar en una playa. Eso es algo que no me interesa, a no ser que sea un viaje para conocer esa playa e intentar descifrar su paisaje, asombrarme… que es lo que me pasa con algunas películas (que son otro tipo de viaje, pero viaje al fin y al cabo), hablo, por ejemplo, de ciertas cintas de Rohmer donde sus protagonistas tejen sus historias en pleno verano y frente (o dentro) del mar: Cuento de verano; Paulina en la playa, por mencionar dos de las que más amo y frecuento siempre ansioso y entusiasmado: ¿Quién que ame el cine podría no amar estas películas del gran Eric Rohmer? Filmes donde el verano y las playas no solo son un decorado sino personajes de historias que nos conducen a conocernos un poco más.






   En definitiva, amo cualquier lugar que me permita realizar lecturas (sea el mar, las montañas, el desierto o un bosque), lugares que me lleven al descubrimiento y al asombro no solo geográfico. Por eso puedo afirmar, sin arrepentimiento alguno, y a estas alturas de mi vida algo tan contundente como esto: detesto “ir a la playa”, veranear en las costas de cualquier balneario (por muy pintado que sea), pero si algo tengo claro es que amo el mar como pocos lugares y creo que no podría vivir muy alejado de él, me sería imposible.

 

                                                                    El mar, el tierno mar, el mar de los orígenes…
                                                                                           Emilio Adolfo Westphalen

 

 

             A la memoria de don Jaime Angeles Rodríguez, mi suegro, en el día de su cumpleaños.

 
 



   Continuará…

 


                                                  Morada de Barranco, 2 de junio de 2013.
 
 
 
 

UN CUENTA HISTORIAS

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                                De esa manera ellos verían que también se podía aprender dejando volar la imaginación…
                                                                                                                    Edgardo Rivera Martínez

 


   Si algo gusta a los alumnos es que se les cuente historias, sean cuentos, leyendas, mitos, tradiciones, fábulas, anécdotas... Siempre me ha llamado la atención cómo se preparan para escuchar: se acomodan bien en sus carpetas y en el más absoluto silencio se abandonan al desarrollo de la historia. Luego de contarlas, he sido (y soy) testigo de sus bellas, más bellas que nunca, caras de complacencia y emoción, me vuelvo depositario de sus preguntas, incluso de sus aplausos que en alguna oportunidad han estado a punto de quebrarme de la emoción.
 
 

 
   Otras veces sonrío o con disimulo (y a mandíbula batiente) rompo a reír: las ocurrencias de los alumnos a veces me desarman y la risa es inevitable. Como aquella vez en que me crucé con un alumnito de primero de secundaria, me saluda efusivamente y percibo que a mis espaldas y casi con timidez dice como para que escuche de refilón: “Historia”. Obviamente en esa sola palabra expresaba un pedido: “Queremos que nos siga contando más historias”. Y lo seguiré haciendo, pues el pedido no solo es suyo sino de todos sus compañeros, como lo he podido comprobar.



 
   ¿Por contar historias no hago clases? Así podría pensarse, pero no, debo y tengo que cumplir con los programas. Las historias son el punto de partida, el inicio de una sesión de clases: motivación, le llaman algunos. Y efectivamente, no hay mejor motivación que inundar sus pequeñas cabezas con aventuras: experiencia que no solo sucede con los primeros grados, ocurre también con tercero, cuarto y quinto de secundaria.




   Hay veces en que entro a un salón y todos en coro dicen golpeando sus carpetas: “¡His-to-ria, his-to-ria, his-to-ria…!”, solo cuando les digo que les tengo una nueva historia se calman, pero nunca falta uno (o una) que entre la multitud dice: “pero que sea larga”, incluso por allí hasta se me acercan y con cara muy formal me proponen el tema: “Que sea de terror, profe” o “que sea de griegos, por favor”. Sonrío, ¿qué más puedo hacer?




   Justo hace un par de días ocurrió algo que me motivó una sonrisa. Entré al salón de segundo en mi colegio de Miraflores, luego de los saludos, cogí el plumón de pizarra y escribía decidido el título del tema cuando escuché que un alumnito le decía a una compañera suya a media voz: “Se ha olvidado de contar la historia, va a hacer clases y no nos ha contado una historia…”. El tono medio angustiado de su voz me llevó a dejar de escribir, volteé, miré a Bryan (que ese es su nombre) y solo le dije: “No te preocupes, lo hice a propósito, ya empiezo con la historia”. Y empecé, es ya de ley.


