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Channel: el bebedor de la noche
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LLUVIA EN CANCIONES Y EN PELÍCULAS

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                                                         Y en el barro
                                                         la lluvia ha hecho dos caminos claros
                                                         Como dos bracitos ingenuos
                                                         que pidieran

                                                         ALGO
                                                                    Carlos Oquendo de Amat






   La semana pasada colgué una entrada cuyo tema fue la ausencia de lluvias en Lima. La palabrita “lluvia” no me ha abandonado desde entonces. Pienso en ella y algunas canciones, inevitablemente, vienen a mi memoria. Canciones que, en algún momento de mi vida, me acompañaron, me dieron aliento y hasta quizás me llenaron de nostalgia, lo que hoy muchos llaman  (aunque no me guste la frasecita pues ya se volvió cliché) “el soundtrack de tu vida”.





   Entre esas canciones voy a mencionar a cuatro (aunque hay más): Rain de The Beatles, composición de John Lennon de 1966, canción que ya deja escuchar los experimentos con los sonidos (voces al revés, por ejemplo), característica de su etapa psicodélica que alcanzará la cima con su disco Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, del año 1967. Cada que escucho Rain, una pregunta siempre me invade: ¿Por qué no formó parte de Revolver en lugar de esa canción antipática de Yellow submarine? Bueno, las cosas no son como uno quiere.





   La siguiente canción es de un grupo uruguayo, muy famoso en mi infancia y que hasta hoy conserva su prestigio entre los jóvenes (mi hija y mi hermano Arturo disfrutan mucho con sus temas), me refiero a Los iracundos, ellos tuvieron dos canciones a la lluvia, pero la que más me gusta es la titulada Es la lluvia que cae: “El mundo está cambiando / y cambiará más / el cielo se está nublando / hasta ponerse a llorar / y la lluvia caerá / luego vendrá el sereno…”. Gran canción.





   Una de las bandas pioneras de rock de la Argentina es Los gatos, ellos tienen un tema que cada que lo escucho me lleno de nostalgia y recuerdo esos años en que, muy niño aún, me iba al colegio y en el camino tarareaba algunas canciones, entre ellas un tema de Los gatos: Viento, dile a la lluvia: “Viento, dile a la lluvia / que quiero volar y volar / hace más de una semana / que estoy en mi nido / sin poder volar // viento, dile a la lluvia / que al final mi nido destruirá / yo estoy con mi compañera / hace una semana sin poder volar…”.





   La cuarta canción es del argentino Leonardo Favio (que también fue un gran director de cine), un tema cuyo título no menciona la palabra “lluvia”, pero está presente en toda la canción, me refiero a O quizás simplemente le regale una rosa, tema de su primer álbum Fuiste mía un verano, del año 1968. La voz gruesa de Leonardo Favio canta en tanto un coro femenino complementa la letra: “Hoy corté una flor  (y llovia y llovía) / esperando a mi amor (y llovía y llovía) / presurosa la gente pasaba, corría / y desierta quedó la ciudad pues llovía / …”.





   Como decía, hay más canciones con el tema de la lluvia, pienso en Esta tarde vi llover, de Armando Manzanero; Llueve sobre mojado, de Fito Paez y Joaquín Sabina; No rain, del grupo Blind Melon; Have you ever see the rain, de Creedence Clearwater Revival; Purple rain, de Prince; Crying in the rain, de The Everly Brothers. Incluso hay canciones como November rain del grupo Guns N’ Roses, que no me gusta nadita (ni la canción ni el grupo).






   Pero no solo viene a la memoria canciones, también llegan al recuerdo algunas escenas de películas. Cuando uno habla de cine, de escenas cumbres del séptimo arte, se viene a la memoria imágenes como el ojo cortado de Un perro andaluz, o Harold Lloyd colgado de la aguja de un reloj en Safety last, o Charlot y el niño con el policía detrás en The kid, o la sombra de Nosferatu en la película del mismo nombre, o Marilyn Monroe con el vestido levantado en The Seven Year Itch, o  Janet Leigh gritando en la ducha en Psycho, o la pandilla comandada por William Holden dirigiéndose a su muerte segura en The Wild Bunch o a Gene Kelly que con paraguas canta y baila bajo la lluvia.


























   ¿Películas con escenas de lluvia? Muchas, pero ahora que trato de recordar, acuden a la memoria, por ejemplo, y en completo desorden, la mencionada Singin’ in the rain (“Cantando bajo la lluvia”), película de Stanley Donen del año 1952.





   The African Queen (“La reina africana”), película dirigida por John Huston en 1951, con Humphrey Bogart y Katharine Hepburn como protagonistas.




   Louis Malle dirigió a Jeanne Moreau en Ascenseur pour l’échafaud (“Ascensor para el cadalso”), en el año 1957, bella y terrible película sobre un amor fou.





   Clint Eastwood dirigió y protagonizó, junto a Meryl Streep, la conmovedora The bridges of Madison county (“Los puentes de Madison”), del año 1995.





   Breakfast at Tiffany’s (“Desayuno con diamantes”) es un filme dirigido en 1961 por Blake Edwards y que protagonizan Audrey Hepburn y George Peppard.






   El director Wong Kar-wai filmó el año 2000 la película Fa yeung nin wa (conocida por estos lares como “Deseando amar”)que contó como protagonistas a Tony Leung Chiu Wai y Maggie Cheung.





   Por partida doble menciono al genial Akira Kurosawa quien filmó Ikiru (“Vivir”) en 1952 y dos años después Shichinin no samurái(“Los siete samuráis”).








   John Ford dirigió en 1952 la que probablemente es su mejor película, me refiero a  la inolvidable The quiet man (“El hombre quieto”) que contó con las actuaciones de John Wayne y Maureen O’Hara.





   Ladre di biciclette (“Ladrón de bicicletas”) es un filme neorrealista de 1948 y fue dirigido por Vittorio de Sica en medio de una Italia de la posguerra.





   Ukiguza (“La hierba errante”), de Yazujiro Ozu del año 1959, es una película cuyos colores y planos estáticos nunca se olvidan.





   Woody Allen por partida doble en películas como Match Point (que circuló por otros países como “La provocación”) del año 2005 y Midnight in Paris (“Medianoche en París”) del año 2011.








   En 1948, David Lean filmó Oliver Twist, película basada en la novela del mismo nombre de Charles Dickens.





   Y para terminar esta breve lista, una película de Jean-Luc Godard de 1966, me refiero a Masculin, féminin (“Masculino, femenino”), protagonizada por ese ícono de la nouvelle vague como es Jean-Pierre Léaud y por Chantal Goya.





   Escenas con lluvia, imágenes que no se borran y que prestas acuden al recuerdo. Como dije de las canciones, "hay más", son las que recuerdo, huellas gratas de esos espacios de tiempo que nunca se podrán olvidar, algunas ya lejanas, en que uno se abandonaba (como hasta ahora viene sucediendo) a las imágenes proyectadas en el ecran (o en su defecto, en la pantalla de un televisor) para iniciar esa gran aventura de vivir vidas paralelas y alimentar las múltiples máscaras que nos habitan.







Lluvia temprana:
un camino hacia el mar
entre los árboles.

                 Ôsuga Otsuji






   Continuará…







                                   Morada de Barranco, 1 de febrero de 2016.






CURIOSIDADES BARRANQUINAS I

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                                                               Se ven sombras capuchinas
                                                               en el hall de las neblinas.
                                                                           José María Eguren







   Barranco tiene sus misterios y también sus curiosidades. Pensando en esto último, recordé que hay algunas cosas que los mismos barranquinos (y probablemente con mayor razón los que no lo son) no conocen de este distrito, el más pequeño de Lima, pero que a pesar de sus dimensiones tiene un mar de curiosidades que explican de alguna manera el espíritu de estas tierras y de sus habitantes, asuntos sobre los que sería bueno escribir e informar, es así que embarcado en estas curiosidades publico este primer puñado de noticias que andan dispersas y muchas veces ocultas. Sirvan, pues, estas líneas para conocer un poco más a este pequeño territorio de brumas, que por cierto, es mucho más que el lugar o centro de diversión de los fines de semana.










1. Dice la leyenda que a mediados del siglo XVIII, pescadores indígenas venidos de Sulco (Surco), bajaban al mar del actual Barranco a realizar sus faenas. Una noche observaron sorprendidos que por la zona por donde solían bajar se veía una luz que a la distancia se tornaba pequeña. Luego de varias noches seguidas de ver ese punto luminoso, con la idea de que pudieran ser asaltantes que pernoctaban en la zona, se acercaron con palos en la mano para espantarlos y constataron que no había nadie, que era un fuego que ardía misteriosamente en forma de cruz. 










   Algunas versiones dicen que una vez consumido el fuego había un crucificado dibujado en el suelo. Lo cierto es que el fuego (o el dibujo) fue tomado como un mensaje divino. Tiempo después, un panadero de apellido Caicedo, dicen, construyó en el lugar una humilde capilla con su sacristía y alrededor de ella se empezaron a construir algunas casas que, con el tiempo, dieron origen a Barranco. Hay una décima con versos octosílabos, cuyo autor desconozco, que dice al respecto.










El origen de Barranco
es de envidiar, sí señor,
porque al revés de otros pueblos
que deben su fundación
a un blanco aventurero
o a un indio emperador,
los barranquinos sabemos
por muy vieja tradición,
que el fundador de Barranco
fue nada menos que Dios.











2. Siempre me llamó la atención que distritos como Miraflores y Chorrillos tuvieran restos arquitectónicos prehispánicos. Digo Miraflores y pienso en la huaca Pucllana (que durante mucho tiempo se le llamó huaca Juliana), pienso en Chorrillos y se viene al recuerdo Armatambo, al pie del Morro Solar. Pero… ¿Barranco? Siempre pensé que Barranco no tenía ningún resto arqueológico. Estaba equivocado. Sí lo tuvo y hasta hace poco tiempo, una lástima su desaparición que es prueba fehaciente de la desidia y desinterés de las autoridades por estos asuntos.


Huaca Pucllana


Huaca Armatambo


   Frente a la desaparecida Lagunita, allá donde empieza (o termina) la vía expresa, hubo un terreno abandonado durante mucho tiempo, incluso un tiempo anunciaban que allí iban a construir unos condominios (creo que lo anunciaban como Los delfines). En ese terreno se conservaron hasta el año 2002 los restos de un adoratorio prehispánico, como se pueden ver en la primera foto aérea, lamentablemente, quienes debieron salvaguardar tan importantes restos que hablaban de nuestro pasado, permitieron su lamentable destrucción, como se ve en la segunda foto. Hoy ya desaparecido esos restos, en el terreno se ha construido una mole de concreto que será la sede de la UTEC (una nueva universidad, para variar).












3. Es conocida la perífrasis de Barranco: la Ciudad de los Molinos. No es gratuita ni antojadiza. Ocurre que en el pasado, cuando las distancias parecían más amplias, Barranco que fue primero una aldea y después un balneario, no contaba con redes de agua, entonces su gente la obtenía de las corrientes subterráneas. Para hacer aflorar el agua, emplearon la fuerza eólica, construyeron molinos de viento, eran tantos y tan vistosos que hicieron de Barranco un lugar con un paisaje particular, único en Lima. Con el paso del tiempo y la modernidad, esos molinos fueron desapareciendo y hoy solo los podemos ver a través de las fotos antiguas que los rescatan del pasado y del olvido.





















   Sin embargo, el día de hoy podemos ver en Barranco dos molinos (por cierto, ninguno es sobreviviente de los viejos molinos que salpicaron antaño el panorama barranquino): el primero y más grande (esfuerzo de nuestro recordado amigo Gonzalo Bulnes Mallea) ubicado allí donde empieza el distrito, junto a la quebrada de Armendáriz y el otro, más pequeño, unos metros más abajo, junto al campo deportivo Luis Gálvez Chipoco, ambos se constituyen en símbolos materiales de una realidad desaparecida, pero perennizada en esa perífrasis tan poética cuando se habla de Barranco, la Ciudad de los Molinos.








4. ¿Por qué Barranco se llama así? Algunos sostienen que cuando los pescadores indígenas de Sulco (Surco) iban a pescar frente al mar del actual Barranco, tenían que bajar por los acantilados, una de esas bajadas estaba por el lado de la calle Doméyer, supongo que debió ser por donde bajaba y subía el funicular, que entonces no existía, y se referían a esta zona de pesca como “el Barranco”: “Voy a pescar al barranco”, decían los pescadores. De ahí vino el nombre, y el nombre quedó.








   Pero pocos saben que Barranco tiene (o tuvo) alguna vez otro nombre: San José de Surco. Este nombre apareció en 1892, cuando por ley promulgada un año después, a Barranco (creado como distrito en octubre de 1874) se le anexó Surco (que cobraría autonomía recién en 1929). Hoy ese nombre de San José de Surco es solo es un recuerdo.









5. Cuando uno ve el escudo de Barranco, muy pocos se dan cuenta de un grueso error. Me explico. En la imagen del escudo, la Ermita se halla sobre un promontorio hacia el lado izquierdo, a su derecha se ve el mar con un sol poniente desplegando sus rayos. El error está allí. Si nos paramos frente a la Ermita, ese pequeño templo que está ubicado luego de cruzar el Puente de los Suspiros, el mar visible se encuentra a su izquierda, es decir, la imagen del escudo está invertida. Error que hasta el día de hoy permanece y pareciera que nadie se propone corregir.














6. El famoso Puente de los Suspiros que permite unir las calles Ayacucho y Ermita, antes era más largo pues medía 44 metros, ahora solo llega a los 31, tiene 3 metros de ancho y está a 8 metros y medio del suelo. El halo romántico que rodea a este "puentecito escondido", hizo que allá por 1960, la compositora Chabuca Granda compusiera un bello vals titulado justamente “Puente de los Suspiros”. 














   Unos datos más, el puente fue construido en 1876, es decir, dos años después de la creación de Barranco como distrito. Cuando sucedió la infausta Guerra del Pacífico fue incendiado por los chilenos el 14 de enero de 1881 (un día antes hicieron lo mismo con Chorrillos y un día después con Miraflores). Posteriormente se reconstruyó y hasta el día de hoy el Puente de los Suspiros es un referente para las parejas o para quien quiera transitar entre pájaros y árboles, parafraseando un verso del siempre joven Javier Heraud.




















7. Entre la avenida San Martín y el Paseo Saenz Peña se ubica un obelisco de mármol, es el dedicado al General José de San Martín, libertador y protector del Perú. Este monumento no siempre tuvo esa ubicación. Fue inaugurado frente al Parque de la Exposición en 1906, en Lima. Años después, según algunos en el año 1922, según otros en 1924, el monumento fue trasladado a Barranco, pero no al lugar en el que está en la actualidad, sino cerca a lo que fue la estación del tren de Lima-Chorrillos; es decir, allí donde terminan las calles Cajamarca y Unión, junto a la malograda avenida Bolognesi. 

















   Cuando se ubicó este monumento dedicado a la memoria de San Martín en Barranco, todavía conservaba el ángel de la victoria que coronaba el obelisco, como puede verse en la foto en sepia. Sin embargo, dicho ángel ya no se ve en el obelisco cuando se le reubicó por segunda vez en Barranco, como puede verse en las dos últimas fotos. Lo que ocurrió fue que con el terrible terremoto de 1940, dicho ángel se vino abajo y se destruyó por completo.















8. Hace muchos años, fue ubicada frente a la antigua iglesia de San Francisco Solano de Barranco, probablemente el único templo que tenía cuatro torres en Lima, una escultura en mármol que representaba a la Virgen María, en esa tranquila plazuela barranquina estuvo durante muchos años, rodeada de una apacibilidad aldeana y de casonas como la del gran poeta peruano José María Eguren. 


















   Hasta que la escultura fue trasladada, por los mismos franciscanos, a Junín y la colocaron frente al Convento e Iglesia de Ocopa en el año 1954, desde entonces es parte de ese complejo colonial desde donde partieron, en épocas pasadas, las misiones que difundieron ideas religiosas y el espíritu de peruanidad por zonas agrestes, labor esforzada, por cierto, que impidió el avance impetuoso de los bandeirantes brasileños. Este trabajo denodado de los franciscanos permitió, años después, mantener para el Perú ese territorio que hoy llamamos la selva central de nuestro país.















   Hoy la iglesia y parroquia de San Francisco tiene otra imagen, el viejo templo fue demolido: el nuevo posee una sola torre, la más alta de Barranco. Esa característica silenciosa y de atmósfera tranquila de la plazuela se conserva hasta el día de hoy, como se conservan en su perímetro los tradicionales ranchos, a pesar del paso del tiempo y la voracidad de las empresas constructoras, lo que despierta en nosotros la sensación de que el tiempo allí se hubiera detenido.
















   Continuará…






                                       Morada de Barranco, 8 de febrero de 2016.







A LA MEMORIA DEL POETA JOSÉ PANCORVO

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                                                                   Y todo lo que diga ya es tu aurora.
                                                                                           José Pancorvo







   Tenía pensado escribir la continuación de la entrada anterior sobre ciertas curiosidades de Barranco, mi morada. No será así, la parca que inesperadamente asoma lo trastoca todo. He dejado pasar las horas para tratar de asimilar la partida de un viejo amigo, un viejo y querido amigo, el poeta peruano José Antonio Pancorvo Beingolea. Pero me resulta difícil.





   Ahora que ha partido, he de extrañar (es más, ya extraño) su don de gentes, la amabilidad y sonrisa que siempre mostraba, su espíritu joven y curioso que lo llevó a estar como una certera compañía de los más jóvenes, de los que se iniciaban. Ya no está más con nosotros, ha partido hace dos días, pero su estro poético pervivirá por siempre, su voz ha vencido ya a la muerte, eso lo tengo seguro. Intentaré recordar al gran amigo.






   La primera vez que vi al poeta Pancorvo fue en el suelo, puede parecer que estoy desvariando, pero no, la primera vez que lo vi fue en el suelo, gateando, para mayor precisión. Fue en la presentación de los dos primeros números de la revista Tocapus, en febrero de 1993, en el desparecido teatro Manuel Beltroy, ubicada en la también desaparecida Lagunita de Barranco (¡ah, “juventud, divino tesoro…”!).






   Recuerdo muy bien que estábamos leyendo poemas, en la mesa se hallaban las poetas Dalmacia Ruiz Rosas, Rossella Di Paolo, entre los varones Víctor Coral, Tulio Mora y los tres coeditores: Willy Gómez Migliaro, Pablo Landeo y yo, cuando en eso se oyó un estrepito que asustó a todos, miramos hacia el fondo del salón y ahí descubrimos a alguien gateando e intentando pararse, era José Pancorvo (hombre bastante alto y entonces con sobrepeso) en cuya silla,  blanca y de plástico, las patas habían cedido y él con toda su humanidad fue a dar al suelo. Fue la primera vez que lo vi, aunque quizá antes ya había escuchado de él, no lo puedo precisar.






   Pero no fue la única vez en que el querido poeta fue a dar al suelo, por lo menos frente a mí, la siguiente vez sucedió en una de las fechas del ciclo de recitales que organizamos Willy, Pablo y yo, en la Biblioteca Municipal de Barranco y que titulamos “Jueves será…”, allá por abril de 1994. En pleno recital oímos un ruido semejante al del Manuel Beltroy, era el poeta Pancorvo que había vuelto a caer y que, sospechábamos, parecía tener un pacto secreto con el suelo. Nuestra amistad se fue afianzando pues al término de cada fecha de los recitales, en grupo nos íbamos a celebrarlo, sobre todo al bar Piselli, y ahí solía estar el entrañable José Pancorvo.






   Desde entonces mantuvimos una amistad que nos llevó a visitarnos, quizá no con la frecuencia que uno hubiera querido, a pesar de que un tiempo fuimos vecinos, y muy cercanos. Recuerdo que para el quinto número de Tocapus, habíamos decidido publicar entre los nueve poetas a Roger Santiváñez, Francisco Bendezú, Alejandro Romualdo, José Antonio Mazzotti, Arturo Corcuera y José Pancorvo. Willy lo invitó a publicar y luego José me llamó por teléfono y concertamos una cita para conversar sobre su participación en la revista. Llegó la noche pactada y nos fuimos a un pequeño café que funcionaba cerca a mi casa, ahí me di cuenta de su sabiduría y su amplio corazón. Me entregó unos sonetos que todavía conservo y que jamás salieron publicados porque, extraño sino de las revistas, Tocapus estaba condenado a una vida breve.