 

   Contar historias. ¿De dónde me viene esto? Ya alguna vez lo he contado y comentado, mi padre (“Papá Isaac”, le llama mi hija) solía hacerlo con nosotros, me refiero a mi hermana Gloria y yo, cuando niños. Sentados alrededor de la mesa ya de noche, mi papá se ponía a contar historias diversas que atrapaban nuestra atención infantil, escuchábamos emocionados la palabra de nuestro padre y nuestra mente iniciaba increíbles viajes que no hemos olvidado. ¿Es que podrían olvidarse experiencias de ese tipo? Imposible, como lo comentábamos hace poco con Gloria, Arturo (mi otro hermano) y mi madre.


 

   Allí está la semilla que luego fue creciendo hasta volverse en un árbol saludable, bajo su sombra me atreví a contar historias inventadas para la ocasión (como cuando bajábamos a la playa) a mi pequeño hermano “Paco”, quien algunas veces molesto me reclamaba cuando la historia era breve: “¡Tan cortito!”. Hasta que un día, después de muchas historias y apenas aprendió a leer se atrevió con su primer libro: El principito, por sugerencia mía. Y llegó el día en que me pidió un libro, aún lo recuerdo, muy de mañana: “¿Tienes Los tres mosqueteros?”, me soltó a boca de jarro. “Sí”, le dije, incrédulo, “chapando” el disparo, mientras en mis fueros internos me decía que era un libro muy grueso, imposible que lo terminara de leer, sobre todo porque era un niño que no llegaba a los siete años. Prejuicios míos. Me equivoqué, no solo lo terminó sino que siguió pidiéndome libro tras libro. Como conmigo, las historias habían surtido efecto, mi hermano se había convertido en lector. Ahora continúo en la brega con mi hija y con mis alumnos que son otros hijos míos.


 

   Si los padres (y los profesores) comprendieran las bondades del contar historias, tal vez ahora no estaríamos lamentándonos del porqué hay tanto joven en el Perú alejado de la lectura, es más, tanto joven manejando prejuicios como el de que la lectura es una actividad aburrida y para marcianos. Contemos historias, seamos cómplices de nuestros hijos cuando los lancemos a los espacios de la imaginación y nos dejaremos de lamentar por algunas cosas. Pero si queremos “lectores mínimos”, como los llamaba un escritor chileno, continuemos como hasta ahora, alejados de ellos y dejándolos en manos de los “aparatitos” que les vienen a solucionar su poco compromiso con la formación de sus hijos.


 

   Pero hay algunos que no lo comprenden, hasta se atreven a pontificar en territorios que no son los suyos. Alguna vez tuve un problema por contar historias en los salones. Un ignorante dueño de colegio me objetó el que yo “perdiera valioso tiempo por contar historias en lugar de avanzar con el programa, con los contenidos”. Debo reconocer que su reproche me hizo dudar en un primer momento, pero luego me daría cuenta que quien andaba rotundamente extraviado era el personajillo de marras de ingrata recordación, quien a la fecha debe seguir pensando que la educación es solo  un asunto de engordar el cuaderno con temas y temas para así justificar la pensión que cobra.


 

   Hace poco leí una entrada en el blog de Daniel Domínguez, con la lucidez muy propia en él escribió:Nadie se atreve a reconocer que no existe Educación sin Relato. El cuento de quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos. Una historia de certezas y perplejidades, dudas y deslumbramientos, abismos y epifanías. Y justamente eso es lo que los maestros se han dejado arrebatar en los últimos treinta años: ya no tienen nada que contar porque han abdicado de su condición de narradores, aquellos que traían a la escuela una historia valiosa que habían vivido o que habían escuchado contar en el viaje de la vida. No contenidos, sino experiencias cardinales. No asignaturas, sino umbrales de descubrimiento. Las pizarras digitales, las TICs, las no sé cuántas materias... son sólo síntomas de una deriva aberrante…”. Me sentí tan bien al leerlo, sobre todo acompañado o acompañante.


 

  Hace unas semanas me ocurrieron dos cosas, ambas muy importantes para cualquier profesor que piensa que la educación no solo es asunto de notas o cuadernos con más o menos hojas. Resulta que un día lunes llegué muy temprano a mi colegio de Barranco, pocos alumnos habían llegado. Ingresé al salón de segundo, donde me tocaban las primeras horas, y veo en una de sus paredes un collage pegado. En el papel, junto a muchos nombres de personajes (actores, actrices, cantantes…), se encontraba mi nombre acompañado de un apelativo: “Orlando cuenta historias”. Me emocioné como pocas veces. Cuando el papelote cumplió su función, les pedí a los chicos (María José, Antonella, Valeria, Luana, Brigitte) que me lo regalaran y cual si fuera un trofeo lo llevé a casa y se lo mostré a Rita.  