   Otro recuerdo que conservo de él ocurrió en noviembre de 2002. Mi libro En el barranco acababa de salir de la imprenta. Decidí visitarlo una mañana en su casa de Barranco, en la avenida San Martín. Le entregué mi libro y nos abandonamos a una larga conversación de varias horas. Hablamos de poesía, de literatura en general, de Arguedas y la danza de tijeras, de su pasión por el arpa (tocó algunas piezas y hasta cantó), de la rivalidad histórica del Perú con Chile (supongo que de nuestras coincidencias en este tema viene la dedicatoria de uno de sus libros), de Carlos Oquendo de Amat, de su tío Manuel Beingolea (de quien me obsequió un libro), en fin, larga y deslumbrante charla. Ese día llegué a mi casa con dos libros suyos, obsequios de José, me refiero a Profeta el cielo y Tratados Omnipresentes Perfec Windows, ambas con generosas dedicatorias.











   Algunas de las cosas que recuerdo de esa larga conversación fue que él me dijo que no veía televisión, que no le gustaba y cuando hablábamos de los libros de Arguedas, de cómo la obra del autor de Los ríos profundos de alguna o muchas maneras era una muestra de que el Perú era un país fracturado, le pregunté a boca de jarro si había leído Visión de Anáhuac del mexicano Alfonso Reyes, me dijo que no conocía el texto. Cuando le dije que ese ensayo era casi la contraparte de la obra de Arguedas, que era como una prueba de cómo los mexicanos habían asumido su pasado y su presente con más armonía que los peruanos, quedó interesado en leerlo. Le prometí hacerle llegar las fotocopias del escrito de Reyes, lamentablemente por descuido mío no sucedió así.





   Días después, para ser más preciso, el 16 de diciembre, se iba a realizar un recital con la participación de varios poetas peruanos, entre ellos Leopoldo Chariarse, en el Centro Cultural Ricardo Palma de Miraflores. Decidí ir y obsequiar algunos ejemplares. Recuerdo que fue una tarde soleada y que luego de ir a las casas de Antonio Cisneros y Washington Delgado, como era todavía temprano, caminé por varias calles miraflorinas haciendo hora hasta llegar a la avenida Larco. Una vez llegado al Centro Cultural de Miraflores, entretenido me encontraba viendo unos carteles en el hall cuando escuché una voz potente: “¡Orlando Granda!”, giré y descubrí que quien me hablaba era el poeta José Pancorvo. Al enterarse de por qué estaba allí me dijo: “Chariarse está hospedado en un hotel muy cerca de aquí, si quieres vamos y te lo presento”. Acepté.





   Nos encaminamos al hotel cuyo nombre he olvidado. Leopoldo estaba en el hall del hotel con el  poeta Alfonso Cisneros Cox (recuerdo que él estaba acompañado de una bella chica). Cuando nos acercábamos, no sé por qué razón, Chariarse se puso de pie y se alejó, al rato regresaría. Mientras tanto, José Pancorvo me presentó a Cisneros Cox, algo conversamos, ya no recuerdo qué, supongo que de literatura japonesa. Alfonso ya era reconocido, entonces,  como un connotado haijin. Me llamó la atención la cabellera completamente blanca de Alfonso Cisneros, un hombre relativamente joven por esos tiempos. Recuerdo que le obsequié mi libro que recibió complacido. Hace unos pocos años ocurrió su prematura muerte y lo lamenté mucho. 






   Al regresar Leopoldo Chariarse, Pancorvo me lo presentó: un hombre cordial y fino en el trato y con una sorprendente apariencia juvenil. En mi morral había llevado un libro suyo, me refiero a la primera edición de Los ríos de la noche, del año 1952. Cuando Chariarse vio el ejemplar, se emocionó mucho y me comentó algo que ya sabía: "Este libro tiene un dibujo de Sérvulo Gutiérrez". Le pedí una dedicatoria que él con gentileza aceptó.





   Como ya se acercaba la hora de la presentación, nos dispusimos a ir al centro cultural. Era ya de noche. Alfonso Cisneros Cox y su acompañante se despidieron (luego los vería en el auditorio). Leopoldo Chariarse, José Pancorvo y yo nos dirigimos al local caminando entre calles penumbrosas. Cuando intenté ingresar al auditorio con mi morral me lo impidieron, me dijeron que tenía que dejarlo encargado en el hall. No acepté ese hecho, llevaba algunos libros que quería entregar a algunos poetas asistentes. No me lo permitieron, a pesar de mi protesta, incluso José reclamó y hasta el mismo Leopoldo Chariarse protestó. Pero era la regla, así que saqué algunos ejemplares y dejé el morral. Ya adentro nos separamos. A la distancia vi a Pancorvo conversar animadamente con una bella señorita. Tenía ese don de socializar y caer bien. Allí donde llegaba José Pancorvo siempre era bien recibido.





   El tiempo pasó, nos veíamos esporádicamente, pero cada vez que coincidíamos, nos dábamos un tiempito para charlar. Siempre sentí que el poeta José Pancorvo me tenía una gran consideración, cosa que le agradezco. Era, definitivamente, un hombre de gran fineza y siempre dispuesto a la conversación y al intercambio de ideas, una mente abierta, como se dice. 





   Algunos años después, en 2014, cuando mi libro Donde mi calle acaba salió publicado, lo busqué para pedirle que sea uno de los presentadores del libro. A quienes pregunté me dijeron que ya no vivía en Barranco. Pero nadie me daba razón de él. Nunca lo llegué a ubicar. Me quedé con la espina porque para la presentación había pensado en Willy Gómez Migliaro, Omar Aramayo y José Pancorvo. Nunca más lo vi hasta que me enteré hace dos días de la triste noticia de su muerte. Como me escribió Pablo Landeo desde Francia, el día de ayer: “Me queda de él (de José) su grandeza de poesía y los pocos momentos que compartimos, allá en los tiempos de Tocapus”. He querido recordarte con una sonrisa, a pesar del dolor. Lo he intentado, caro amigo.








   Continuará…







                                    Morada de Barranco, 1 de marzo de 2016.







APUNTES SOBRE EL BESO

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                                                  Como daba besos lentos duraban más sus amores.
                                                                                   Ramón Gómez de la Serna







   Corría el año 1972. Para entonces, la televisión era en blanco y negro y los televisores eran aparatos pesados como tanques. Por aquellos años, Perú, México y Argentina eran los principales exportadores de programas para televisión, sobre todo de las famosas telenovelas, esas historias interminables que captaban la atención no solo de madres sino de la sociedad entera: pienso en El derecho de nacer, por ejemplo, telenovela (que antes fue radionovela) que fue rotundo éxito de sintonía.









   Aquí en el Perú, luego del éxito de telenovelas como Simplemente María y Natacha, se hizo una telenovela que resultó un soberano éxito, hablo de la coproducción peruano-argentina llamada Nino, los protagonistas eran el actor argentino, ya fallecido, Enzo Viena y la peruana Gloria María Ureta (ahora afincada en España). Aún recuerdo cuánta expectativa despertó el capítulo aquel donde Nino y Bianca se dieron un beso, un beso que no solo fue apasionado sino de larga duración: cronómetro en mano duró cincuentaidós segundos. Ese beso, que hoy sería un asunto inocente y blanco, motivó que el capítulo fuera repetido al día siguiente debido a los insistentes pedidos de los televidentes. Cosas de la vida, como decía en parte de la letra de la canción de esta telenovela: un beso motivaba un cambio en la programación de un canal.









   El beso, manifestación o expresión de cariño, respeto o amor, está presente desde tiempos inmemoriales en la vida del hombre. Por cierto, hay besos diversos como diversas las intenciones, los hay en la frente, en las mejillas, en la boca, en la mano, en el cuello, en..., en fin, la lista es larga. 






   Al beso se le menciona ya en la India muchos siglos antes de Cristo, está presente en los dos pueblos que son los pilares de la cultura occidental: Grecia y Roma. Tengo entendido que la primera vez que se menciona la palabra beso en un poema occidental es en un texto del gran y atormentado Catulo, cuyo nombre completo es Gaio Valerio Catulo (87 a. de C. a 57 a. de C.), el poema está dedicado a Clodia, mujer casada y amante del poeta, a quien bautizó poéticamente  como Lesbia, nombre que es un homenaje a la poeta griega que tanto admiró Catulo, nos referimos a Safo de Lesbos.







POEMA V


Viuamus, mea Lesbia, atque amemus,
rumoresque senum seueriorum
omnes unius aestimemus assis.
Soles occidere et redire possunt;
nobis cum semel occidit brevis lux,
nox est perpetua una dormienda.
Da mi basia mille, deinde centum,
dein mille altera, dein secunda centum,
deinde usque altera mille, deinde centum.
Dein, cum milia multa fecerimus,
conturbabimus illa, ne sciamus,
aut ne quis malus inuidere possit,
cum tantum sciat esse basiorum.



   Cuya traducción, según Luis Ramírez Ruiz, es esta:



POEMA 5


Vivamos, querida Lesbia, y amémonos,
y las habladurías de los viejos puritanos
nos importen todas un bledo.
Los soles pueden salir y ponerse;
nosotros, tan pronto acabe nuestra efímera vida,
tendremos que vivir una noche sin fin.
Dame mil besos, después cien,
luego otros mil, luego cien más,
después otros mil, después otra vez cien.
Luego, cuando lleguemos a muchos miles,
perderemos la cuenta para ignorarla
y para que ningún malvado pueda dañarnos,
cuando sepa que fueron tantos nuestros besos.






   En la cultura hebrea, un beso famoso, bíblico, es el de Judas a Cristo en el huerto de Getsemaní, este beso fue para identificar al maestro y entregarlo a sus captores a cambio de treinta monedas. De aquí nace la famosa expresión “beso de Judas”, que es un sinónimo de traición. En el arte pictórico hay muchas muestras de este acto que Dante Alighieri consideró como el más grande pecado que el hombre podía cometer, de tal manera que en la Divina Comedia, Dite (el demonio) destroza a mordiscos por toda la eternidad a tres grandes traidores: Bruto, Casio y, por supuesto, a Judas. He aquí un fresco del gran Giotto di Bondone (Italia, 1267 – 1337) en la Capilla de los Scrovegni, en Padua.






   Una curiosidad del beso es el de los esquimales, el “beso” de ellos es particular, consiste en que la pareja se frota la nariz. ¿Cuál es la explicación para este gesto tan particular? Para empezar, por las bajas temperaturas en Alaska, los esquimales tienen todo el cuerpo cubierto con pieles, solo el rostro está descubierto, pero no se dan besos en la boca porque si lo hicieran, sus labios quedarían pegados y al despegarlos, estos terminarían desollados, de ahí que expresen su amor frotándose la nariz.






   Otra de las curiosidades del beso es el que ocurre en Argentina, donde es muy común que dos varones se saluden o despidan con besos en la mejilla, pero el que se produce en Rusia es el que más llama la atención. Nos explicamos, sucede que allá, parece ser, es muy común el beso de dos varones en la boca. La siguiente foto es una muestra de lo que venimos escribiendo: es una toma de 1979 donde se ve al Primer Ministro soviético Leoniv Breznev saludando con un soberano beso en la boca al dirigente de Alemania Oriental, Erich Honecker, foto que inclusive se convirtió en un famoso mural del ya desaparecido Muro de Berlín.








   Y si de fotos hablamos, hay dos fotografías de besos que están entre las más famosas de ese arte, nos referimos a una toma de Alfred Einsenstaedt del año 1945, en ella se ve a un marino norteamericano besando a una enfermera en Time Squard, de Nueva York, para celebrar el término de la Segunda Guerra Mundial.






   La segunda foto es de Robert Doisneau y es del año 1950, esta foto representa a dos jóvenes parisinos dándose un beso en la calle para reflejar el amor después de la guerra. Lo curioso del caso es que esta foto no es una toma natural sino preparada, pero eso no le resta méritos a esta icónica imagen del siglo XX.






   El beso se ha representado en la pintura desde siempre. Uno de los primeros cuadros que recuerdo haber visto en una revista es de Francesco Hayez, pintor italiano (1791 -1882), considerado como el máximo exponente del romanticismo de su país. La pintura a la que aludo, lleva precisamente el nombre de El beso, en ella se ve a una pareja medieval idealizada que se da un apasionado beso al pie de unas gradas que no sabemos a dónde conducirán.   






   El beso es una pintura de 1892 del noble Henri de Toulouse-Lautrec (Francia, 1864 - 1901), pintor posimpresionista, que representa a dos jóvenes desnudos en una cama, abandonados a un beso mientras sus brazos se estrechan y sus delicados cuerpos se pierden entre almohadas y sábanas.






   El noruego Edward Munch (1863 - 1944), autor del famoso cuadro El grito, también pintó el beso en tres lienzos: uno de 1892, otro en 1897 y el último de 1907. De los tres, el más famoso es el de 1897, aunque el que más me gusta a mí es el primero, ese de atmósfera etérea y un tanto borrosa donde prima el color azul y se ve a una pareja besándose tras la cortina de una ventana que da hacia la calle.






   Pero las pinturas de beso que más me gustan son tres, pinturas que conocí desde niño y que me han acompañado como referentes importantes de ese arte. El primero es un cuadro de Gustav Klimt, lienzo pintado entre 1907 a 1908, donde se ve a una pareja joven que, ¿reminiscencia a la pintura bizantina?, pareciera envuelta en un manto dorado (obtenido gracias a la aplicación de unas laminillas de oro), aunque en realidad cada uno de ellos lleva su propio vestido, ambos personajes parecieran fundirse en un solo cuerpo, absortos en su amor y aislados completamente de su entorno.






   La segunda pintura es un óleo en cartón del ensoñador Marc Chagall, quien en su cuadro titulado El cumpleaños, de 1915, representa una escena de beso que rompe toda lógica: de perspectiva (objetos como si fueran dibujados por niños), de tiempo (en una ventana se ve la calle de día y en la otra de noche), incluso uno de los protagonistas está por los aires (el varón realiza una contorsión para lograr el beso ansiado). El cuadro que es un ejemplo de la carga poética de la pintura de Chagall aludiría a que el amor hace vivir su propia realidad a los amantes a pesar de los malos tiempos y del tiempo.






   El tercero es un óleo de René Magritte del año 1928, aunque en realidad el cuadro se llama Los amantes, en ella se ve la imagen de una misteriosa pareja que se besa, dentro de una tónica superrealista, con los rostros cubiertos por paños. ¿Qué quiso representar con esta imagen, Magritte? ¿Un amor prohibido? ¿El amor es ciego? o a pesar de amar a una persona ¿nunca la llegamos a conocer? Muchas preguntas en torno a este cuadro y ninguna respuesta concreta. El lienzo tiene otra versión, pero el que más me gusta es el primero.






   En el cine, los ejemplos son muchísimos, basta con recordar esa escena del beso entre Burt Lancaster y Deborah Kerr entre la arena y las olas en la película De aquí a la eternidad, pero se me ha venido al recuerdo la escena final de una película de Guiseppe Tornatore: Cinema Paradiso, film de 1988, en el que se ve a Salvatore (el pequeño Totó), ahora un director de cine de éxito, que descubre que el fallecido proyeccionista del pueblo, Alfredo, le ha heredado todos los recortes de cinta que la censura del sacerdote hacía a los filmes: varios minutos de besos de diversas películas que son en esta película un homenaje sentido al cine y también al beso, como expresión de amor y pasión que algunas veces gobiernan nuestras vidas.













   Continuará…







                                                             Morada de Barranco, 26 de marzo de 2016.








GRANDE, SÓCRATES...

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                                                         ¡Tú enseñas a vivir y morir!
                                                                            Martín Adán







   Edipo en Colona es una tragedia de Sófocles donde se cuenta que el desdichado Edipo, ciego y anciano, muere solo, sin la compañía de ningún familiar, ante la presencia de Teseo, generoso rey de Atenas, sus restos descansarán desde entonces en territorio ateniense, allí estaría la explicación de la prosperidad de Atenas por sobre las demás ciudades griegas: el oráculo había dicho al mismo Edipo que ahí donde reposaran sus huesos, ese lugar recibiría la prosperidad y la protección de los dioses.









   Atenas, ciudad maravillosa de la antigüedad, signada por la leyenda y por la verdad histórica, cuna de grandes hombres que engrandecieron y dieron prestigio a la cuna de la cultura occidental. He aquí algunos nombres: los políticos Pisístrato, Milcíades y Pericles, el historiador Jenofonte, el poeta Píndaro, los dramaturgos Aristófanes, Eurípides y Sófocles, los filósofos Platón, Aristóteles y Sócrates. Toda una pléyade de luminarias que enriquecieron el mundo antiguo y cuya luz no se ha extinguido, a pesar de los siglos transcurridos.








   De ellos, en esta oportunidad, me interesa el misterioso Sócrates, de quien poco se sabe. De él sabemos que era poco atractivo, veamos: gordito, bajito, calvo, ojos saltones. Lo que sabemos de él es gracias a sus discípulos, sobre todo por Platón, quien en sus diálogos nos lo presenta extremadamente agudo. Sabemos también que gustaba del arte de la conversación, que le gustaba dialogar con sus discípulos no en espacios cerrados sino al aire libre y que el recurso que empleaba fue el de la mayéutica que consiste en el diálogo a través del cual el alumno descubre la verdad por sí mismo.








   Sócrates parece ser que gustaba de fingir ignorancia (recordemos esa frase que se le atribuye: “Solo sé que nada sé”) y de ser un gran tonto, con la finalidad de dejar en ridículo a través de razonamientos al que más, y lo que es peor, ante los demás. Esta “ironía socrática”, le hizo ganar antipatías y muchos enemigos que después se lo cobraron con creces. Fue acusado de introducir nuevos dioses y de llevar por malos caminos a la juventud. Como se puede ver, el hombre muy poco ha cambiado: los que tienen el poder aplastan a quien pone en peligro sus intereses, para ello se valen de la mentira y de la prepotencia. Nada nuevo en verdad.








   Jostein Gaarder publicó hace unos veinte años un libro que resulta un magnífico pie de inicio para el mundo de la filosofía, hablo de la novela El mundo de Sofía. En sus páginas encontramos pasajes que nos aclaran un poco más sobre el enigmático Sócrates, Gaarder apela a las comparaciones para saber algo más de este personaje, por ejemplo compara a Sócrates con Jesucristo y nos dice que ambos se parecieron mucho a pesar de pertenecer a culturas y tiempos diferentes. Apelaré a mi memoria. Tanto Sócrates como Cristo fueron sabios y maestros, ambos prefirieron vivir en humildad y pobreza, jamás cobraron por sus enseñanzas, nunca escribieron obra alguna, los dos murieron siendo consecuentes con sus ideas: atrevidos y desafiantes con los poderosos, a quienes criticaban y denunciaban, esta actitud decidió sus destinos, la muerte, la cual encararon con valentía.









   Tengo siempre en la memoria un par de anécdotas atribuidas al gran Sócrates, dos historias que empleo como motivación en el desarrollo del curso de Filosofía y que los alumnos oyen y celebran. La primera le he puesto el título de Las500 dracmas y la segunda, La prueba de los tres filtros. Quiero en esta oportunidad trasladar este par de anécdotas al espacio de esta bitácora para que las disfruten y, por qué no, motivar alguna reflexión. Aquí va la primera.








  Cuenta la anécdota que Sócrates iba con sus discípulos caminando cuando de pronto un hombre se les atraviesa, era uno de los más ricos comerciantes atenienses. Se dirige a Sócrates y le dice entusiasmado: “¡Maestro, lo vengo buscando hace días!”. El sabio le responde: “¿En qué te puedo servir, buen hombre?”. “Necesito que te encargues de la educación de mi hijo y quiero saber cuánto me ha de costar tus servicios”, agitado le respondió el rico comerciante. Sócrates que nunca había cobrado por sus enseñanzas, para ponerlo a prueba le dice: “La educación de tu hijo te costará 500 dracmas”. El comerciante lo mira sorprendido y le dice al viejo filósofo: “¿500 dracmas?, pero eso es mucho, con 500 dracmas puedo comprar un burro para transportar mis mercaderías”. Sócrates lo mira y con suma tranquilidad le responde: “Entonces ve y compra ese burro, llévalo a tu casa, así tendrás dos burros”.








   La segunda anécdota cuenta que Sócrates y sus discípulos iban conversando amenamente por una plaza de la antigua Atenas, cuando de pronto un hombre extraño se les acerca y le dice al sabio ateniense: “¡Maestro, maestro, tengo algo que contarte, es sobre un amigo tuyo y recién me acabo de enterar!”. “¿Un amigo mío, dices?”, le respondió el viejo maestro. “En efecto y sé que te va a interesar”. Sócrates lo miró con desconfianza y le dice: “Antes que me digas algo sobre ese amigo mío, vamos a ver si eso que me vas a contar pasa por la prueba de los tres filtros”. Sorprendido el hombre mira a Sócrates y escucha que este le dice: “Veamos si pasa por la primera prueba que es el de la verdad, ¿estás completamente seguro que lo que me quieres decir es cierto?”. El hombre mira a Sócrates y nervioso le dice: “Creo que no, pero se…”. “O sea, no sabes si es cierto o no, bien, entonces lo que me quieres decir no ha pasado el primer filtro. Pero quizás pase la segunda prueba que es el de la bondad: ¿Eso que me quieres contar sobre ese amigo mío es algo bueno?”. “No, definitivamente no”, respondió por segunda vez el lenguaraz. “Entonces eso que me quieres contar no ha pasado por el segundo filtro, tal vez pase la tercera prueba que es el de la utilidad: ¿Lo que me quieres contar me va a ser útil? “No creo”, respondió el hombre. Sócrates entonces miró al deslenguado y con absoluta seguridad le dijo: “Si lo que quieres contarme no es cierto, tampoco es bueno ni es útil, no quiero escucharlo”. Entonces el extraño hombre se retiró avergonzado. Grande, Sócrates.









   Continuará…







                                            Morada de Barranco, 23 de abril de 2016.







ÚLTIMOS DÍAS DE ABRIL...

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                                                           Ya ha principiado el invierno en Barranco…
                                                                                                Martín Adán






   El insoportable verano se aleja de a pocos, se resiste, pero se va alejando en tanto un tímido otoño “asoma” inseguro, poco decidido; pareciera temeroso, sin personalidad, pero en los días de su atrevimiento, la neblina hace acto de presencia y cubre con misterio el paisaje. Los días fríos son un anticipo de la estación que tanto amo, los disfruto: siempre preferí al verano el invierno, no es una novedad.









   Cómo se hace extrañar el invierno que es capaz de crear atmósferas íntimas. La esperanza de su llegada me hace anticipar con nostalgia e imaginación mañanas y tardes, aquí en mi faro del cuarto piso, de lecturas impagables y de jornadas de películas bien abrigado y con una inseparable taza de café recién pasado que llegarán y serán bienvenidas, recibidas con los brazos abiertos, como en los viejos tiempos.









   Si la experiencia de la relectura de ciertos libros le proporciona a uno momentos de descubrimiento y crecimiento, visionar nuevamente ciertas películas, y en invierno,  tiene un encanto insuperable pues crea momentos íntimos y de complicidad con Rita, o sea, de felicidad, trozos de paraíso en el tercer planeta: ¿es que acaso El hombre quieto del maese John Ford o alguna otra joya no justifican una mañana o una tarde de abandono y admiración, por ejemplo, de la eternamente bella Maureen O’Hara (esa su inolvidable cabellera roja) o de algunas de las heroínas de El rayo verde o Cuento de verano de ese maestro del diálogo que fue Eric Rohmer?











   Para este invierno tengo ya el firme propósito de embarcarme en algunas sesiones de lectura de dos o tres novelas breves del frágil y siempre grandioso Stefan Zweig: pienso en Amok, tantas veces postergada, en Ardiente secreto y en Carta de una desconocida, toda una joya narrativa, esta sí relectura. A raíz de haber visionado, en estos días, En el corazón del mar, una película que cuenta la historia trágica del Essex, barco hundido por un cachalote, se me despertó el afán de releer una monumental novela de Herman Melville que hace muchísimos años no visito: Moby Dick y varios de sus cuentos (el ineludible Bartleby el escribiente, Billy Budd, marinero y Benito Cereno) y poesía, mucha poesía: Vallejo, Celan, Pessoa.








   Mientras tanto voy transitando por algunos libros de poesía que hace una buena punta de años no frecuentaba (a no ser de manera aislada o uno que otro poema), clásicos latinoamericanos que desde la segunda década del siglo XX irrumpieron con su voz novedosa y que desde hace unos meses literalmente devoro: Pablo Neruda, Vicente Huidobro, José María Eguren, Martín Adán, José Lezama Lima, Oliverio Girondo, Octavio Paz, y el mismo César Vallejo, antes nombrado, todos ellos con libros fundamentales, pilares que sostienen con solidez la riqueza y variedad de la poesía de este lado del mundo (¿alguien podría negar la importancia y el valor de Poemas humanos, Residencia en la Tierra, Altazor, Escrito a ciegas o Canción de las figuras?).


























    Hay un libro que no es de poesía, que voy leyendo de manera desordenada, cada que puedo, sin prisa, sin esa disciplina de lectura de la obra de los poetas anteriormente mencionados. Hablo de un libro de un autor a quien muy pocos ahora leen: José Augusto Trinidad Martínez Ruiz, conocido como Azorín, el libro a que hago referencia es Al margen de los clásicos, un libro que recoge pequeños apuntes, glosas sobre algunos de los personajes más representativos de la literatura española de siglos pasados (Fray Luis de León, Garcilaso de la Vega, Góngora, Quevedo, Bécquer, entre otros). 










   Su prosa de frases breves, sencillas, delicadas, describe con rápidas pinceladas, por ejemplo, el retrato de algún escritor, poeta o con notable maestría describe un ambiente o un paisaje como el que se dibuja ante los ojos de un absorto Gonzalo de Berceo frente a la perfección de la naturaleza: "Desde la ventanilla de la celda se ve el paisaje fino y elegante: Se ven unos prados verdes, aterciopelados, un riachuelo que se desliza lento y claro, y un grupo de álamos que se espejean en las aguas límpidas del arroyo". Pintura con palabras, no encuentro otra definición para los textos de este bello libro.










   Junto a las lecturas mencionadas, el empeño y la curiosidad para conocer un poco más sobre pintura (estoy escribiendo un libro donde la pintura es, diría, el leivmotiv) me lleva por caminos donde descubro la sorprendente obra de personajes como el norteamericano-alemán Lyonel Feininger (Nueva York, 1871 - 1956), personaje de quien antes nunca supe nada, pero que, investigando algo sobre su vida, me entero que fue compañero de ruta de uno de los pintores que más admiro: Paul Klee, cuya pintura la emparento, salvando distancias, con la poesía del peruano José María Eguren: hay en ambos un espíritu de infante que se expresa y bucea por extraños mundos y atmósferas inquietantes, irreales, oníricas. Veamos.




EL CABALLO



Viene por las calles,
a la luna parva,
un caballo muerto
en antigua batalla.

Sus cascos sombríos...
trepida, resbala;
da un hosco relincho,
con sus voces lejanas.

En la plúmbea esquina
de la barricada,
con ojos vacíos
y con horror, se para.

Más tarde se escuchan
sus lentas pisadas,
por vías desiertas
y por ruinosas plazas.




FAVILA



En la arena
se ha bañado la sombra.
Una, dos
libélulas fantasmas...

Aves de humo
van a la penumbra
del bosque.

Medio siglo
y en el límite blanco
esperamos la noche.

El pórtico
con perfume de algas,
el último mar.

En la sombra
ríen los triángulos.





PEREGRÍN CAZADOR DE FIGURAS



En el mirador de la fantasía,
al brillar del perfume
tembloroso de armonía;
en la noche que llamas consume;
cuando duerme el ánade implume,
Los órficos insectos se abruman
y luciérnagas fuman;
cuando lucen los silfos galones, entorcho
y vuelan mariposas de corcho
o los rubios vampiros cecean,
o las firmes jorobas campean;
por la noche de los matices,
de ojos muertos y largas narices;
en el mirador distante,
por las llanuras;
Peregrín cazador de figuras,
con ojos de diamante
mira desde las ciegas alturas.




EL DIOS CANSADO



Plomizo, caminando
y con la barba verde,
el ritmo pierde
el dios cansado.

Y va con tristes ojos
por los desiertos rojos,
de los beduinos
y peregrinos.

Sigue por las obscuras
y ciegas capitales
de negros males
y desventuras.

Reinante el día estuoso,
camina sin reposo
tras los inventos
y pensamientos.

Continúa ignorado
por la región atea;
y nada crea
el dios cansado.




















   De la  pintura de Feininger he de decir que está influenciada por varios movimientos vanguardistas (fauvismo, cubismo, expresionismo), pero no se puede decir que sea un fiel adscrito de tal o cual movimiento innovador, su obra es independiente, y más que pertenecer al cubismo, por ejemplo, su estilo pertenecía a lo que él mismo llamó como prismaísmo, ese afán por fracturar o quebrar la realidad de sus cuadros (sea a través de líneas o trazos o con los mismos colores). No quiero profundizar mucho sobre la obra de este magnífico pintor, ya habrá oportunidad para ello, quiero sí mostrar algunas de sus pinturas y compartir el asombro ante una obra tan poco mencionada, pero de notable personalidad.















































   En fin, los días pasan, el tiempo va cambiando y uno aquí, en su morada, esperando el cambio definitivo: “Nieblecita del pequeño invierno, cosa del alma, soplos del mar, garúas de viaje en bote de un muelle a otro, aleteo sonoro de beatas retardadas, opaco rumor de misas, invierno recién entrando…”, como escribiera, hace muchos años, un jovencito genial llamado Rafael de la Fuente Benavides, más conocido como Martín Adán.









   Continuará…









                                       Morada de Barranco, 30 de abril de 2016.





TRES ESCRITORES, TRES PARTIDAS

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                                                                                    Todo, menos morir.
                                                                                            Martín Adán





   Este año ha resultado terrible para las letras del Perú. En un lapso corto han partido Eduardo Chirinos Arrieta, el recordado y extrañado poeta José Pancorvo y ayer nomás el gran narrador Oswaldo Reynoso. Del primero y tercero diré que los conocí (si es que se puede hablar así) de lejos, a la distancia, de vista, como se dice.














   De Eduardo Chirinos tengo no todos sus libros, pero los que tengo los he leído siempre cargado de curiosidad y debo decir que siempre me quedó la sensación de que Eduardo era un hombre, un poeta plenamente entregado a la poesía, dedicado a ella en cada minuto de su vida. Partió joven y la sensación de injusticia por su muerte prematura no me abandona y pienso en los muchos poetas peruanos que partieron cuando se esperaba todavía mucho de ellos (Carlos Oquendo de Amat, Abraham Valdelomar, César Vallejo, José Eufemio Lora y Lora, Juan Parra del Riego, Javier Heraud, Juan Ojeda, Luis Hernández…). Pienso en Eduardo Chirinos Arrieta y se viene al recuerdo algunos de sus poemas, por ejemplo este:








LO QUE MI PADRE QUIERE REALMENTE DE MÍ



1

Anoche tuve un sueño. Acompañaba a mi padre
por un camino de tierra. Los dos íbamos a caballo
y apenas cruzábamos palabras. A lo lejos se veía
la sombra de unos sauces, las luces de un pueblo
desconocido y remoto. De pronto, mi padre detuvo
su caballo y preguntó si yo sabía a dónde íbamos.
Le contesté que no. Entonces vamos bien, me dijo.

2

Los caballos del sueño sabían de memoria
el recorrido. Era cuestión de abandonar las
riendas, de dejarse llevar. Eso me causaba un
poco de aprensión, incluso un poco de miedo.
Mi padre, en cambio, parecía muy tranquilo.
Pensé, parece tranquilo porque está muerto.

3

Aquí es donde vivo, dijo como si me quitara
una venda. Fue muy poco lo que vi. Sólo un
páramo de piedras, remolinos de arenisca,
huesos de caballos amarillos. ¿Qué te parece?
No supe qué decir. Tenía sed y me dolía un
poco la garganta. Es un lugar hermoso, dijo,
pero a veces me gustaría regresar. ¿Por qué
no regresas, entonces?, pregunté. Porque es
más fácil que tú vengas me dijo. Y desapareció.



  
   De Oswaldo Reynoso qué se puede decir que no se haya dicho ya. Pocas veces lo vi y cuando sucedió fue a la distancia, pero su libros que cercanos a mí: sus jóvenes personajes encarnaban y descifraban algunas de mis dudas e inseguridades de adolescente. Reynoso fue un escritor adelantado a su tiempo, abordó temas poco tratados por otros escritores; es decir, si es que pensamos en los cuentos de Los inocentespublicado allá por 1961: el mundo popular y urbano de una collera de adolescentes, el homosexualismo, la jerga, las lisuras, en fin, todo ese cosmos de una ciudad como Lima que crecía con la migración provinciana hasta volverse en lo que es hoy: una metrópolis mestiza, gigantesca, parafraseando a Congrains: un monstruo con millones de cabezas.





   Este libro de cuentos, un clásico de la literatura peruana, sorprendió a la crítica entonces, algunos no supieron ver ni comprender la audacia y frescura de su lenguaje, lo criticaron duramente, el mismo Oswaldo lo dijo en una entrevista: “Cuando publiqué Los inocentes, la crítica se ensañó conmigo. No sólo con el libro sino conmigo. Pero como yo soy un escritor nato, de raza, seguí escribiendo. No me importó la crítica”. Hoy quién se acuerda de esos críticos miopes y torpes, sin embargo la obra de Oswaldo Reynoso está allí como una luz signada por la eternidad. He aquí un fragmento de uno de sus cuentos.

   
    "Rosquita, aunque no lo creas, te conozco demasiado. En la galería del cine de tu barrio eres el más ocurrente. Desde la triste soledad de la platea te he escuchado. Y un día de verano te he visto gorreando en el estribo de un tranvía de Chorrillos. Ibas con todo el cuerpo al aire y tus cabellos en tremolina al viento cubrían tus ojos. Y, cada vez que venía el cobrador lo saludabas, palomilla: "Presente, mi general". Cada cuadra un chiste y un repertorio inacabable de piropos. Recuerdo que un cura gordo y serio se comía la risa, hipócrita. Te he visto también jugar fútbol en la calle de tu Quinta. Y te he visto también llorar después de la pelea con algún "torcido", como los llamas tú. Te he visto también en el billar "La Estrella", escondiéndote de Don Lucho. Y te he visto también cantar y bailar en la cantina del japonés. Te he visto también, tímidamente y oculto, deslizarte por lugares prohibidos. Y te he visto también pasear con tu muchacha, con tu gila, Rosquita.

   Pero también sé que a pesar de tus gracias, de tu risa y palomillada eres triste. Eres triste porque comprendes que un muchacho como tú puede perderse. Ahí no está el Príncipe de ladrón. Colorete, de "maldito" y casi casi perdido; Cara de Ángel, de jugador, capaz de empeñar su camisa e irse desnudo, de noche, a su casa, por una mesa de billar; Carambola que está llevando mala vida con una mujer mayor que él; Natkinkón, bohemio y jaranero; y del Chino y del Corsario, mejor no hablar de ellos. Pero tú quieres ser bueno: lo sé. Si en algo has fallado ha sido por tu familia, pobre y destruida; por tu Quinta, bulliciosa y perdida; por tu barrio, que es todo un infierno y por tu Lima. Porque en todo Lima está la tentación que te devora: billares, cine, carreras, cantinas. Y el dinero. Sobre todo el dinero, que hay que conseguirlo como sea. Pero sé que eres bueno y que algún día encontrarás un corazón a la altura de tu inocencia".







   José María Arguedas, el gran autor de Los ríos profundos, escribió estas palabras para Los inocentes: “Mientras leía los originales de los cuentos de Oswaldo Reynoso creí comprender, con júbilo sin límites, que esta Lima en que se encuentran, se mezclan, luchan y fermentan todas las fuerzas de la tradición y de las indetenibles fuerzas que impulsan la marcha del Perú actual, había encontrado a uno de sus intérpretes”. (…) Creemos que con Los inocentes empieza un ciclo de una obra que puede llegar a ser tan importante para la literatura como para el estudio de los problemas sociales de la capital”. Arguedas no se equivocó, sus afirmaciones y sus intuiciones se confirmaron.






   José Pancorvo partió a fines de febrero, la noticia de su muerte fue un rudo golpe que me cuesta superar. Siempre lo sentí como un amigo cercano y con ciertos intereses comunes. Las veces que coincidíamos nos abandonábamos a largas conversaciones sobre música, poesía e historia. Conversar con José era transitar por un vasto territorio donde el conocimiento y la sorpresa iban de la mano con su generosidad y humildad. Siempre pensé a José Pancorvo como un renacentista afincado en los Andes, como un poeta en convivencia armónica con el fuego y el delirio, un personaje extraño e igualmente querible que se afincaba en la amistad como ancla de vida.






   Ahora que escribo sobre el querido poeta y amigo José Pancorvo, vienen a mi memoria sus libros, sus libros de poesía, digo, conservo en mi biblioteca un par de ellos, obsequios suyos, acompañados de entrañables dedicatorias, de un cada vez más lejano día de noviembre del año 2002, y, claro, el recuerdo imborrable de su conversación como una muestra de su invalorable amistad. He aquí un poema suyo:









CANCIÓN DE LA BOTELLA VIOLENTA



hasta que un día, eternidad
nos levantamos de la mesa y nos hicimos asaltantes
y decidimos expandirnos sin límites
en plata y en todo


asaltamos el bar
asaltamos a las trabajadoras
asaltamos el mercado recién abierto
asaltamos el municipio y la casa de gobierno


asaltamos varias casas de gobierno
y los cuarteles subterráneos de las grandes potencias
nos adueñamos de los sistemas y de los antisistemas
y de los universos conocidos y desconocidos
y de miles de otras botellas rarísimas:


solo con estrellar esta botella común en el muro
y decidir no separarnos nunca


hasta que ni la vida nos separe



   Tres escritores peruanos, lamentablemente también tres partidas dolorosas como suelen ser cuando quienes se marchan son personas a quienes se les conoció y frecuentó sino en persona, a través de sus libros, que es el lugar donde está lo mejor de ellos. Que allí donde estén los dioses les sonrían. Aquí los recordaremos siempre.








   Continuará…






                                                             Morada de Barranco, 25 de mayo de 2016.







TRES FOTOS DEL JOVEN MARTÍN ADÁN

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                                                                Y tu imagen y tu Kodak…
                                                                               Martín Adán



   Corría el año 1928, en Lima, que era una ciudad pequeña (si la comparamos con la del día de hoy en que tiene algo más de diez millones de habitantes), salió a la luz un libro mientras el joven autor ocultaba su nombre bajo un seudónimo que con el tiempo se haría famoso (digámoslo así) y cobraría prestigio: Martín Adán y el libro del que hablamos es La casa de cartón, libro ambientado en Barranco.










   La casa de cartón es un una obra sin género preciso, en realidad tiene de varios géneros (narrativa, lírica…), escrita cuando Rafael de la Fuente Benavides (su nombre real) todavía era escolar del colegio Alemán (donde fue compañero de Emilio Adolfo Westphalen, Xavier Abril, Estuardo Núñez…) y tenía quince o dieciséis años. Según lo dijo el mismo Martín Adán, los textos de la obra fueron ejercicios de gramática inspirados por su profesor Emilio Huidobro. He seleccionado algunos fragmentos de este breve y mítico libro para calibrar la contundencia de su prosa:

   “Mi primer amor tenía doce años y las uñas negras. Mi alma rusa de entonces, en aquel pueblecito de once mil almas y cura publicista, amparó la soledad de la muchacha más fea con un amor grave, social, sombrío, que era como una penumbra de sesión de congreso internacional obrero. Mi amor era vasto, oscuro, lento, con barbas, anteojos y carteras, con incidentes súbitos, con doce idiomas, con acecho de la policía, con problemas de muchos lados. Ella me decía, al ponerse en sexo: Eres un socialista. Y su almita de educanda de monjas europeas se abría como un devocionario íntimo por la parte que trata del pecado mortal.

   Mi primer amor se iba de mí, espantada de mi socialismo y mi tontería. “No vayan a ser todos socialistas…”. y ella se prometió darse al primer cristiano viejo que pasara, aunque éste no llegara a los doce años. Sólo ya, me aparté de los problemas sumos y me enamoré verdaderamente de mi primer amor. Sentí una necesidad agónica, toxicomaníaca, de inhalar, hasta reventarme los pulmones, el olor de ella; olor de escuelita, de tinta china, de encierro, de sol en el patio, de papel del estado, de anilina, de tocuyo vestido a flor de piel –olor de la tinta china, flaco y negro–, casi un tiralíneas de ébano, fantasma de vacaciones… Y esto era mi primer amor.