 

   Unos días después, en mi colegio de Miraflores, Christie, una alumna de segundo (por coincidencia) me buscó y me entregó en un pasadizo un cuadernillo de hojas de colores con palabras muy bonitas por mi labor y entre ellas, nuevamente el apelativo “cuenta historias”. Como en la oportunidad anterior, llegué a casa llevando en mis manos este bello trofeo y sonrisa de por medio se lo mostré a Rita. Supongo que uno de estos días ambos papeles se lucirán enmarcados en una pared del departamento: “Orlando cuenta historias”. Suena bien. Como me dijo Rita: "Suena a triunfo". Y yo feliz, y ellos, mis alumnos, más felices aún.



 

   Continuará…

 

                                                 Morada de Barranco, 30 de junio de 2013.





 

¡VALE UN PERÚ!

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                                                                                        ¡Oh Perú de metal y melancolía!
                                                                                                    Federico García Lorca

 

 
   Tan lejos como puedo recordar, el Perú es un país de Luz: total antes de la llegada de los españoles, contenida y borrascosa desde el día que los conquistadores encontraron, cerca de las aguas de la costa norte (Tumbes), una barca piloteada por un indio al que preguntaron por signos y vociferaciones el nombre del país: Virú respondió, y desde entonces los grandes cataclismos comenzaron y la avidez se impone y rueda y, sedienta de oro y de sangre, vino a alcanzar la piedra y el oro que eran la materia misma del gran sueño de las civilizaciones precolombinas en el Perú desarrollándose durante siglos… Son las primeras líneas de un bello texto escrito por César Moro, el gran poeta superrealista, titulado Biografía Peruana. El Perú. Territorio milenario, mágico espacio cuya atmósfera cargada de sueños y pesadillas, alegrías y pesares sin data, nos puebla y poblamos.
 
 

 

   A raíz de la conquista, se abrió al mundo de entonces el espacio luminoso de las antiguas culturas desarrolladas en el territorio del Perú, digamos mejor la de los incas: los ingentes cargamentos de oro y plata que llevaron a Europa desde estas viejas tierras; la fama del templo del Coricancha cuyas paredes estaban recubiertas con planchas de oro y plata (sobre ellas el disco solar y el disco lunar, con los mismos materiales, para variar), sus jardines fastuosos, réplicas de la realidad real, en oro, plata y piedras preciosas; la captura de Atahualpa y su ofrecimiento de llenar dos cuartos con plata y uno con oro hasta donde llegara la punta de sus dedos para lograr su liberación; Jauja, la primera capital del Perú; los Comentarios Reales del Inca Garcilaso… alimentaron la fantasía del europeo y nació la frase de leyenda que hasta hoy se repite: “¡Vale un Perú!”, para referirse a algo único o muy valioso.



   Entre los primeros libros que yo recuerdo se encuentran los referidos a mi país. Fue un libro de historia sobre los incas mi primer libro: sus dibujos maravillosos en blanco y negro poblaron mi imaginación de niño con ese mundo desaparecido del Tahuantinsuyo. Luego vendría una antología de los Comentarios Realesdel Inca Garcilaso de la Vega, en edición humilde y breve de una desaparecida editorial, hablo de Editorial Mercurio. Ya en mi adolescencia tres libros llegaron a mis manos y ojos. El primero de ellos fue La Conquista del Perú de Prescott (Borges comentó alguna vez que fue el primer libro de historia que leyó), en una edición popular y resumida.





 

   El segundo libro fue uno que entonces se mencionaba como imprescindible y del que hoy casi nadie se acuerda, me refiero al voluminoso El Imperio Socialista de los Incas de Louis Baudin.


 

   El tercer libro fue uno cuyas ilustraciones me impresionaron, me refiero a Los Incas de Victor W. Von Hagen, libro acompañado con dibujos de Alberto Beltrán.



   Por estos días he venido leyendo varios libros (cuentos, poesía, ensayo), en dos de ellos he encontrado alusiones directas a los incas y al Perú (como nos miraban y como, a pesar de los años, muchos nos siguen mirando): en El cántaro fresco (publicado en 1920), libro de prosas poéticas de Juana de Ibarbourou (la famosa Juana de América, tal como la bautizara nuestro Chocano), encontré entre sus variados textos uno que se basa en una leyenda que robó mi atención por obvias razones. De la leyenda solo sabía por una canción interpretada por la diva Yma Súmac (aunque las dos palabras del título de la canción están escritas con “s” y no con "z"). He aquí el texto de la Ibarbourou:

 



ZURAY – ZURITA
 

   Un lírico peruano amigo mío me ha contado la leyenda maravillosa de Zuray-Zurita. Y por él he sabido que en la cálida tierra de los incas la canción popular, la que se prende a los labios de la gente humilde en todo momento de emoción, la que equivale a nuestra vidalita melancólica, se llama así, de ese modo tan rítmico: Zuray-Zurita.