   Mi segundo amor tenía quince años de edad. Una llorona con la dentadura perdida, con trenzas de cáñamo, con pecas en todo el cuerpo, sin familia, sin ideas, demasiado futura, excesivamente femenina… Fui rival de un muñeco de trapo y celuloide que no hacía sino reirse de mí con una bocaza pilluela y estúpida. Tuve que entender un sinfín de cosas perfectamente ininteligibles. Tuve que decir un sinfín de cosas perfectamente indecibles. Tuve que salir bien en los exámenes, con veinte –nota sospechosa, vergonzona, ridícula: una gallina delante de un huevo–. Tuve que verla a ella mimar a sus muñecas. Tuve que oírla llorar por mí. Tuve que chupar caramelos de todos los colores y sabores. Mi segundo amor me abandonó como en un tango: Un malevo…

   Mi tercer amor tenía los ojos lindos, y las piernas muy coquetas, casi cocotas. Hubo que leer a Fray Luis de León y a Carolina Ivernizzio. Peregrina muchacha… no sé por qué se enamoró de mí. Me consolé de su decisión irrevocable de ser amiga mía después de haber sido casi mi amante, con las doce faltas de ortografía de su última carta.

   Mi cuarto amor fue Catita.

   Mi quinto amor fue una muchacha sucia con quien pequé casi en la noche, casi en el mar. El recuerdo de ella huele como ella olía, a sombra de cinema, a perro mojado, a ropa interior, a repostería, a pan caliente, olores superpuestos y, en sí mismos, individualmente, casi desagradables, como las capas de las tortas, jenjibre, merengue, etcétera. La suma de olores hacía de ella una verdadera tentación de seminarista. Sucia, sucia, sucia… Mi primer pecado mortal.

*
   Él cogía una de sus manos de ella. Ella encajaba una pierna gorda, cualquiera, casi ajena, bajo la derecha de él, contrariada como en un puntapié. El rostro de él se encendía de rojo como un farol de tráfico o botica de turno en la noche. De pronto, giraba éste y aparecía un rostro idéntico al anterior pero amarillo. Era la señal de detención. Ella permanecía impasible como una ramera. Sonreía cándidamente, hundía más la pierna y se mordía el labio inferior sin pestañear. Ramón enflaquecía. Ella engordaba. Ramón era una bestia que empezaba a hacer ideas. Ella era una mujer que principiaba a bestializarse. Súbitamente el sol se encendía de una terrible, carmínea luz de alarma. Pasaba atronando el ferrocarril de la noche, Ramón y ella subían al último vagón. A un triste y oscuro vagón de carga.

*
   Ella era una brava catadora de mozos. Todos nosotros hubimos de rodar la cabeza por sobre su pechito duro y redondo. Así, de este amor inevitable; hacíamos una era–: “Cuando yo me enamoraba de Catita”… Pero era Catita quien nos enamoraba a nosotros. Al mirar, guiñaba ella los ojos sin advertir. Sus ojos, redondos como toda ella… Y el nombre no la decía bien. Esa “i” antepenúltima la alargaba, la ensombrecía, la alejaba –a ella, próxima, redonda, alegre. Y, sobre todo, enamoradiza. Catalina es un nombre gótico; hace pensar en ojivas lívidas de crepúsculo, en fuentes de bronce musgoso, héticos burgos renanos, en moñosos cinturones de castidad… Y Catita era una ventana rubia de melodía, una pila de cemento blanco, moderna, pulcrísima; un sombrillón de trapo para la playa; un lazo loco de colegiala… Lalá, he aquí su nombre de ella. Pero Lalá era una chica desvelada y rápida. Lalá, Lalá, Lalá… Corazón blando, y ojos de muñeca, y cara de risa. Ramón se arrojó en Catita como una nadadora en el mar–; de abajo arriba, primero las manos; después, la cabeza; por fin, los pies, flexionados, destalonados. En el plano del mes de enero –ensebado todavía con sucias nubes frías– quedó Ramón en cielo, en aire, en medio, en equilibrio, en ropa de baño, a la punta, con cien muchachos trémulos detrás que le apuraban, sobre Catita, mar. Ramón cayó mal–, de barriga, de bruces, esperándonos a todos nosotros, desprevenidos, observadores. Catita, mar para bañarse a las doce del día con el sol tontonazo en la cabeza –mariposa disecada, serojo de ictericia o amarillo gorro de jebe. –Catita, mar con olas porque no haya viejas, porque haya muchachos… Catita, mar redondo encerrado en un muelle semicircular, embanderado de ciudades… Catita, límite sutil entre la mar alta y la mar baja… Catita, mar sumiso a la luna y a los bañistas… Catita, mar con luces, con caracoles, con botecillos panzudos, mar, mar, mar… O amor también en que no había viejas, ni sombrerazos de paja, ni consejos, ni persignaciones… Catita, amor, con esperanzas lentas y gordas, amor que con la luna baja y sube, amor redondo, amor próximo, amor para sumergirse en él con los ojos abiertos, amor, amor, amor… Catita, mar de amor, amor de mar. Catita, cualquier cosa y ninguna cosa… Catita–, todas las vocales, apareciendo ella, cabal, íntegra, en cuerpo y alma en la a y desapareciendo poco a poco, rasgo a rasgo, en las otras–; en la e, tierna y boba; en la i, flaca y fea; en la o, casi ella, pero no…; Catita es honesta y bonita; en la u, cretina, albina… Catita, –algunas consonantes–, parecida a la b en las manos, a la n en los ojos, a la r en el andar, a la ñ en el carácter, a la k en el genio, a la s en la mala memoria, a la z en la buena fe… Catita, campo redondo en el mar, beso redondo en el amor… Catita, sonido, signo… Catita, una cosa cualquiera y la contraria precisamente. .. Catita, al fin y al cabo, una linda muchacha, verdadera, viva, coqueta como ella sola… Cogerla era tan imposible como comprimir con la yema del índice el chorro de agua en la boca de un caño grande–; carne dura al tacto por la presión, carne que se escapaba por los resquicios de la uña, por las rayas de la piel; que nos saltaba a la cara; que, si se deposita en un recipiente, quieta, era sino luz densa, agua que se podía beber y en la que se podían echar barquillos de papel. Agua, agua, agua. Y, al fin y al cabo, una linda muchacha enamoradiza, catadora de mozos, Catita…”.

   Algo que quiero comentar es que hace un tiempo vengo persiguiendo fotos de nuestro poeta cuando joven. Escasas, muy pocas, poquísimas, apenas tres. Pero no es algo ajeno a los poetas peruanos (salvo excepciones), como alguna vez lo dije, pareciera que entre los poetas peruanos y la fotografía hay un desencuentro que nos lleva a decir que casi todos ellos tienen archivos fotográficos breves, muy breves, por ejemplo, ¿cuántas fotos hay de Eguren, Moro, Abril, Peña, Parra, Vallejo, Oquendo…? Poquísimas. Pienso en Carlos Oquendo de Amat, son apenas doce fotos confirmadas las que existen sobre este poeta, doce fotos de toda su vida, muy pocas en realidad si pensamos en poetas de otros países: Pablo Neruda, Octavio Paz, Jorge Luis Borges…





   Si hablamos de las fotos de Martín Adán, hay algunas que son tomas, digamos, clásicas, las de Pestana, por ejemplo. Las fotos más numerosas de Martín Adán son las de su madurez, como podemos ver en la siguiente selección.














   De su infancia no conozco ninguna, de su adolescencia y juventud solo he hallado tres. La primera de ellas es esta foto redonda, diminuta, como solían ser las fotos de ese mago llamado José María Eguren, autor de La canción de las figuras. En la fotografía podemos ver al poeta muy joven y de perfil. Es más que probable que la foto haya sido tomada en una de las visitas de Martín Adán al poeta simbolista, que entonces vivía en Barranco, como Martín Adán.










   La segunda toma que conozco es grupal, parece ser de una exposición, en ella se ve, entre varias personas, a José María Eguren, a la derecha, con un bigotito chaplinesco y sosteniendo un sombrero claro y a la izquierda se ubica a un joven Martín Adán con abrigo grueso y sombrero en la mano.












   La tercera foto la hallé de casualidad (si es que esta existe). Hace como un año, revisaba un archivo fotográfico que por descuido mío no sé precisar y hallé la siguiente foto:






   Foto multitudinaria y con gente elegante (por cierto, todos varones) parece ser en el vestíbulo de un teatro. En ella se reconoce fácilmente al amauta José Carlos Mariátegui en silla de ruedas. A la derecha de Mariátegui se ve a un joven que no sale completo en la foto (está encerrado con un círculo y el señalado con el número 1) y sostiene con sus dos manos un sombrero. Para mí es más que seguro que es Martín Adán. El parecido con la foto anterior es más que evidente. Ahora bien, no sabría decir si es un descubrimiento, pero dejo aquí esta inquietud.








   Debo reconocer que cansé mis ojos tratando de reconocer si algunos de los personajes de esta foto era Carlos Oquendo de Amat, pero no, no hallé al poeta de 5 metros de poemas, quien dicen era muy amigo del gran ensayista. Por cierto, el personaje encerrado y señalado con el número 2 es para mí el poeta de Cinema de los sentidos puros, Enrique Peña Barrenechea, pero ese ya es otro asunto que en una posterior entrada comentaré. Hasta aquí llego.








   Continuará…







                                          Morada de Barranco, 29 de mayo de 2016.








¿QUIÉN HIZO LA CARÁTULA DE 5 METROS DE POEMAS?

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                                                         Compró para la luna 5 metros de poemas
                                                                            Carlos Oquendo de Amat







   Alguna vez conté que en una conversación que tuve allá por 1993 o 1994 con Vicente Azar, el poeta de Arte de olvidar, le pregunté si había conocido a Carlos Oquendo de Amat, me respondió que sí, que cuando lo conoció, él, José Alvarado Sánchez, el verdadero nombre de Vicente Azar, era bastante joven, apenas un adolescente. Me comentó que el autor de 5 metros de poemas había vivido por breves temporadas en su casa de Barranco, que su madre lo había atendido como si fuera un hijo más y que Carlos Oquendo, en muestra de agradecimiento, le había obsequiado a la señora un ejemplar autografiado de su mítico libro, pero que lamentablemente ese ejemplar se había extraviado.






   Siempre lo he dicho, 5 metros de poemas es un libro que admiro y siempre releo. Cada que puedo vuelvo a él como a una casa querida. Sin embargo, jamás he visto un ejemplar de la primera edición de este poemario vanguardista. Omar Aramayo, el gran poeta puneño, me comentó alguna vez que vio uno maltratado en la Biblioteca Nacional, el mismo ejemplar al que tuvo acceso el poeta norteamericano Allen Ginsberg cuando estuvo por el Perú en la década del 60.






   Hay que recordar que Carlos Oquendo de Amat no pudo recoger la edición completa de su libro por asuntos económicos, los pocos que circularon son los que el poeta regaló entre sus amigos, muy pocos ejemplares en realidad. ¿Cuál fue el destino de esos libros obsequiados a los amigos? Vaya uno a saber. Estoy recordando que alguna vez le pregunté a José Pancorvo si entre los libros de Manuel Beingolea, su tío, se encontraba un ejemplar del poemario (que por cierto Oquendo le obsequió) y José me dijo que el libro no estaba, que se había perdido. ¿Qué pasó con lo ejemplares que quedaron en la editorial Minerva? Para mí es un misterio.






   Si la primera edición es de 1927, la segunda tuvo que esperar cuarentaidós años; es decir, hasta 1969, una edición pequeña que no reproduce la carátula del libro, encima con gruesas erratas (la más notoria es la alteración en el orden de los poemas). Es recién en 1980 que salió una edición facsimilar que respeta incluso el tamaño del libro, hablo de la edición de Copé; o sea, tuvimos que esperar cincuentaitrés años para tener el libro tal y como Carlos Oquendo lo imaginó.










   Mi admiración por la poesía de Oquendo es grande, tanto que me ha llevado a la idea de conseguir todas las ediciones del libro, obra que a raíz del “rescate” que realizaron allá por la década de los 60 los entonces jóvenes poetas puneños como Omar Aramayo y Gloria Mendoza Borda (y otros intelectuales), más el discurso de Mario Vargas Llosa al recibir el Premio Rómulo Gallegos, despertaron la curiosidad por ese misterioso poeta que apenas publicó un libro iluminado, intenso, innovador antes de que la tuberculosis acabara con su corta vida. Hoy la obra de este poeta está en el sitial que se merece gracias a los empeños de los antes mencionados.






   En la búsqueda de ediciones de 5 metros de poemas, conseguí hace unos días la que publicó la Pontificia Universidad Católica del Perú el año 2002, dentro de la colección El manantial oculto N° 27. En la solapa del libro encontré esta información: “… ofrecemos la reproducción del libro, en forma facsimilar, incluyendo el notable dibujo de la portada realizado por el poeta y pintor Ricardo Peña Barrenechea…”. Quedé sorprendido. Alguna vez había leído que quien pudo ser el autor del dibujo de la portada  habría sido el poeta superrealista César Moro, pero ¿Ricardo Peña Barrenechea?






   Hoy todos sabemos que el autor de esa portada fue el pintor Emilio Goyburu Baca, nacido en Pacasmayo allá por 1897, discípulo de Daniel Hernández e integrante de un grupo comandado por el pintor Ricardo Grau que se hacía llamar Los independientes, este grupo proponía dirigir la pintura por otros cauces que llevaran a la pintura hecha en el Perú hacia una modernización y una democratización que les permitiera expresarse en las diversas tendencias y no solo en el indigenismo como con vigor había impuesto José Sabogal. Entre los integrantes de este grupo innovador estaban Juan Barreto, Juan Manuel Ugarte Eléspuru, Sabino Springett, Sérvulo Gutiérrez, Federico Reynoso, Macedonio de la Torre, Carlos Quízpez Asín. Hay que recordar que Emilio Goyburu fue profesor de dibujo en la Escuela Nacional de Bellas Artes del Perú y de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. El pintor falleció en 1962.






   José Luis Ayala dice en su biografía Carlos Oquendo de Amat/ Cien metros de biografía, crítica y poesía de un poeta vanguardista itinerante. De la subversión semántica a la utopía social (Editorial Horizonte, Lima, 1998) sobre la portada: “Emilio Goyburu diseñó e hizo el grabado de la carátula en linóleo y con sus propios buriles. Oquendo naturalmente quedó satisfecho del proyecto e imagen final de la carátula de su libro que como apreciará el lector, se trata de una visión cinética donde se aprecian cuatro rostros de teatro o máscaras que aparecen delante de un telón…” (página 155).






   Rodolfo Milla escribe en su biografía titulada Oquendo (Hipocampo Editores, Lima, 2006) con respecto a la portada: “Es una xerigrafía en madera que al parecer fue realizada a prisa porque al fondo de la zona clara donde se destaca el número 5, no está totalmente limpio de impurezas, y donde además no figuran las iniciales ‘E G’ que Emilio Goyburu acostumbraba a estampar en sus grabados” (…) “¿La carátula de 5 metros… es la interpretación que hace Goyburu del ‘Cuarto de los espejos’? Recordemos que este poema es toda una declaración de principios de Oquendo. Fue muy comentado por sus amigos del grupo de Jesús Burga de los Ríos. Lo comparan con ‘El palco estrecho’, poema de Los Heraldos Negrosde César Vallejo, tan hermético y sugerente a su vez como el poema de Oquendo” (páginas 596 y 597).





   Entonces fue Emilio Goyburu Baca, pintor peruano y amigo en su juventud de Carlos Oquendo de Amat, quien hizo la portada de 5 metros de poemas, él y no César Moro ni Ricardo Peña Barrenechea, como aparece en la edición de 2002 por error. Dejo aquí, ya para terminar, una pequeña muestra de la pintura de Emilio Goyburu, un pintor apenas recordado por estos días, pero cuyos cuadros son una muestra de su talento y de su lucha por instaurar los nuevos aires de la modernidad (la pintura abstracta y la pintura geométrica) en la plástica peruana de esos cada vez más lejanos años de vanguardia y renovación.



































   Continuará…








                                                                      Morada de Barranco de 2016.






DOS POETAS PERUANOS

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                                                     Y he de ser el Eterno, raro entre los humanos…
                                                                                                  Martín Adán






   Hace unas semanas recibí un mensaje de mi amigo el poeta Omar Aramayo. En él me preguntaba si tenía los versos que el gran Martín Adán le había escrito allá por 1936 a Carlos Oquendo de Amat, porque en alguna de sus mudanzas se le había extraviado (o traspapelado), como suele ocurrir cuando de mudanzas se trata: uno pierde cosas y encuentra otras. Respondí que sí los tenía y le prometí a Omar que apenas los encontrara se los enviaría.






   Conocía los versos de Adán, los había leído hacía una buena punta de años y sabía que los tenía, pero no recordaba dónde, porque en el libro Obra poética de Martín Adán publicada por el Instituto Nacional de Cultura, del año 1976, aparece el poema La campana Catalina (del cual forma parte los versos dedicados a Oquendo), mas no figuran tales versos. Entonces recurrí a Poemas escogidos publicado por Mosca azul editores, del año 1983 (una selección de Mirko Lauer y Abelardo Oquendo) y en el libro no aparece siquiera La campana Catalina. ¿Dónde estaban, entonces, esos versos que Omar me pedía y que yo recordaba tener?





   Varias tardes revolví mi biblioteca, me embarqué en búsquedas lamentablemente infructuosas en cajas con un universo de recortes periodísticos amarillentos y de diarios que incluso son ahora historia, luego me perdí en revistas que ya ni recordaba que tenía, revisé posteriormente las dos biografías de Oquendo que poseo, nada, los versos de Adán no aparecían por ningún lado. Fue entonces que recordé que yo también me había mudado como cuatro veces, ¿es que lo que le había sucedido a Omar me había pasado a mí y yo ni enterado? No cejé en mi búsqueda.






   La pura constancia me permitió dar con los versos. Como suele suceder en estas situaciones: de manera sorpresiva, inesperada aparecieron ante mis ojos justo cuando estaba a punto de dar por terminada la búsqueda, cansado y con alergia, así, en esa situación "hallé" una caja en cuyo interior descubrí una papelería antediluviana: fichas, fotocopias, recortes periodísticos, apuntes, borradores, casi todos subrayados o resaltados, en fin, todo aquello que pude recopilar hace casi treinta años para elaborar mi tesis. Obviamente todos estos documentos estaban referidos a uno de los poetas que más admiro: Carlos Oquendo de Amat, “Carlitos”, como suelo llamarlo familiarmente.






   Algo me decía que en ese lugar podrían estar esos octosílabos. Mi intuición no me engañó. Estaban ahí, en un papel que alguna vez fue blanco, los versos habían sido tipeados, mejor dicho, los había tipeado en mi vieja máquina de escribir Remington, de grata recordación, lo curioso es que en la hoja no se indica la fuente de dónde lo copié y la verdad es que a estas alturas ni lo recuerdo ni tampoco me acuerdo haberlo tipeado. Pero estaban ahí, en mis manos, luego de una ardua labor que parecía ser en vano.






   Inmediatamente se los envié a Omar quien debió saltar de alegría, por el tenor de su mensaje de respuesta, colijo que fue así. Quiero rescatar esos entrañables y sentidos versos que hace ochenta años le escribiera en Arequipa el atormentado Martín Adán al indefenso y sensible Carlos Oquendo de Amat, por cierto, dos leyendas de la poesía peruana, o, si se quiere, dos poetas con leyenda.







CARLOS OQUENDO DE AMAT



Vivía sin corazón;
vivía de su respiro;
tenía, como el gorrión,
el corazón de suspiro. 

Cuando bebía su té,
nunca comió su tostada;
era de ayuno y de fe
como una enamorada.

Murió como doce veces;
pedía dinero, bajo;
y brincaba de altiveces
por el mundo y el carajo.

Le nombraban al reír:
todos lo sabían loco: 
él juglaba hasta morir,
y uno le pagaba poco.

¡Cómo no se volvió prudente
con la sensatez lobuna!
Era tan inteligente
y manso como la luna.

Hizo verso que lloraba
como Dios ha de llorar,
ternura que declinaba
muy antes de comenzar,
como el sol que sí acaba,
que no acaba, en el mar. "









   Continuará…







                                           Morada de Barranco, 29 de junio de 2016.







A LA MEMORIA DE LUIS BUÑUEL

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                                                                            Soy ateo, gracias a Dios.
                                                                                            Luis Buñuel







   Un perro andaluz (1929), La edad de oro (1930), Los olvidados(1950), Él (1952 -1953), Ensayo de un crimen (1955), Viridiana (1961), El ángel exterminador (1962) son algunas de las más de treinta películas de Luis Buñuel que más disfruto y aprecio. Cada que puedo acudo a ellas y me sirve para confirmar la actualidad de este genio del cine: no envejece, va con los tiempos. Estoy seguro que así siempre será.




   A Buñuel siempre lo caracterizó su humor negro, corrosivo, su espíritu superrealista que jamás abandonó, su ateísmo que lo llevó a asumir una actitud desafiante y provocadora contra la iglesia católica, o sus ataques a los burgueses, a los fascistas (con Franco a la cabeza) o todo aquello que fuera sinónimo de establecido y políticamente correcto.





   Justo el día de hoy se cumplen treintaitrés años de su muerte, pero Buñuel sigue más vivo que nunca, es de esos hombres que han sabido vencer a la muerte sin conceder un ápice a cambio de algo. Buñuel siempre fue, y lo es, el eterno iconoclasta. Con él no calza esa frase (cito de memoria): “De joven incendiario y de viejo bombero”, él siempre anduvo entre llamas sin chamuscarse y repartiendo ese fuego “generosamente”, así vivió, inclaudicable, por eso fue peligroso y nunca tuvo las cosas fáciles.




   Bastaría con recordar cómo tuvo que abandonar España luego del triunfo de los fascistas y ultracatólicos nacionalistas, cómo una vez instalado en los Estados Unidos, renunció a un trabajo que le aseguraba una vida tranquila y cómoda por ser sospechoso de simpatías izquierdistas y por su ateísmo que jamás disimuló y que con su típico humor pregonaba: “Soy ateo, gracias a Dios”. Bastaría con recordar que tuvo que emigrar hacia un país donde, a pesar de las grandes dificultades, realizaría algunas de sus más grandes películas: hablo de México, su segunda patria. Como Orson Welles, otro de los genios incomprendidos del cine, Buñuel anduvo durante un buen tiempo casi al azar buscando un lugar donde hacer lo que más le gustaba: películas que serían como una piedra en los zapatos.








   Confieso que de Luis Buñuel no solo me interesan sus películas (sobre todo Él y Los olvidados), también sus escritos, o todo aquello que se refiera a él y a su obra, en ese rango se encuentra sus memorias que se publicaron bajo el título de Mi último suspiro, libro que sinceramente no tiene pierde, cada página, cada párrafo aseguran el disfrute gracias a su humor, a las curiosidades y ocurrencias que nos va regalando, retazos de su vida larga, fructífera. Una de las cosas que más me llamó la atención de esta obra es la cantidad de personajes de primer nivel con los que se codeó este español universal: Federico García Lorca, Rafael Alberti, Salvador Dalí, André Breton, Alfred Hitchcock, Max Ernst, Paul Eluard, Man Ray, Pablo Picasso, Charles Chaplin, Louis Aragon, en fin, la lista es larga. En definitiva, estas memorias aseguran buenos momentos.








   De todas las películas de Luis Buñuel, quizá la que más he visionado sea Los olvidados, film en el que se muestra la miseria y la gran desigualdad social de un México que los mismos mexicanos no querían ver o no querían reconocer. Buñuel tuvo la valentía de ponerles esta película a los mexicanos como quien pone un espejo frente a alguien que se resiste a verse o que quiere ver solo lo que le conviene. Esta película no solo fue un espejo, fue una puerta por donde los mexicanos pudieron entrar para enfrentarse a su realidad real.











   Han pasado ya sesentaiséis años de su estreno, y la oscuridad de sus personajes juveniles y marginales (el Jaibo, Pedro) aún conmueve, sacude y denuncia lo que convenientemente el cine mexicano en boga por esos años (supongo que guiado por intereses políticos) mostraba para vendar y amordazar a los mexicanos a través de películas melodramáticas o comedias superficiales sazonadas con charros cantores para así crear una imagen edulcorada de un México que no era el verdadero, el realmente dramático. Hasta que apareció este genio solitario, arisco y sordo.











   Mencioné hace un rato a las memorias de Buñuel, de este libro he sacado estos párrafos donde cuenta qué sucedió en México a raíz de ese mítico film que fue nombrado por la UNESCO como Memoria del mundo, condición que tienen muy pocas películas, pero muy pocas. He aquí este fragmento:














   Durante 4 o 5 meses, unas veces con mi escenógrafo, el canadiense Fitzgerald, otras con Luis Alcoriza, pero generalmente solo, me dediqué a recorrer las "ciudades perdidas", es decir, los arrabales improvisados, muy pobres, que rodean México, D.F. Algo disfrazado, vestido con mis ropas más viejas, miraba, escuchaba, hacía preguntas, entablaba amistad con la gente. Algunas de las cosas que vi pasaron directamente a la película.

   De todos modos, el equipo entero, aunque trabajando muy seriamente, manifestaba su hostilidad hacia la película. Un técnico me preguntaba, por ejemplo: "Pero, ¿por qué no hace usted una verdadera película mexicana, en lugar de una película miserable como ésa?". Pedro de Urdemalas, un escritor que me había ayudado a introducir expresiones mexicanas en la película, se negó a poner su nombre en los títulos de crédito.

   La película fue rodada en 21 días. Como en todas mis películas, terminé en el tiempo previsto. Por el guión y dirección cobré dos mil dólares en total. Y nunca he percibido el menor porcentaje.

   Estrenada bastante lamentablemente en México, la película permaneció cuatro días en cartel y suscitó en el acto violentas reacciones. Sindicatos y asociaciones diversas pidieron mi expulsión. Los raros espectadores salían de la sala como de un entierro. En la proyección privada, mientras Lupe, la mujer del pintor Diego Rivera, se mostraba altiva y desdeñosa, sin decirme una sola palabra, otra mujer, Berta, casada con el poeta español León Felipe, se precipitó sobre mí, loca de indignación, con las uñas tendidas hacia mi cara, gritando que yo acababa de cometer una infamia contra México. Yo me esforzaba en mantenerme sereno e inmóvil, mientras sus peligrosas uñas temblaban a tres centímetros de mis ojos. Afortunadamente, Siqueiros, otro pintor, que se encontraba en la misma proyección, intervino para felicitarme calurosamente. Con él, gran número de intelectuales mexicanos alabaron la película.

   Todo cambió después del Festival de Cannes en que el poeta Octavio Paz -hombre del que Breton me habló por primera vez y a quien admiro desde hace mucho- distribuía personalmente a la puerta de la sala un artículo que había escrito, el mejor, sin duda, que he leído, un artículo bellísimo. La película conoció un gran éxito, obtuvo críticas maravillosas y recibió el Premio de Dirección.

   Yo no tenía más que una tristeza, una vergüenza, el subtítulo que los distribuidores de la película en Francia creyeron oportuno añadir al título: “Los olvidados o Piedad para ellos”. Ridículo.

   Tras el éxito europeo, me vi absuelto del lado mexicano. Cesaron los insultos, y la película se reestrenó en una buena sala de México, donde permaneció dos meses.















   Sirvan estas líneas no solo para recordar a este solitario creador, director de un puñado de películas atemporales, sino para frecuentar su obra ajena a modas pasajeras y complacientes: así comprobarán que Luis Buñuel, el eterno iconoclasta, sigue más vivo y actual que muchos que habitan el tercer planeta.














   Continuará…






                                             Morada de Barranco, 29 de julio de 2016.










UN LIBRO IMPRESCINDIBLE

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                                          Al escribir, en realidad, no hacemos otra cosa que dibujar
                                          nuestros pensamientos…
                                                                                 Julio Ramón Ribeyro








   Por estos días estoy releyendo un libro del entrañable Julio Ramón Ribeyro, me refiero a esa joya sin género propio titulada: Prosas apátridas, ¿a qué se refería Ribeyro con el título? En la Nota del autor que precede a la obra lo dice con precisión: “El título de este libro merece una explicación. No se trata como algunos lo han entendido, de las prosas de un apátrida o de alguien que, sin serlo, se considera como tal. Se trata, en primer término, de textos que no han encontrado sitio en mis libros ya publicados y que erraban entre mis papeles, sin destino ni función precisos. En segundo término, se trata de textos que no se ajustan cabalmente a ningún género, pues no son poemas en prosa, ni páginas de un diario íntimo, ni apuntes destinados a un posterior desarrollo, al menos no los escribí con esa intención. Es por esa razón que los considero ‘apátridas’, pues carecen de un territorio literario propio”. Clarísimo.






   Prosas apátridas es un libro que reúne notas muy personales, reflexiones breves sobre diversos aspectos de la realidad que el autor aborda (la soledad, el paso del tiempo, el amor, la literatura misma). Curiosamente este es un libro cargado de sabiduría que no pretende precisamente ello, el autor a través de estos “retazos” espontáneos cavila no para hallar respuestas (dejemos esa labor a esos infames libros de autoayuda, territorio donde Coelho es su estrella máxima), nada más alejado de esa intención: estas prosas no son más que la justificación para plantearse algunas interrogantes, meditar sobre algunos asuntos que la mirada detallista del autor ha observado.






   Una de las riquezas que ofrecen obras como esta, se encuentra en que a cada nueva lectura encontramos algo nuevo, algo que en una lectura precedente no lo habíamos percibido, lo curioso y lo mágico del asunto es que son las mismas palabras, las mismas líneas, los mismos fragmentos que se presentan ante nuestros ojos como chispas, porque precisamente si a algo se parece cada uno de estos fragmentos es a una chispa: como ella refulge fugazmente y desaparece, pero ya iluminó, brevemente, pero su luz produjo en nosotros un descubrimiento, un reconocimiento. De ahí que este sea uno de esos libros que puede resultar una magnífica compañía: su lucidez se torna necesaria. Cualidad de toda obra que se le considera un clásico. Y este libro lo es.






   No voy a explayarme sobre un libro que, como todo buen libro, se defiende solo, un libro que tiene la capacidad de decirnos algo que esperábamos escuchar o que inesperadamente aparece y nos conduce hacia una reflexión sobre algún punto, o alguna situación que tal vez estaba frente a nosotros y que gracias a uno de estos fragmentos recién lo percibimos. Pero será mejor que leamos algunos de estos fragmentos luminosos y después nos atrevamos, si no lo hemos hecho ya, a transitar por este libro imprescindible.






1.

¡Cuántos libros, Dios mío, y qué poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos! Mi propia biblioteca, donde antes cada libro que ingresaba era previamente leído y digerido, se va plagando de libros parásitos, que llegan allí muchas veces no se sabe cómo y que por un fenómeno de imantación y de aglutinación contribuyen a cimentar la montaña de lo ilegible y, entre estos libros, perdidos, los que yo he escrito. No digo en cien años, en diez, en veinte, ¿qué quedará de todo esto? Quizás sólo los autores que vienen de muy atrás, la docena de clásicos que atraviesan los siglos a menudo sin ser muy leídos, pero airosos y robustos, por una especie de impulso elemental o de derecho adquirido. Los libros de Camus, de Gide, que hace apenas dos decenios se leían con tanta pasión, ¿qué interés tienen ahora, a pesar de que fueron escritos con tanto amor y tanta pena? ¿Por qué dentro de cien años se seguirá leyendo a Quevedo y no a Jean Paul Sartre? ¿Por qué a Francois Villon y no a Carlos Fuentes? ¿Qué cosa hay que poner en una obra para durar? Diríase que la gloria literaria es una lotería y la perduración artística un enigma. Y a pesar de ello se sigue escribiendo, publicando, leyendo, glosando. Entrar a una librería es pavoroso y paralizante para cualquier escritor, es como la antesala del olvido: en sus nichos de madera, ya los libros se aprestan a dormir su sueño definitivo, muchas veces antes de haber vivido. ¿Qué emperador chino fue el que destruyó el alfabeto y todas las huellas de la escritura? ¿No fue Eróstrato el que incendió la biblioteca de Alejandría? Quizás lo que pueda devolvernos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero.







5.

Conocer el cuerpo de una mujer es una tarea tan lenta y tan encomiable como aprender una lengua muerta. Cada noche se añade una nueva comarca a nuestro placer y un nuevo signo a nuestro ya cuantioso vocabulario. Pero siempre quedarán misterios por desvelar. El cuerpo de una mujer, todo cuerpo humano, es por definición infinito. Uno empieza por tener acceso a la mano, ese apéndice utilitario, instrumental, del cuerpo, siempre descubierto, siempre dispuesto a entregarse a no importa quién, que trafica con toda suerte de objetos y ha adquirido, a fuerza de sociabilidad, un carácter casi impersonal y anodino, como el del funcionario o portero del palacio humano. Pero es lo que primero se conoce: cada dedo se va individualizando, adquiere un nombre de familia, y luego cada uña, cada vena, cada arruga, cada imperceptible lunar. Además no es sólo la mano la que conoce la mano: también los labios conocen la mano y entonces se añade un sabor, un olor, una consistencia, una temperatura, un grado de suavidad o de aspereza, una comestibilidad. Hay manos que se devoran como el ala de un pájaro; otras se atracan en la garganta como un eterno cadalso. ¿Y qué decir del brazo, del hombro, del seno, del muslo, de…? Apollinaire habla de las Siete Puertas del cuerpo de una mujer. Apreciación arbitraria. El cuerpo de una mujer no tiene puertas, como el mar.







9.

Podemos memorizar muchas cosas, imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas, pero hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer. Podemos a lo más tener el recuerdo de esas sensaciones, pero no las sensaciones del recuerdo. Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería imposible. En el primer caso se convertiría en una repetición, en el segundo en una tortura. Como somos imperfectos, nuestra memoria es imperfecta y solo nos restituye aquello que no puede destruirnos.







21.

Lo fácil que es confundir cultura con erudición. La cultura en realidad no depende de la acumulación de conocimientos incluso en varias materias, sino del orden que estos conocimientos guardan en nuestra memoria y de la presencia de estos conocimientos en nuestro comportamiento. Los conocimientos de un hombre culto pueden no ser muy numerosos, pero son armónicos, coherentes y, sobre todo, están relacionados entre sí. En el erudito, los conocimientos parecen almacenarse en tabiques separados. En el culto se distribuyen de acuerdo a un orden interior que permite su canje y su fructificación. Sus lecturas, sus experiencias se encuentran en fermentación y engendran continuamente nueva riqueza: es como el hombre que abre una cuenta con interés. El erudito como el avaro, guarda su patrimonio en una media, en donde sólo cabe el enmohecimiento y la repetición. En el primer caso el conocimiento engendra el conocimiento. En el segundo el conocimiento se añade al conocimiento. Un hombre que conoce al dedillo todo el teatro de Beaumarchais es un erudito, pero culto es aquel que habiendo sólo leído Las Bodas de Fígaro se da cuenta de la relación que existe entre esta obra y la Revolución Francesa o entre su autor y los intelectuales de nuestra época. Por eso mismo, el componente de un tribu primitiva que posee el mundo en diez nociones básicas es más culto que el especialista en arte sacro bizantino que no sabe freír un par de huevos.








36.

Dentro de algunos años alcanzaré la edad de mi padre y, unos años después, superaré su edad, es decir, seré mayor que él y, más tarde aún, podré considerarlo como si fuese mi hijo. Por lo general, todo hijo termina por alcanzar la edad de su padre o por rebasarla y entonces se convierte en el padre de su padre. Sólo así entonces podrá juzgarlo con la indulgencia que da el "ser mayor", comprenderlo mejor y perdonarle todos sus defectos. Sólo así, además, se alcanza la verdadera mayoría de edad, la que extirpa toda opresión, así sea imaginaria, la que concede la total libertad.








53.

Distancia: a doscientos metros no podemos saber si una mujer es bella. A unos centímetros todas son iguales. La percepción de la belleza necesita cierto margen espacial, que varía no solo de acuerdo al observador, sino también de acuerdo al objeto observado. Entre nosotros decíamos sobre algunas mujeres, utilizando una expresión ya convenida, ’tiene buen lejos’, pues a cierta distancia parecía guapa, pero apenas se acercaba no lo era. Otras en cambio tienen ’buen cerca’, pero al alejarse notamos que son desproporcionadas o flacas o con las piernas torcidas.
¿Qué distancia debe servirnos de patrón para dar un veredicto estético sobre una persona? Un amigo, a quien hice esta consulta, me respondió: ’La distancia de la conversación








63.

Observación trivial que me ha dejado estupefacto, tanto, que imagino que debe haber en ella una falacia imperdonable. Partí del principio de que tengo dos padres,cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos. ¿Por qué no seguir adelante? Cogiendo lápiz y papel hice la progresión. En el año 1780 tenía 64 ancestros (calculando 30 años por generación), en el año 1480 tenía 65.536, en el año 1240 tenía 16.713.216, en el año 1060 tenía 1.069.645.824. Y no seguí porque ya entraba en el absurdo, en la más grande falsedad histórica: simplemente porque en el año 1060 la población del mundo no llegaba a dos mil millones de habitantes. ¿Qué explicación puede tener esto? El incesto y la poligamia pueden reducir en parte estas cifras, pero no al extremo de anular su inaceptable cuantía. Misterio. Paradoja: cada habitante del globo desciende de todos los anteriores habitantes del globo (cono invertido), pero de un anterior habitante del globo y su pareja descienden todos los habitantes actuales (cono normal).







115.

Mi gato negro y yo, en esta noche lluviosa de verano. La pieza silenciosa. Uno que otro carro se desliza por la calzada húmeda. El barrio duerme, pero mi gato y yo velamos, nos resistimos a dar por concluida la jornada, sin haber hecho nada, al menos yo, que la justifique, que la dote de significación y la diferencie de otras, igualmente parsimoniosas y vacías. Quizá por eso escribo páginas como ésta, para dejar señales, pequeñas trazas de días que no merecerían figurar en la memoria de nadie. En cada una de las letras que escribo está enhebrado el tiempo, mi tiempo, la trama de mi vida, que otros descifrarán como el dibujo en la alfombra.








129.

Hay veces en que el itinerario que habitualmente seguimos, sin mayor contratiempo, se puebla de toda clase de obstáculos: un enorme camión nos impide cruzar la pista, un taxi está a punto de atropellarnos, un viejo gordo con bastón y bolsa obstruye toda la vereda, una zanja que el día anterior no estaba allí nos obliga a dar un rodeo, un perro sale de un portal y nos ladra, no encontramos sino luces rojas en los cruces, empieza a llover y no hemos traído paraguas, recordamos haber olvidado en casa la billetera, algún imbécil que no queremos saludar nos aborda, en fin, todos aquellos pequeños accidentes que en el curso de un mes se dan aisladamente, se concentran en un solo viaje, por un desfallecimiento en el mecanismo de las probabilidades, como cuando la ruleta arroja veinte veces seguidas el color negro. Extrapolando esta observación de una jornada a la escala de una vida, es esa falla lo que diferencia la felicidad de la infelicidad. A unos les toca un mal día como a otros una mala vida.







136.

Cuando alguien se entera que he vivido en Paris casi veinte años me dice siempre que me debe gustar mucho esa ciudad. Y nunca sé qué responderle. No sé en realidad si me gusta Paris, como no sé si me gusta Lima. Lo único que sé es que tanto Paris como Lima están para mí más allá del gusto. No puedo juzgar a estas ciudades por sus monumentos, su clima, su gente, su ambiente, como sí puedo hacerlo por las que he estado de paso y decir, por ejemplo, que Toledo me gustó pero que Fráncfort no. Es que tanto París como Lima no son para mí objetos de contemplación sino conquistas de mi experiencia. Están dentro de mí, como mis pulmones o mi páncreas, sobre los que no tengo la menor apreciación estética. Sólo puedo decir que me pertenecen.







145.

El amor, para existir, no requiere necesariamente del consentimiento ni siquiera del conocimiento del ser amado. Podemos querer a una persona que nos desprecia o incluso que nos ignora. La amistad, en cambio, exige la reciprocidad, no se puede ser amigo de quien no es nuestro amigo. Amistad, sentimiento solidario, amor solitario. Superioridad de la amistad.






200.

La única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el futuro.







   Continuará…







                                       Morada de Barranco, 31 de julio de 2016.








PINTISHMACHAY I

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                                                          Huyo de aqueste mar tempestuoso.
                                                                               Fray Luis de León






   Este año decidimos viajar a Tarma. Vacaciones de medio año: tiempo propicio para alejarse del “mundanal ruido”. Partimos el miércoles 3 de agosto, a la medianoche. El viaje debía durar, según la agencia, unas seis horas hasta Jauja y de ahí debíamos tomar un colectivo que nos lleve a Tarma, lo más pronto posible, un viajecito que calculamos como de una hora, en total: siete horas. Todo estaba planificado.








   Pero el viaje de Lima a Jauja duró diez horas, trabajos en la carretera lo alargaron hasta el aburrimiento. Se suponía que, según nuestros cálculos, a las seis de la mañana debíamos estar en la primera capital del Perú, no fue así, a esa hora recién estábamos en La Oroya. Nos esperaban, todavía, cuatro interminables horas de camino. Una vez en Jauja, ubicamos el paradero de los colectivos e inmediatamente partimos a Tarma, nos esperaba algo así como una hora  de camino. Efectivamente, a eso de las once de la mañana, la avistamos desde la carretera que iba en bajada serpenteante entre montañas y un sol esplendoroso.