   Parece una queja de paloma, tiene algo de onomatopéyico, como si en realidad el indio hubiera recogido ese nombre de la garganta de un pájaro triste y arrullador como él. ¿Por qué la vidalita se llama vidalita? No conozco sobre esto ninguna leyenda, pero me sorprende el acierto del pueblo para dar nombre a las canciones donde vierte su alma. También vidalita suena de un modo rítmico y extraño como si las cuatro sílabas se quejaran cantando o como si formaran un lírico racimo estrujado.

   Zuray-Zurita… Vidalita… Copla… Ahí está la poesía verdadera, la honda, la eterna, la viva, el manantial. Entre ella y la que hacemos nosotros, cazadores de imágenes llenos de pretensiones y avideces, hay la diferencia enorme que existe entre una botella de agua mineral y una cachimba.

   Cada copla tiene a su espalda una historia sentimental; de cada corazón de criollo desgraciado en amor, ha nacido una vidalita; cada Zuray-Zurita es un lamento, un gemido mielado, un arrullo de torcaz dolorida. Pero el canto indio se alza sobre una raíz maravillosa: la leyenda de la virgen incásica torturada por los conquistadores, para que revelase el sitio donde fueron escondidas por sus hermanos las esmeraldas del templo del Sol. Mas Zuray-Zurita murió sin traicionar a los de su raza. Y los gemidos de la mártir cobriza y solar los recogió el pueblo para inmortalizarlos en lo mejor y más bello de sí mismo: sus cantares.

   Zuray-Zurita vivirá por siempre en la cálida tierra peruana, porque su nombre se ha fijado en un monumento que nunca derrumbará los siglos: la poesía popular.

 

 
   Debo suponer que ese lírico peruano mencionado no debe ser otro que Juan Parra del Riego, poeta nacido en Huancayo y que se fue a vivir a Uruguay. Allí vivió varios años casado con Blanca Luz Brum, bella poeta uruguaya con quien tuvo un hijo. En ese país estuvo bien considerado y fue amigo de muchos intelectuales orientales, uno de esos personajes debió ser Juana de Ibarbourou. Parra, que escribió polirritmos futuristas al fútbol y a la velocidad, en realidad no vivió mucho, pues la tuberculosis acabó con su vida a los treinta y un años. Hoy se le recuerda en Uruguay con una calle y una pequeña plaza. Aquí en el Perú, en Barranco, una bella casona alberga a un centro cultural que lleva su nombre y bajo el Puente de los Suspiros, una placa de mármol lo recuerda con un poema suyo.




 


   Luego de leer el libro de la poeta uruguaya, tomé un libro que no leía desde hace mucho, por coincidencia hallé en ese libro de Gustave Flaubert, donde se reúnen Tres Cuentos, un apéndice sustancioso cuyo título en francés es Dictionnaire des idées recues (una traducción aproximada sería Diccionario de tópicos), condensada en menos de una línea toda esa leyenda áurea que nos ha acompañado desde hace más de quinientos años y que ha motivado esta entrada:
 




Perú:País en el que todo es de oro.


 



   Así sucede con ciertos países, por mencionar a uno, a Egipto se le llama desde Herodoto como “el don del Nilo”, por obvias razones, la frase no requiere mayor explicación: lo que se dice de Egipto corresponde a la realidad. En un país como el nuestro, donde no se ha podido erradicar todavía la pobreza y existe mucha desigualdad, donde la distribución de la riqueza no es justa, resulta imposible pensar como la ironía de Flaubert, aunque se venga al recuerdo esto que alguna vez leí: que con toda la plata que sacaron del Perú, fácilmente se podría construir un puente de ese metal que uniera Sudamérica con España. Bueno, esto no es extraño, el Perú ha sido desde siempre un país de leyendas e hipérboles. Leyendas e hipérboles de lado, siempre he pensado que la mayor riqueza del Perú ha sido su gente, su capacidad para enfrentar y sobrevivir a situaciones extremas, una de ellas es justamente la conquista: con ella desapareció el Tahuantinsuyo pero sobrevivió el mundo andino.


 

   En todo caso, antes de pensar en el Perú como el “país en el que todo es de oro”, habría que pensarlo como el país donde todavía hay mucho por hacer, como el famoso verso de César Vallejo.


 
  




   Continuará…

 


                                                              Morada de Barranco, 21 de julio de 2013.



 
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