     Ya en la ciudad, lo primero, el hospedaje. Ubicamos un hermoso hotel en la calle Huánuco: El Dorado, típica casona tarmeña de dos pisos (una de las pocas que quedan) de un antiguo hacendado, sin exageración alguna, gigantesca,  sus tres patios son la pruebas de lo que digo. Pero no solamente grande, todo pulcro, ordenado y una atención de primera hacen de este hotel una magnífica opción. Por ese lado, contentos de nuestro hallazgo. Ese primer día lo empleamos en recorrer Tarma, en descansar luego del viaje agotador.








   Al segundo día de nuestra estadía en la “Perla de los Andes” (así se le conoce a Tarma), nos embarcamos en un tour corto de seis horas, ¿destino? Pintishmachay, Tarmatambo y la hacienda La Florida. Fue espectacular, gratificante. El paisaje sobrecogedor de Tarma emociona y deja huellas profundas: las enormes montañas impresionan, sobre todo si quien las ve es un hombre criado en la costa. La lucha del hombre de estos lares por dominar la naturaleza impacta, lucha titánica que no solo es de ahora, esta viene desde épocas inmemoriales, ahí están los restos arqueológicos para demostrarlo, por mencionar uno solo, que hasta ahora se vienen utilizando: me refiero a los andenes prehispánicos (preíncas e incaicos) de Tarmatambo.








   Pero el viaje no hubiera sido igual si es que no hubiéramos contado con los servicios de un buen guía, en este caso, de una magnífica guía: Annie. Joven, muy bien informada, con una voz agradable y con muy buenos recursos para expresarse que hicieron de esta salida no solo algo impactante, sino también instructivo. Razones más que suficientes para terminar contentos con esta salida.









   Los tres puntos que conocimos ese viernes 5 de agosto están en las inmediaciones de la ciudad de Tarma, de los tres, del que hablaré ahora será de Pintishmachay, lugar que alberga, según los estudiosos, unas seiscientas pinturas rupestres, lo que lo convierte en el santuario rupestre más grande del Perú.








   En el camino, una breve parada para observar la hondonada donde se asienta la ciudad de Tarma desde el Mirador del elefante, así llamado porque desde ahí se ve nítidamente a una montaña que circunda a la ciudad con la forma de un elefante echado. Ahí nos enteramos, gracias a Annie, que donde se ubica Tarma, antes fue una laguna y que en algún momento lo volverá a ser. Al buscar alguna leyenda al respecto, hallé esta en versión adaptada de Steve Kruchinsky.








   Cuentan que allá en los lejanos tiempos del incario cuando el valle que ocupa la actual ciudad de Tarma, era una laguna de aguas azuladas y en cuyas alturas existían las populosas comarcas de "Tarmatambo" y "Punchaumarca", haber ocurrido este prodigioso acontecimiento.
   Cuando el gran Inca Huayna Cápac llegó a Tarmatambo, que por entonces era metrópolis de la tribu los Tarumas, al frente de un poderoso ejército para la conquista del maravilloso reino de los Shiris de Quito, hubo que dejar muy a su pesar en dicha localidad, al príncipe Yupanqui afectado de una extraña enfermedad, al cuidado de un hábil y experto curandero.
   Yupanqui que era uno de sus favoritos capitanes, porque además también le unían vínculos de sangre con el monarca; apenas pudo restablecerse de sus dolencias, decidió marchar prestamente tras el ejército imperial y cuando con su séquito ascendía por las alturas de "Carhuacatac" fue sorprendido por una violenta tempestad que obligo a refugiarse en una humilde choza de unos pastores, la mojada motivo la recaída del mal que lo afectara y hubo de guardar obligado reposo para su mejoría.
   Cushi Urpi, una bella pastorcilla, se esmeraba en prodigar atenciones al príncipe con marcada humildad. En efecto, largas noches había permanecido poniéndole en su frente y sus sienes caldeadas por una persistente fiebre, extrañas hojas frescas de yerbas medicinales. Y con qué alegría y admiración contemplaba la arrogante y hermosa faz del guerrero. Y el también contemplaba extasiado sus cuidados con cariño maternal y todas las mañanas cuando asomaba la aurora solían despertarla y se sentía atraído en forma irresistible por una singular expresión de aquel rostro agraciado y por el dulce acento de su voz, cuando le ofrecía humildemente sus alimentos.
   Y así en silencio fue naciendo en aquellas almas jóvenes un tierno amor, el príncipe ya no tuvo prisa en viajar y más bien trato de prolongar su estadía, por una extraña felicidad inundaba todo su ser, al sentirse al lado de la bella pastorcilla.
   Pero un día llegaron unos chasquis con la orden del Inca, para ponerse inmediatamente en marcha. Yupanqui notó que una inmensa tristeza se apoderaba de su ser, su espíritu fuerte y altivo, se diluyo como la sal en el agua. Por primera vez en su existencia una honda amargura, al pensar que tenía que perder para siempre al ser amado.
   Después de varios días de meditación, decidió tomar a Cushi Urpi por esposa y esta resolución comunicó prestamente a los hombres de su séquito y los padres de la pastorcilla, y estos le mostraron su negativa y al mismo tiempo su asombro, porque, ¿cómo era posible que un príncipe, de sangre real fuera a unirse en matrimonio con una humilde sierva?
   Yupanqui comprendió lo difícil de su situación y decidió a no perder a su amada, fue en busca y la halló pastando una manada de hermosos "pacos" (alpacas) por la ladera. Cushi Urpi requerida por el príncipe, le respondió que debía obedecer a sus padres.
   En este tremendo trance notó el guerrero que se le nublaban los ojos y al disiparse vio extasiado en el fondo del valle, una laguna azulada y en cuyas aguas se dibujaba un paisaje magnifico.
   Cushi Urpi que también contemplaba aquel bello espectáculo meditó un instante y pronto acudió a su mente una feliz inspiración y sumisamente se acercó ante el atribulado guerrero y le interrogo de esta manera: “Tú que eres príncipe y gran señor, tú que eres hijo del Sol, ¿serías capaz de convertir en fértil valle las aguas de aquellas extensa laguna?”.
   Yupanqui caviló breves momentos y prestamente blandiendo en sus manos una honda de finos colores, le repuso: “Y si tu deseo fuera cumplido, ¿consentirías ser mi esposa?”. La pastorcilla completamente turbada, le contestó afirmativamente, entonces el guerrero, impulsado por un misterioso designio postró sus rodillas en tierra y oró a su padre el Sol, con marcada devoción y enceguecido por los intensos rayos de su luz, inclinó su frente hasta rozar con la tierra.
   En aquel instante se escuchó un agudo silbido en el espacio y a corta distancia rodó por el suelo un trocito de oro, levantando en su caída una nubecilla de polvo. El joven guerrero prestamente se apoderó del áureo metal colocándolo luego en su honda, calculó la distancia con la aguda mirada de hábil guerrero y moviendo rápidamente en círculos el arma, lo lanzó con suma destreza al fondo del lago.
   A poco, apercibiéndose el estrépito de su caída, crujió la montaña, tembló la tierra, las aguas del lago se agitaron y aquellos felices amantes pudieron contemplar con asombro, que el elevado cerro que aprisionaba las aguas, se partió en dos para dar paso al agua de la laguna.
   La noticia de aquel prodigio cundió en la comarca de los Tarumas como el fulgor del relámpago. La unión de la joven pareja cumpliendo el pacto acordado se realizó con gran contento y algarabías de los fieles súbditos, las fiestas se prolongaron por muchos días, con diversas manifestaciones traducidas en cantos, danzas guerreras y bailes con vistosos atavíos, al término de los cuales, la feliz pareja hubo al fin de emprender viaje al nuevo reino conquistado, cumpliendo órdenes del inca Huayna Cápac.
   Desde aquel entonces, los felices Tarumas, convirtieron los terrenos que ocupaban las aguas de las extensas lagunas en un inmenso campo de cultivo, especialmente de maíz, traídos por los guerreros del glorioso ejercito Imperial, con el tiempo, en ese lugar se edificó la actual ciudad de Tarma.









   Pintishmachay se ubica en las cercanías de un pueblo llamado Huaricolca, este pueblo se halla a unos veinte minutos (en carro) de la ciudad de Tarma. Un camino asfaltado en subida nos lleva hacia el pueblo y a través de un desvío llegamos a la entrada del santuario: impresionante.








   La conformación rocosa, la casi ausencia de vegetación (salvo el ichu y algunas otras plantas) en un lugar que se halla a unos 3 200 metros sobre el nivel del mar, más el camino en ascenso en medio de un viento helado, a pesar de un Sol abrasador, dificultan un poco el trayecto: la amenaza del soroche acecha. Sin embargo, lo que nos rodea hace olvidar de a pocos las dificultades: estamos transitando un lugar de dioses, los viejos dioses del antiguo Perú, es un territorio de mitos y leyendas que vienen de los tiempos primigenios, no es poca cosa.








   En el camino a la doble cueva de Pintishmachay, Annie nos contó una leyenda sobre Mama Huari y sus trece hijos. Si la memoria no me falla, este relato anónimo cuenta lo siguiente:








   En tiempos pasados, existía una mujer poderosa llamada Mama Huari, esta tenía trece hijos. Como gobernante y como madre, Mama Huari había hechos las cosas bien. Sin embargo, cuando ya los hijos eran mayores empezaron a pelear entre ellos, a pesar de que la madre intentó controlarlos, no pudo. Decepcionada abandonó su pueblo y se subió a una montaña donde había una caverna, ahí en la caverna lloró en soledad. Los dioses la transformaron en una mujer de piedra en actitud de llorar. Cuando sus hijos la encontraron transformada, se arrepintieron y prometieron nunca más pelear. Pasado el tiempo, ya cuando la muerte empezó a visitar a los hijos, todos ellos escogieron como lugar de muerte una montaña que ubicada al frente de la caverna donde estaba su madre transformada. Allí murieron los trece hijos, cada que moría uno de los hijos, inmediatamente se transformaba en piedra, razón por la que esa montaña tiene trece puntas de piedra y se le conoce como la Montaña de los Trece Guardianes, porque desde ahí pareciera que los trece hijos están cuidando a su madre.








   Lamentablemente la mujer de piedra no se conserva. Annie nos contó que hace varios años, unos hombres intentaron llevarse a Mama Huari y en su intento esta se vino abajo destruyéndose totalmente, hoy en la caverna solo se ve a una mujer pintada en la pared de la caverna, obra de un artista moderno, un recuerdo de lo que antes hubo ahí. Una lástima.








      Unos días después, ya en los dos colegios donde trabajo, conté ambas leyendas y los alumnos (incluido un joven profesor) quedaron sorprendidos por las dos historias fantásticas, tanto que un grupo de alumnos de quinto de secundaria harán su viaje de promoción a Tarma, porque entre otras cosas quieren conocer el lugar donde estuvo Mama Huarmi y donde están los trece guardianes. Buena decisión, no se arrepentirán.







  



   Continuará…








                                                        Morada de Barranco, 27 de agosto de 2016.








PINTISHMACHAY II

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                                                              El sol el aire la lluvia el viento
                                                                                César Moro





   Luego de escuchar la historia de Mama Huari, a pocos metros de la caverna de la transformación y frente a los Trece Guardianes, la caminata en ascenso continuó. No vaya a pensarse que es un trayecto largo, es una caminata de veinte minutos aproximadamente hasta que se llega a la que yo llamo la doble caverna de Pintishmachay.








   En el camino, un viento helado y filudo pareciera herir el rostro y es necesario por precaución abrigarse la cabeza, pues el soroche (mal de altura) acecha. Un sendero angosto se abre entre dos montañas. El paisaje es impresionante, avanzamos rodeados de piedras, rocas, misteriosas cavernas que salpican el camino, nuestros ojos no se dan abasto para ver tanta maravilla. Una cosa sí es cierta, el ichu es el amo y señor de estos parajes.








   La fatiga parece dominarnos, de rato en rato nos detenemos para tomar oxígeno. Si algo llama nuestra atención son los extraños cantos de aves cuyos nombres hemos olvidado. Una de las aves que más recuerdo es un pájaro que a la distancia parece un pájaro carpintero, solo que este horada no madera sino la piedra. Son esas aves sagradas del antiguo Perú que parecieran darnos la bienvenida a este lugar remoto, cargado de tanta historia y mucho misterio.








   El sendero bordeado de piedras nos acerca cada vez más a la caverna, avistamos apachetas, esos montículos de piedra cuyo origen era un asunto práctico y de seguridad, como nos dijo Annie, antiguamente los caminantes marcaban el lugar por donde habían pasado para que al regresar no equivocaran el camino. Hoy las apachetas tienen otra connotación: los caminantes colocan una piedra sobre otra para pedir un deseo, la piedra debe ser del tamaño de lo que se solicita, cuanto más grande el deseo, más grande la piedra.








   Al respecto de la piedra y su relación con el antiguo Perú, en el Diccionario de Mitos y Leyendas dice: “En el mundo andino la roca es un objeto de culto, que posee un simbolismo y trascendencia difíciles de comprender para nuestra mentalidad citadina. Las principales huacas (santuarios o adoratorios) de las culturas precolombinas fueron de roca, sobre ella plasmaron lo que hoy denominamos pinturas rupestres y petroglifos, construyeron geoglifos (motivos y dibujos realizados con rocas sobre el paisaje), las tallaron finamente y realizaron construcciones monumentales, también muchos de sus ídolos eran pétreos, sin contar las montañas y peñascos”.











   En efecto, la piedra ha sido y es presencia constante en la historia del Perú (pienso en las pirámides de Caral, en el lanzón de Chavín, en la ciudad de Kuélap, o en las construcciones pétreas de los huari y de los incas, en las iglesias barrocas a orillas del lago Titicaca o en Arequipa, la ciudad construida casi integramente con una piedra blanca llamada sillar. Incluso, un par de libros de dos grandísimos poetas peruanos tienen por título Pierre des Soleils (Piedra de Soles) de César Moro y La Piedra Absoluta de Martín Adán. La piedra es la memoria del Perú.








   Hasta nuestros días, todavía hay lugares donde para transitarlos, para que nada malo te suceda, según la costumbre, se ofrenda; es decir, se hace un pago: hojas de coca, cigarros, licor, un chorro de agua o... piedras. Dicen, los que algo saben al respecto, que si no se hace el pago respectivo algo malo podría suceder, incluso hasta perder la vida. Puede uno no creer en estas cosas, puede uno vivir de espaldas a las antiguas divinidades del Perú, pero si el pago se hace con respeto, vale, te protege.












   Hasta que llegamos, lo que a nuestros ojos se abre es la caverna de Pintishmachay: en sus paredes se ven trazos con una antigüedad que están entre los 2 000 a 8 000 años antes de Cristo. Por la cantidad de pinturas (se calcula que un aproximado de seiscientos) este lugar se convierte en el santuario de pinturas rupestres más grande del Perú. Estamos maravillados, los trazos son sencillos, pero en su sencillez hay una simbología que los estudiosos intentan descifrar, quizás en vano.











   Los colores obtenidos de plantas y probablemente de algunos minerales están presentes ante nuestros ojos: rojos, azules, celestes, negros, marrones… Las imágenes que vemos son en algunos casos simples trazos de dedos (cuatro líneas), o dibujos más complejos (en su sencillez): rectángulos o cuadrados (a manera de pircas), hombres con báculos (¿dioses?) o seres fantásticos (creo ver una especie de centauro sin cabeza), o la imagen que más me impactó: un animal (¿una vicuña?) sangrante, quizá la proyección del deseo de quien lo hizo: cazar a un animal como el de la pintura para cubrir sus necesidades primordiales, en fin, suposiciones que nos emocionan y nos conmueven: quienes estuvieron allí hace miles de años deseaban solo sobrevivir, continuar sus días.




















   Sus deseos se grabaron allí para que nosotros, sin que ellos lo supieran, los veamos conmovidos a la distancia. Pintishmachay es entonces un libro gigantesco, un libro cuyos autores se perdieron en el tiempo, pero allí, en las paredes de esa caverna quedó la caligrafía de sus sueños.






















   Continuará…







                                       Morada de Barranco, 29 de agosto de 2016.






¿QUIÉN PARA LA DESTRUCCIÓN DE BARRANCO?

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                                                          “¿No son necesarios los recuerdos?”.
                                                                                     César Moro








   Esta entrada será breve. Las imágenes que acompañarán al texto hablarán por sí solas. Estas líneas expresan una denuncia cargada de indignación: la destrucción de Barranco (como de otros muchos lugares del Perú que está bajo el dominio del descuido y la indiferencia) continúa y parece ser que nadie es responsable de nada: quienes deben salvaguardar de la destrucción el patrimonio se encuentran como atados de manos y así justifican su inacción;  quien destruye, actúa aprovechando del descuido de las autoridades pertinentes y “disimula” su reprochable actitud bajo documentos muchas veces fraguados o interpretando la ley con una “libertad” que es un atentado contra la memoria de nuestro país, que pareciera poco a poco va desapareciendo por incuria nuestra.















   Hace unos días, regresaba de una diligencia y constaté con estupor que habían iniciado la destrucción de un emblemático rancho barranquino ubicado en la avenida Lima. En la puerta se encontraban unos tipos con apariencia de ser los dueños que conversaban alegremente, todo parecía indicar que celebraban la decisión de desaparecer este bello ejemplo de arquitectura republicana y que, supongo, les significaría una jugosa cantidad de dinero.















   Es de suponer que la sombra de alguna constructora estaba detrás de todo, frotándose las manos veía ahí donde solo hay una casona un enorme y "práctico" condominio; es decir, el dinero moviendo voluntades a la espera de más dinero. La voracidad de estas constructoras (que no les interesa nada que no sea el vil metal) y la ligereza de los herederos de estas antiguas propiedades están cambiando aceleradamente el perfil arquitectónico de este distrito tradicional. Hay sectores que para mí, viejo barranquino, se me hacen extraños, no los reconozco: desaparecen ranchos republicanos de comienzos del siglo XX o casas erigidas en los cincuenta o sesenta, todo es arrasado para en su lugar levantar condominios gigantescos, impersonales. Nada se salva, ni los acantilados.















   Es lamentable, pero con Barranco está sucediendo lo que le ha pasado a Miraflores. Los edificios nos invaden y quitan personalidad a este pequeño territorio junto al mar. Cada vez es más pequeño el espacio tradicional, pareciera que solo quisieran conservar las zonas aledañas, inmediatas al Puente de los Suspiros, todo lo demás debe desaparecer mientras “alegremente” se llenan las arcas de las constructoras. Nadie para esto. Incluso las autoridades callan y su silencio los hace cómplices.















   Aún tengo en la memoria las palabras de un ex alcalde, de ingrata recordación, quien en una actuación de un colegio donde laboraba, micrófono en mano, se lamentaba por no poder cobrar más impuestos (como lo hacía Miraflores) porque “Barranco tenía muchas casonas antiguas y pocos locales comerciales”, así lo expresó con el mayor desparpajo el alcalde de marras cuyo nombre no voy a mencionar porque lo que se merece es el olvido. Con las diferencias del caso, pero ese tipo de gente es la que ha gobernado desde siempre Barranco.















   Regresando a la casona de la avenida Lima, una vez enterado del intento de destrucción del ranchito, expresé mi protesta y publiqué unas líneas y unas fotos en las redes sociales. La intervención de Javier Alvarado Layme, viejo amigo del colegio, parece ser detuvo la destrucción gracias a sus contactos. Pero el rancho está ahí, medio destruido ya que le quitaron parte de sus balaústres y sus cenefas, destruyeron la escalera de madera de la entrada y parece ser, dentro de la construcción ya habían iniciado su demolición. 




















   Ha pasado algo más de un mes y la casona se mantiene en esa situación. ¿Quién se encargará de su restauración? ¿Es que alguien puede destruir lo que la ley prohíbe y no devolverlo a su estado anterior? ¿Le sucederá a esta casona lo que a otras? ¿El tiempo concluirá lo que unas manos culpables iniciaron? Pienso en ese rancho que está tapiado hace años en la plazuela de los bomberos, o esa casona de estilo morisco que tapiado se cae a pedazos en la avenida San Martín o en esos ranchos (uno de ellos fue colegio) en la calle 28 de Julio, por mencionar algunos ejemplos.



















   Curiosamente, luego de mucho tiempo, me topé con un libro que recoge las prosas de César Moro: Los anteojos de azufre. En la página 100 (Arboricidio, arquitectura y música) hallo estas líneas: “La destrucción sistemática de edificios, de mansiones, de aspectos evocadores, de recuerdos, ¿o no son necesarios los recuerdos?, inmediatamente reemplazados por los ‘volúmenes’ de cemento de la arquitectura llamada ‘funcional’…”. Con dolor lo digo, cuán actuales son las líneas, las palabras indignadas del gran poeta que vivió sus últimos años en Barranco. 



















   Ya para concluir, cito las últimas líneas del texto de Moro: “Desde estas columnas hago un llamado a todo ser humano de corazón bien puesto; a los artistas, a los poetas, para que, aunando sus esfuerzos provoquen una verdadera cruzada en defensa de los fueros del silencio, del respeto a la ciudad…”. Ojalá se oyeran las palabras del poeta.



















   Continuará…








                                    Morada de Barranco, 25 de setiembre de 2016.






   

LAS MANCHAS DE LA LUNA: UNA HISTORIA MEXICANA Y UNA HISTORIA PERUANA

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                                                                       y en un rincón
                                                                       LA LUNA CRECERÁ COMO UNA PLANTA
                                                                                          Carlos Oquendo de Amat






   Siempre he pensado que no hay mejor forma para iniciar una clase que contar alguna historia: una leyenda, un mito, una fábula, en fin, historias que permitan a los alumnos echar a volar su imaginación.Una de las mejores experiencias es ver sus jóvenes rostrosperdidos gratamente en los vericuetos del relato.Como alguna vez me lo dijera un alumno: “Cuando lo escucho contar una historia, lo imagino todo, es como ver una película en mi cabeza: imagino los rostros, los paisajes, todo”. Lo vengo haciendo desde siempre, son ya veintidós años de historias, veintidós años viendo sus rostros, escuchando cómo sus manos golpean las carpetas mientras que sus voces repiten con insistencia: “¡Historia, historia, historia…!”. Hace unos días dije en un salón a manera de broma, de paso para ver sus reacciones: “Hoy no contaré nada, no me sé una historia nueva”. De pronto la voz de un alumno se dejó escuchar: “No, usted tiene que contar una historia, no puede romper la tradición”. Impagable.






   Por estos días he venido contando un par de historias que tienen un tema en común: la Luna, la Luna y sus manchas. Hace mucho, una alumna me preguntó a boca de jarro: "Profesor, ¿por qué la Luna tiene manchas?". En el momento no supe responder, pero le prometí que averiguaría. Lo hice, solo que lo mío no fue una explicación científica, acudí a algunas leyendas y zanjé el asunto.







   Muchas culturas en el mundo han creado diversas leyendas que cuentan cómo es que le aparecieron estas manchas a la Luna. Historias muy antiguas algunas de ellas, pero que a pesar del tiempo transcurrido no han perdido su encanto, para nada. Por ejemplo, los antiguos mexicanos contaban historias como esta:





QUETZALCOATL, EL CONEJO Y LA LUNA


   El dios Quetzalcoatl(la Serpiente Emplumada)se había disfrazado de hombre, así disfrazado se fue a recorrer el mundo. Una noche, cansado y hambriento por la larga caminata se sentó bajo un árbol. De pronto vio junto a él a un conejo que comía hierba. El conejo, al ver al hombre hambriento, invitó a Quetzalcóatl para comer un poco de ella, pero el dios le dijo que él no comía hierba. Entonces, generosamente, el roedor le dijo que si no le apetecía la hierba que comiera de su cuerpo, aquella sugerencia sorprendió al dios. Como una forma de agradecimiento, el dios Quetzalcoatl quiso que todo el mundo supiera de este pequeño y generoso animal, que se acordaran por siempre de él, así fue que elevó al conejo hasta el cielo, tan alto que con el cuerpo del animal tocó la Luna y quedó su silueta marcada en ella.Desde entonces la Luna lleva esa mancha para siempre.







   Nuestro país no podía ser ajeno a este tipo de relatos. El nuestro es un territorio milenario donde se han tejido muchos mitos, leyendas y fábulas que han llegado hasta nuestros días y conservan asombrosamente toda su frescura. Precisamente, hace un par de días he venido contado a mis alumnos una de esas historias del antiguo Perú y quedaron encantados, sus comentarios lo demostraban. Esta es la historia:







EL ZORRO Y LA LUNA


   El zorro andaba preocupado, no encontraba la solución para un problema suyo. Buscó ayuda y la encontró. Bajo un árbol de pacae, se encontraba un anciano disfrutando de esta dulce fruta que crece en vainas a manera de pequeños algodones blancos con pepa negra del tamaño del pallar. El zorro se le acerca al anciano y le dice que está buscando consejo. El anciano deja de comer y mirándolo fijamente le pregunta cuál es su problema. El astuto animal le responde que andaba enamorado y que el ser que ama está distante y que por más que grite para declarar su amor, por la distancia que hay entre los dos, no le escucharía. ¿Qué puedo hacer?, preguntó el zorro al anciano. Este le respondió de esta manera:
-Y ¿quién es la afortunada?
-Es la Luna, respondió el zorro.
-Bien, lo que vas a hacer es lo siguiente: sube a la cima de una montaña y verifica que sea la más alta, si no lo es, baja y sube hasta encontrar “El techo del cielo”; es decir, la montaña más alta, una vez ahí, espera a que se esconda el Sol y aparezca la noche. Cuando la noche llegue, verás el espectáculo más hermoso de tu vida: tendrás a tu amada frente a ti y ahí le declararás tu amor.
   El zorro agradecido se despidió del anciano y ni bien vio la primera montaña la subió entusiasmado. Una vez en la cima, vio a su alrededor y comprobó que había una montaña más alta. Rápidamente bajó y subió a otra, una vez arriba, volvió a comprobar que había otra montaña más alta. Y así estuvo un largo rato, subiendo y bajando hasta que, a pesar de su cansancio, subió a una montaña que resultó ser la más alta, había llegado a lo que el anciano llamaba “El techo del cielo”. Nervioso se sentó en la cima y esperó que el Sol se ocultara. Cuando el día se fue y llegó a noche, pudo ver el espectáculo más hermoso de toda su vida: tenía frente a él el enorme disco plateado de la luna. Temblando y casi tartamudo empezó a hablarle a Luna, dio unos pasos y cayó al vacío. Como la Luna quería seguir escuchando lo que el zorro le decía, alargó sus brazos y agarró al zorro en el aire, lo levantó hasta la altura de sus ojos y al ver su tamaño pequeño, sus facciones finas, lo abrazo. Desde entonces el zorro no ha querido bajar y está junto a su amada. Por esa razón es que desde entonces, cuando sale la luna llena, uno puede verle una mancha, es la silueta del zorro que vive feliz su amor con la Luna.






   Ambas historias son leyendas antiguas, ambas historias expresan a su manera los afanes del hombre por explicar lo que ante sus ojos les resultaba un misterio. Al no contar con la ciencia y tecnología, apelaron a su mentalidad mágica, religiosa para explicar el origen, en este caso, de las manchas de la Luna, como lo dije, ambas historias las he contado y los alumnos han disfrutado al escucharlas, les ha gustado, en la primera, la generosidad del pequeño animalito y en la segunda, la persistencia del amor del zorro hasta lograr su felicidad. Bien por los alumnos y su disfrute que a mí me deja, todavía, más contento.









   Continuará…








                                              Morada de Barranco, 29 de setiembre de 2016. 







DÍPTICO PARA BARRANCO

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                                                  Malecón, el último de Barranco yendo a chorrillos…
                                                                                            Martín Adán




I.


   “A los diez minutos de este sitio (Miraflores), se atraviesa el Barranco, pequeña aldea situada entre abundante follaje, grandes árboles y mucha agua. Al dejar este oasis hasta Chorrillos, no hay sino áridas tierras...". (Flora Tristan)






   “Vengo a Barranco a lavar mi espíritu en la diafanidad del cielo y a perfumarlo luego con el perfume de los campos. Aquí, en esta encantadora y paradisíaca villa, ennoblecida con los versos de tantos poetas y la música de tantos prosadores, aquí donde resuena aunque lejana la lira multicolor de Eguren, yo he sentido rejuvenecer mi alma: he vuelto a ser infantil". (Abraham Valdelomar)






   "Cada vez que atravesamos las calles de esta risueña población (Barranco) nos vienen a la memoria los versos de Salvador Díaz Mirón: 'La flor en que se posan los insectos / es rica de matiz y de perfume'. Siendo el Barranco la flor de los balnearios limeños no podían dejar de acudir a él sacerdotes, monjas, beatos y beatas...". (Manuel González Prada)






   "De regreso, miro Barranco, con sus calles rectas pobladas de alamedas; con sus helechos arborescentes y sus pinos. Los chalets, de los más variados estilos, muestran jardines  de pulcra elegancia y los vestíbulos abiertos a las brisas vespertinas; las lujosas residencias del confort burgués.
La hora virgiliana, turquesa y verde enérgico. Y el mar de rica plata." (César Vallejo)






   "Cuando lo conocí habitaba desde hacía muchos años en el Barranco, apacible estación balnearia, a media hora de tranvía de la capital, en la Plaza de San Francisco, una casa de campo sencilla y cómoda, la típica residencia limeña de fin de siglo, cuando la gente aún creía que el hecho de vivir en el campo, es decir, fuera del centro de la capital no exigía del viandante costumbres de gitano ni una resistencia de habitante de la jungla feroz. Eguren recibía cada domingo a los intelectuales incipientes, que iban a ensayar sus casi implumes alas junto al prestigio del poeta antes de intentar, algunos, el vuelo que los llevaría lejos de la calma monótona del charco natal". (César Moro)






   "Un jardín -eucaliptos, de hoja línea; saúcos, de hoja lueñe; fresnos, de hoja lela-; ficus, de hoja de piel de la planta del pie; raros árboles, de hoja de humo o que no se ve y apenas se oye; algo más que una percepción; un giro de alma. Sobre todo, un día de Barranco es una tetera sobre una mesa: un fresco pintado en una entreventana; una paloma azulenca de la cual toda cabezada, todo paso, todo gesto conspira a esclarecer el pavón de la pluma. Aquí vivir es contener el aliento". (Martín Adán)









II.


   Los que hemos vivido siempre en Barranco, los que crecimos viendo este paisaje pequeño junto al mar, lamentamos que la desaparición de nuestro distrito continúe, sentimos tremendamente cuando destruyen una casona, un rancho, una humilde casa para levantar en su lugar “prácticos” edificios, cajones altos, gigantescos que no solo alteran el perfil arquitectónico de este distrito, sino que incluso impiden ver a la distancia lo que hasta hace poco se podía otear: algunas típicas ventanas teatinas cada vez más escasas, o las solitarias torres adornadas con balaustres y cenefas de ciertas casas, o los viejos árboles (ficus) que proporcionan su sombra generosa.











   El cemento se está imponiendo en el territorio del barro, la caña, el yeso y la madera, el impersonal cemento hace acto de presencia previa destrucción, y de manera egoísta cubre los espacios por donde podíamos ver al mar, personaje siempre presente en nuestras vidas. Esa antigua arquitectura de “ligeros naipes”, tan personal, tan propia de este pequeño territorio está desapareciendo. La zona monumental cada vez se reduce y nadie actúa, nadie hace nada, las normas y las leyes son letra muerta. ¿Hasta cuándo?












   Hace unas semanas denuncié la destrucción de un hermoso rancho ubicado en la avenida Lima, mis quejas y reclamos cayeron en saco roto: la destrucción ha continuado y con ella una sensación nos ha invadido y sentimos que Barranco es un territorio desprotegido, una suerte de jungla donde cualquiera puede hacer lo que le dé la gana. Increíble.











   Repito la pregunta: ¿Hasta cuándo seguiremos siendo testigos de la desaparición de nuestro distrito? Las irresponsables inmobiliarias logran pingües ganancias con la destrucción de nuestro patrimonio y de nuestra memoria, pero a Barranco no solo se le destruye sino que se está superpoblando y con este crecimiento demográfico crecen nuevos problemas. ¿Las autoridades? Bien, gracias.












   Mucho se habla de las potencialidades del turismo en el Perú, la “industria sin chimeneas” como se le suele llamar. El Perú bien podría obtener ingentes divisas por este concepto, su capacidad de atracción es enorme: somos un territorio milenario, tenemos una historia riquísima, poseemos hermosos paisajes, la variedad de flora y fauna hace de nuestro país un territorio único, en fin. Sin embargo, nos complacemos en destruir lo que bien puede atraer al turista. Lima, Patrimonio Cultural de la Humanidad, es un ejemplo de lo que digo. Me pregunto, ¿le podrá interesar a un turista extranjero venir a Barranco para ver solo edificios “modernos”? La respuesta la tiene cada uno de nosotros.












   Mientras tanto la indiferencia ante la destrucción de nuestro patrimonio urbano campea, llegará el día en que Barranco solo será un recuerdo, una herida, mejor dicho, como ha sucedido con Miraflores y todo lamento será en vano pues todo estará consumado, como le está ocurriendo a esta casona barranquina que ante la vista y paciencia de las autoridades la están demoliendo, prueba contundente de la incuria de nuestras autoridades y organismos pertinentes. He aquí las fotos de una destrucción denunciada.

































   






   Continuará…









                                       Morada de Barranco, 29 de octubre de 2016.






ALGUNOS RELATOS ORALES SOBRE LAS MANCHAS DE LA LUNA

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                                                                       Hoy la luna está de compras
                                                                           Carlos Oquendo de Amat








   Hace unos días relaté a mis alumnos una leyenda purépecha, el relato anónimo es, como podrán deducir, de Michoacán y hasta el día de hoy se sigue contando. La historia trata sobre el amor que en tiempos remotos hubo entre el Sol y la Luna. Dice la leyenda que ambos se amaban, pero que los celos de esta resquebrajaron la relación, todo a raíz de que vio a su amado conversando amenamente con Venus. La Luna no entendía razones, así que ambos se insultaron hasta que la Luna se fue encima del Sol, pero como este era más fuerte, golpeó en el rostro a la Luna, como consecuencia de los golpes la Luna quedó con moretones en el rostro, por eso, dicen los purépechas, es que la Luna tiene hasta el día de hoy manchas. Con la separación de la pareja vino la división del tiempo en día y noche y cuando se reconcilian lo hacen brevemente, es así que se suceden los eclipses…






   Las manchas de la luna. Parece que el tema ha sido desde siempre un tema atractivo para el hombre. En su afán de querer explicar el origen de esas manchas, y al no contar con la ciencia y la tecnología de estos días, el hombre apeló a su creatividad, a su imaginación para explicar el origen de estas. 






   Las diversas culturas del mundo han creado muchas historias que forman parte de ese cuerpo conocido como narrativa oral. En una entrada anterior hablé ya sobre este asunto y consigné dos relatos anónimos, uno peruano y otro mexicano. Hoy quiero agregar algunos más. Por ejemplo, en Colombia hay una etnia indígena llamada barasana, ellos cuentan desde tiempos remotos esta leyenda:



LAS MANCHAS DE LA LUNA

   Luna enamoraba a su hermana y cada noche iba a dormir con ella. La hermana creía que era otro hombre y se preguntaba quién sería. Una noche se mojó las manos en tinta negra y cuando vino el hombre le dio una palmada en la cara para pintarlo y poderlo descubrir al día siguiente. En el día conoció que era su propio hermano. Por eso Luna tiene muchas manchas negras pintadas.





   Es curioso, aquí en el Perú, específicamente en la selva, se cuenta entre los aguarunas una historia muy parecida a la anterior que fue recogida por Manuel García y Aurelio Chumap:



ORIGEN DE LAS MANCHAS DE LA LUNA



   Antiguamente Nántu (luna) vivía en la misma casa de su ubán (hermana). Nántu tenía su mujer pero la ubán aún estaba soltera. Nántu dormía con su mujer. La ubán dormía sóla en otra cama. Los demás familiares dormían en otras camas. Todos en la misma casa. Por la noche Nántu se levantaba y se iba a la cama de su ubán. Ella le aceptaba pero no sabía quién era y, aunque intentaba agarrarlo fuertemente para descubrirle cuando amaneciera, Nántu siempre lograba escapar y volver a su cama antes de que se viese nada. Una noche, Nántu volvió a la cama de su ubán; aunque dormía, notó que alguien intentaba forzarla. La mujer quiso agarrar al hombre pero, nuevamente, Nántu consiguió escapar. Por la mañana la mujer avisó a su dúkuh (madre):

   - Alguien viene a mi cama cuando estoy dormida, pero nunca logro ver quién es.

   La madre le dijo: Coge un fruto de suwa (huito) y, raspándolo bien, lo dejó preparado cerca de su cama. Aquella noche Nántu volvió a la cama de su ubán. Cuando le sintió, agarró suwa y le pintó la cara. Nántu volvió rápidamente a su cama. Cuando amaneció todos vieron a cara de Nántu pintada de negro.

   -¡Seguro qué eres tú él que viene a mi cama! – le dijo la Ubán.

   Todos los familiares dijeron a Nántu:

   -¿Por qué te acuestas con tu ubán? ¿No te da vergüenza acostarte con ella?

   Nántu avergonzado por haber sido descubierto, se fue a buscar a su mujer que había ido a la chacra.

   -Mujer, hazme chapo de zapallo para tomar.

   -¿Acaso ves bastante zapallo maduro para hacer chapo? – le contestó la mujer.

   Nántu regresó triste a la casa. Vio a su hijita y le dijo: “Hija, me voy al cielo; ven conmigo. Haciendo un nije (*) subió al cielo con su hija avergonzado por haberse acostado con su hermana.

   Nántu todavía tiene la cara manchada de negro desde que su ubán se la pintó con súwa. La mujer de Nántu se llamaba Auju.






   En España, específicamente en las Islas Canarias, se cuenta esta versión bastante resumida:


   El Sol se enamoró de la Luna y al verse despechado por ella le arrojó ceniza para manchar su cara.





   En otra región de España se cuenta esta otra historia de porqué la Luna tiene manchas, la versión es del narrador José Tudela López:



EL HOMBRE AL QUE SE LO TRAGÓ LA LUNA



   Eran los tiempos de María Sarmiento cuando ocurrió este cuento; fue ayer, pero también podía ser hoy.
   En una noche de invierno fría, muy fría, volvía el leñador Juan Alpargata con su carga de leña a las espaldas. Era Juan Alpargata un hombre ya anciano y más pobre que su propio nombre.
   Agotado por el largo día de trabajo y vencido por el frío, se sentó a descansar, reposando su haz de leña en una tapia. En el cielo brillaba la luna llena iluminando los caminos, campos y cabezos de su tierra.
   El cansado y viejo leñador se quedó mirando fijamente a la luna y en voz alta expresó un deseo:
   -¡Luna, baja y trágame!
   La luna observó con detenimiento a Juan Alpargata y apiadándose de él, bajó y se lo llevó con ella.
   Y desde entonces, siempre que luce la luna llena se ve en ella unas manchas oscuras que no son otra cosa sino que la leña esturreada que portaba el tío Juan Alpargata.
   Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.






    Un caso similar al anterior sucede en Alemania, en este país se cuenta una versión resumida del anterior relato (¿inestabilidad textual?), veamos:


   Es un leñador que ofendió al cielo por cortar leña en domingo siendo condenado a permanecer en la Luna.






   Pero no solo en España y en Alemania se cuenta la historia de un leñador y la Luna, también en Ecuador, este es el relato:



   Un anciano diariamente tenía que cargar con leña para su casa y para venderla y tener dinero con que comer, una noche, cansado y con frío se sentó a descansar dejando el fardo de leña a un lado, mirando a la luna le dijo que viniera y se lo llevara, la luna apiadándose del anciano lo recogió. Las manchas es la leña del fardo que llevaba y que se esparcieron por la luna.






   Ahora nos vamos hasta un país extraño a nosotros: Bulgaria, los búlgaros cuentan desde hace mucho la siguiente historia:



   El sol y la luna vieron a dos gitanos haciendo el amor. El hermano y la hermana se sintieron muy avergonzados y bajaron la vista. La luna se sonrojó y sobre su semblante quedaron fijados los contornos de los cuerpos del hombre y la mujer, que también hoy se pueden ver en días de luna llena.






   Volvemos a nuestro continente, y en la Tierra de lagos y volcanes, o sea, Nicaragua, se cuenta esta historia:



   Un día un ladrón se enteró que en la Luna habían jardines con los más hermosos tesoros, construyó una gran escalera y una noche de luna llena la apoyó contra ella, subió tan rápido como pudo, sin darse cuenta que con eso lo único que consiguió es que al llegar al último peldaño hiciera que la escalera cayera a la tierra. Ciertamente la Luna estaba llena de extraordinarios objetos que fue recogiendo, hasta que descubrió que no podría volver a su planeta, y allí espera, deseando que alguien, algún día, construya una escalera y le saque de allí.





   Ya para concluir, justo hace unos días, revisaba  algunos libros de mi biblioteca cuando encontré Baladas Peruanas de Manuel González Prada, en la página 42 de ese libro se consigna el siguiente texto poético-narrativo, aunque inconcluso, que hace recordar una leyenda que incluí en una anterior entrada: el amor del zorro por la Luna, he aquí el poema en mención:



LAS MANCHAS DE LA LUNA



A la bella y blanca Luna
Ama la pérfida Zorra;
La persigue tanto y tanto
Que es la sombra de su sombra.

Tras su Amada, hacia el ocaso,
Va en carrera presurosa,
Mas detienen su camino
Anchos muros de altas olas.

Tras su Amada, hacia el oriente,
Va...................................
Y la mansión de la Luna
Con plantas ágiles toca.

La blanca Luna se eleva,
La plena Luna remonta,
Y, a cogerla entre sus brazos,
Salta la pérfida Zorra.

Fue la Luna inmaculada,
Inmaculada y hermosa,
Mas quedo manchada y triste
Con los besos de la Zorra.







   Continuará…







                                                   Morada de Barranco, 30 de octubre de 2016.






UNA HISTORIA JAPONESA Y OTRA PERUANA

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                                                                          Di lo que se te ocurra…
                                                                                       Martín Adán





   Desde que empecé mi labor de profesor, no he parado de contar historias. Cuentos, leyendas, mitos, fábulas, anécdotas, en fin, todo aquello que me permita captar su atención. Debo decir que contar historias me ha servido como recurso motivador, no tiene pierde. Es más, ni bien entro a un salón, los alumnos me están esperando, en grupo golpean las carpetas y en coro dicen: “His-to-ria, his-to-ria…”. Ni vuelta que darle, a contar se dijo, no hay otra.






   Son, ya, veintidós años de labor en las aulas, veintidós años contando historias, es decir, no solo debo preparar las clases, sino que debo tener siempre una historia nueva, y lo reconozco, luego de tantos años ya se me hace un tanto difícil encontrar nuevas historias. Pero debo cumplir, he acostumbrado a mis alumnos a ellas. Como me dijo una vez un alumno cuando bromeé que ya no iba a contar historias: “Profesor, no puede dejar de contar, es una tradición y usted no puede romper esa tradición”.






   Ya lo conté alguna vez, hace unos años entré a un salón y en la pared, unos alumnos habían pegado un papelote donde aparecía el siguiente escrito: “Orlando cuenta historias”, me emocionó tanto que les pedí que me regalaran ese escrito. Y sí, hasta ahora lo tengo en casa, para mí es una victoria, cada que lo veo me conmuevo. Por estos días, esos chicos de la anécdota están terminando su educación secundaria, increíble, los vi llegar pequeños y pronto se marcharán a continuar con sus vidas por otros rumbos. Nunca tendré las palabras suficientes para agradecerles esa gran alegría que me dieron.






   Pero no fueron los únicos. Ese mismo año, en otro salón me regalaron unos cartelitos en papeles de colores y también decía casi lo mismo, la alegría se multiplicó  y como en la anécdota anterior, esos papeles los conservo, son pequeñas joyas, condecoraciones que me motivaron y motivan en esta brega de seguir contando historias.









   De todo esto, lo que quizá me llena de un gozo especial es cuando cuento las historias y se produce un silencio cómplice. Los alumnos se acomodan en sus carpetas, algunos cierran los ojos, dicen que así imaginan mejor lo que les estoy contando, otros me miran como embrujados por las aventuras que cuento y cuando termino, sus aplausos, porque aplauden muy entusiasmados y yo, en mis fueros internos, estoy más complacido que nadie. Son experiencias impagables que debo agradecer a la vida, como dice la canción.






   Bien, comentaré que en la semana que ya termina he contado una historia japonesa muy antigua, algunos dicen que viene desde el siglo VII, una historia que siendo niño descubrí en una de esa viejas enciclopedias que los escolares de primaria llevábamos por esos años, recuerdo que la historia me dejó muy inquieto. Pasados los años, la historia la recordaba, pero no el título, así que en la búsqueda de una historia que contar me tropecé con Urashima, que así es el título de esta leyenda y al releerla fue como volver a mi infancia.






   Cuando terminé de contarla, como yo hace muchos años, muchos quedaron impactados, es una historia de viaje en el tiempo, de mundos paralelos donde el tiempo no es el mismo. Lo curioso fue que después de contarla, se me vino al recuerdo un cuento de Carlota Carvallo (que por cierto, también he contado), en efecto, tanto Urashima y Ostha y el duende tienen mucho en común, como me lo hicieron saber, después, varios alumnos. Aprovecho de este espacio para colgar las dos narraciones y que constaten la singularidad de ambas historias y sus semejanzas. He aquí las dos historias.







LA LEYENDA DE URASHIMA




   Hace muchos y muchos años, vivía Urashima en una isla del Japón. Era el único hijo de un matrimonio de pescadores muy pobres cuyas únicas pertenencias eran una red, una pequeña barca y una casita cerca de la playa. Pese a ser tan pobres, los padres de Urashima querían mucho a su hijo, un muchacho sencillo y muy bueno.
   Un día, cuando Urashima volvía de pescar vio como unos niños estaban pegando a una enorme tortuga. En ese momento Urashima se enfadó muchísimo y fue hacía los críos para reprenderlos y salvar la tortuga. Cuando acabó de hablar con los niños y estos se fueron cabizbajos, cogió la tortuga y la llevó al mar. Cuando vió que la tortuga reaccionaba al contacto con el agua y se podía mover y nadar, regreso a casa la mar de contento.
   Al cabo de un tiempo, Urashima se fue a pescar. Todo estaba tranquilo en el mar y Urasima tiraba al agua y recogía su red con entusiasmo. Una de las veces, al subir la red vio que estaba la tortuga que el había echado al mar unos días antes. Ésta le dijo: "Urashima, el gran señor de los mares se ha maravillado con la buena acción que hiciste conmigo, y me ha enviado para que te conduzca a su palacio. Además te quiere dar la mano de su hija, la hermosa princesa Otohime". Urashima accedió gustoso y juntos se fueron mar adentro, hasta que llegaron a Riugú, la ciudad del reino del mar. Era maravillosa. Sus casas eran de esmeralda y los tejidos de oro; el suelo estaba cubierto de perlas y grandes árboles de coral daban sombra en los jardines; sus hojas eran de nácar y sus frutos de las más bellas pedrería.
   Urashima se casó con Otohime, la hija del rey del mar, y pasaron una semana de una felicidad completa. Pero al cabo de esos días, Urashima pensó que sus padre debían de estar preocupados por él, y decidió subir a la superficie para decirles que se encontraba bien y que se había casado. Otohime comprendió a su marido, y dio un pequeña caja de laca atada con un cordón de seda. Cuando se la dio, le dijo que si quería volver a verla no la abriera.
   Cuando Urashima llegó al pueblo, todo había cambiado, ya no reconocía ni las casas ni a las personas. Y cuando busco la casita de sus padres sólo vio un gran edificio en el que nadie sabía nada de unos ancianos. Finalmente, un señor viajo, viendo la desesperación de Urashima empezó a recordar y le explicó que no lo recordaba muy bien, porque había pasado mucho tiempo atrás, pero que recordaba a su madre explicarle la desdichada suerte de un par de ancianitos cuyo único hijo salió a pescar y no regresó jamás. Urashima empezó a comprender: mientras vivió en la ciudad del mar había perdido la noción del tiempo. Lo que le habían parecido sólo unos cuantos días habían sido más de cien años.
   Se dirigió a la playa, y sin saber que hacer abrió la caja que le había dado su mujer. Al instante un viento frío salió de la caja y envolvió a Urashima. Éste recordó lo que le había dicho su mujer pero de pronto se sintió muy cansado, sus cabellos se volvieron blancos y cayó al suelo. Cuando a la mañana siguiente fueron los muchachos a bañarse, vieron tendido en la arena a un anciano sin vida. Era Urashima que había muerto de viejo.








OSHTA Y EL DUENDE




   Era una mañana muy fría. Los altos pinachos de la cordillera se hallaban cubiertos de nieve. Unas cuantas ovejas y llamas pastaban, mientras que la mujer hilaba. Oshta su hijo, arrebujado dentro de su poncho contemplaba el cielo intensamente azul. De pronto la mujer le dijo:
-Es preciso, que hoy te quedes cuidando las ovejas, mientras que yo vuelvo a la choza. Mira bien que no se vaya a perder algún animal, o se los lleven los pumas o los zorros.
   Pero el niño no quería quedarse solo. Tenía miedo, miedo de escuchar el viento que soplaba sobre el ichu y de no ver en torno suyo otra cosa que las elevadas montañas.
-¿A qué tienes miedo? -insistía la madre- ¿Acaso has visto otras cosa desde que naciste? ¿No has escuchado a menudo el ruido de las tempestades?
-Es que ahora has crecido y puedes quedarte solo y ayudarme. Tú cuidarás el rebaño mientras que yo lavo y remiendo nuestros vestidos. Si te da miedo, canta. Canta cualquier cosa y así, al oír tu voz, te sentirás más acompañado...
-¿Y si me aburro de estar aquí sentado, sin correr ni jugar?
-Mira el cielo y piensa que es un gran camino azul. Sobre él las nubes blancas te parecerán borreguitas que se les han perdido a los pastores. Búscalas con paciencia. Así irás descubriendo la barriguita de una, la colita de otra. Sin darte cuenta, el tiempo habrá pasado y yo estaré esperándote para volver a nuestra choza.
   Pero Oshta no se decidía a permanecer solo.
-¿Qué hago si viene el zorro?- preguntó.
-Del zorro teme los embustes- le aconsejó la madre. Al zorro debes engañarlo antes de que te engañe a ti.
-¿Y si viene el puma?
-Si llegara el puma te pones la mano junto a la boca para que se te oiga mejor y grita por tres veces: ¡Mamá Silveriaaaa! Y yo vendré con un garrote para librarte de él.
-¿Y a qué otra cosa debo temer'- insistió el niño...
   Y la buena mujer le explicó que también a veces solían aparecer por aquellos lugares duendes que se burlaban de los humanos, pero no era muy común encontrarlos.
   Finalmente le dio un atado con papas y queso para su almuerzo. También había envuelto una pierna de pollo que le arrebató la noche anterior a un zorro cuando se metió al corral.
   Después de muchas recomendaciones, la madre se fue y Oshta se quedó solo, mirando los altos cerros nevados en la lejanía. Cuando empezó a sentir miedo, se dijo a sí mismo que ya era hora de mostrarse valiente como los hombres grandes y para ahuyentar sus temores se puso a cantar:


Ovejas más, venid,
Ved que tan solo me encuentro
Y soplad con vuestro aliento,
Ahuyentando el frío así.
Decid al sol que por mí
Hoy se acueste más temprano
Y mi madre de la mano
vendrá a llevarme de aquí.


   Un zorro que le estaba escuchando se acercó astutamente para felicitarlo por lo bien que cantaba.
-¡Buenos dias, Oshta – le dijo- ¡Qué bien cantas!
Pero Oshta lo reconoció en seguida y le contestó:
-Mi madre me ha dicho que no me fíe de ti.
   A lo que el zorro repuso:
-¡Ah, las madres! Siempre tan desconfíadas. Escúchame Oshta: Justamente estoy necesitando un buen cantor para que le dé una serenata a mi novia, porque mañana es su santo. Ya tengo quien toque el charango. ¿Tú no querrías venir a cantar?
-¿Y dónde vive tu novia?- Le preguntó Oshta.
-Allá abajito, en esa quebrada...
-¿Y quién cuidará mientras tanto mis ovejas?
   Y el zorro, relamiéndose ya de antemano, le contestó: -¿Quién va a ser, sino yo?
- ¿Y cómo voy a dejar esas ovejitas tiernas que nacieron anoche?
   Y el muy malvado piensa que justamente esas son las que más le gustaría cuidar.
   Pero Oshta, adivinando su intención le dice:
-¿Pero tú crees que yo soy tonto? Lo que quieres es comerte mis ovejas...
   El zorro lo calificó de mal pensado y trató de convencerlo que tenía buenas intenciones:
-Todavía se tratara de alguna gallinita... –le replicó- Y a propósito de gallinas, dime Oshta, ¿no es una de ellas lo que llevas en ese atadito? Ah, yo sé que tu buena madre te cuida y te engríe y te ha puesto una pollita tiernecita en el atado. ¡Quién como tú que tienes a tu madre para que te alimente, te teja tus ponchos y te lave la ropa! ... En cambio yo... estoy solo en el mundo.
   Y empezó a llorar con gran desconsuelo.
   Oshta le respondió que no debía sentirse tan solo si tenía su novia, pero el zorro fue de opinión que las novias eran unas inútiles y no servían para estos menesteres.
   Oshta le explicó que el atadito que le había dado su madre no contenía una gallina entera sino los restos de la que se había comido la noche anterior un zorro, que a lo mejor no era otro que el que tenía delante. El zorro protestó muy resentido, pues justamente la noche pasada, se quedó en cama con una tremenda jaqueca, y mal podría haber estado merodeando por los corrales. En cuanto a aquello de que le gustaban las gallinas, era sincero en reconocerlo, y aún más, le rogaba que le diese a probar de aquel pedazo que guardaba para su almuerzo.
-Te convido con una condición –le dijo Oshta- que te dejes vendar los ojos. Entonces abrirás el hocico y yo te pondré en él un buen bocado.
   Mas el zorro respondió que no se explicaba el motivo de tanta desconfianza.
-Es que así estaré seguro de la cantidad que te comes –le respondió Oshta.
   Al fin el zorro accedió a que le vendara los ojos, aunque le parecía francamente vergonzoso. Entonces Oshta le metió en el hocico una gran piedra, con la cual el zorro murió atragantado.
Oshta, al verlo muerto, palmoteó lleno de alegría.
-Ya maté a este pícaro -se dijo.
   Y luego le saco la piel para guardársela a su madre. Razón tenía la buena mujer al aconsejarle: "Hay que engañar al zorro antes de que te engañe a ti".
   No bien había guardado la piel del zorro dentro de un saco, oyó una voz ronca y desconocida que lo saludaba:
- ¡Buenos días, Oshta!
- ¿Quién me habla?
- Yo, el puma –contestó la voz.
- ¿Qué se te ofrece?
-Tengo hambre y voy a comerme una de tus ovejas.
-Más despacio amigo –replicó Oshta- eso tenemos que discutirlo.
   Pero el puma opinó que no era preciso ninguna discusión, pues él cogería la oveja para comérsela y Oshta tendría que conformarse.
   Oshta le respondió que no lo tomaba de sorpresa, pues estaba advertido de su llegada.
-¿Cómo lo sabías?
-Me lo avisó el cernícalo y como tú mereces tantas consideraciones te adelante el trabajo. Mira, maté la mejor de mis ovejas y la degollé para ti.
   El puma no sabía como agradecer tanta amabilidad. En realidad lo que le ofrecía Oshta, era el cuerpo del zorro al que había quitado la piel y la cabeza.
- Llévatela pronto –le dijo Oshta- no sea que venga mi madre y te la quite.
   Mas el puma se preguntaba por qué aquella oveja tenía un olor tan penetrante. Oshta, que sospechó su preocupación, se adelantó a decirle que había desollado la oveja con el cuchillo, con que había matado a un zorro y que tal vez por eso aún se notaba cierto olorcillo desagradable.
-Todo está muy bien –dijo el puma- pero otra vez deja que yo mismo escoja la oveja para comérmela. Si no fuera porque has tenido la gentileza de preparármela, yo la cambiaría por otra...
   Eso, amigo puma, sería un gran desarie –repuso Oshta.
   La comeré aunque se me atragante. –replicó el puma.
   Y dicho esto se fue arrastrando la oveja para comérsela en unos matorrales.
   Oshta estaba muy regocijado por habérsele ocurrido semejante estrategema, cuando oyó una risita burlona cerca de él.
- ¡Ji, ji, ji ! ¡Qué bien has aprendido la lección, Oshta. ¡Tú, el miedoso, el pequeño, has vencido al zorro y al puma!
- ¿Quién eres?- pregunó Oshta.
-No me extraña que no me conozcas. Eres un simple mortal, en cambio yo soy un espíritu de la Tierra –dijo la misma voz.
-¿Vives siempre?
-Duraré todo lo que dure la tierra y soy tan viejo como ella. Tú eres tan insignificante a mi lado... ¿Qué son tus días junto a los míos?
-¿Y para qué has venido?- preguntó Oshta.
-Porque vi que te aburrías de estar solo. ¿No es ridículo que te aburras de cuidar el ganado? ¿Qué harías si tuvieras que estar como yo ocioso, un siglo tras otro?
-¿Y en que te entretienes?- le preguntó Oshta con curiosidad.
-Vago de aquí para allá. Cuando sopla el viento sobre las montañas, yo silbo con él y nadie me siente. Cuando caen los huaycos, yo cabalgo sobre peñascos y aplasto con ellos caminos y sementeras –repuso la voz. ¿Y cómo no te oído nunca?
-Porque mi risa se confunde con el estruendo de las piedras. Durante las tempestades es mi voz la que retumba junto con el trueno, es mi saliva la que se mezcla con la lluvia. Mi voz también la que se escucha junto con la creciente de los ríos, y mientras tanto ustedes, pobre mortales, no me ven ni me escuchan.
-¿Dónde estás? ¿Por qué no me permites verte? –le preguntó Oshta.
   Y el duende le respondió que iba a complacerlo, para lo cual bebería del agua de su cantimplora y así tendría apariencia humana.
   Entonces podrían ser amigos. Se oyó como bebía: Cluc, gluc, clug y apareció un enanito feo. Tenía orejas, nariz encorvada y ojos oblicuos. Su color era oscuro como el de la Tierra.
   Oshta se frotó los ojos y dijo:
-Pero qué feo eres, duende!
-Al menos eres franco. Me has caído en gracia porque te mostraste astuto engañando al zorro y al puma y me has divertido con ello. Por eso voy a recompensarte distrayendo tu aburrimiento.
   Y sacó de una bolsita muchas hermosas piedras de colores, aquellas que entre los hombres valen mucho dinero. Eran piedras preciosas. Le propuso jugar con ellas y dárselas si las ganaba. Oshta respondió que él no sabía jugar, pero el duende le explicó:
-Saco una piedra y la pongo dentro de mi mano. Tú debes adivinar de qué color es y si aciertas te la regalo. Si te equivocas, pierdes y me pagas con lo que hayas ganado anteriormente. Por ejemplo, si yo tengo una esmeralda y tú dices "verde", es para ti. Si dices "rojo", me la guardo y además me das otra que hayas ganado anteriormente.
   Y así empezaron a jugar. El duende tenía turquesas, diamantes, amatistas, rubíes, esmeraldas y topacios. Se escuchaban sus voces ya contentas cuando ganaban, ya enfurecidas cuando perdían. De pronto la madre empezó a llamarlo desde muy lejos:
-¡Oshtaaaa!
   Entonces Oshta le dijo al duende que ya era tarde y debía marcharse, pero éste le respondió:
-No te puedes ir. Me debes todavía.
   Oshta le dijo: -He jugado toda la tarde y estamos como al principio. Ya te has llevado todo lo que gané.
   Pero el duende insistía en que debían jugar más porque las deudas de juego son sagradas. Y como la madre seguía llamando a Oshta, el duende le propuso que bebieran del agua de su cantimplora para hacerse ambos invisibles. Oshta aceptó y ambos desaparecieron. Sólo se escuchaban sus voces.
-¡Verde...gané! ¡Azul! ¡Perdiste!
-¡Amarillo! ¡Rojo! ¡Blanco!... ¡Negro! ¡Morado!... ¡Celeste! Oshta rogaba:
-¡No quiero jugar más! Es tarde... ¿Qué dirá mi madre? Ya te ha gané toda la bolsa de tus piedras. Ahora déjame beber otra vez de tu agua maravillosa para recobrar mi apariencia humana.
   Y la voz del duende replicó en tono burlón:
-Je, je, je, no bebas Oshta, ven, sigamos jugando.
   Ya me lo has dicho muchas veces y te he complacido. Estoy cansado...-Sólo una vez más –le decía el duende.
-Eso no es justo. Quieres arrebatarme lo que he ganado. Yo quiero volver a mi casa- insistía la voz de Oshta.
-Je, je, je ¿No sabes lo que te aguarda?
-¿Qué me va a aguardar? –dijo Oshta- lo de siempre: mi madre, mis hermanos, mi choza...
-Oshta, no bebas. Ya no vale la pena- repetía el duende.
-¿Por qué?
-Je, je, je, ¿Sabes tú, pobre mortal, cuánto tiempo has estado jugando?
-¿Cómo no lo he de saber? Hemos jugado toda una tarde. Mira, ya ha caído la noche... Es hora de guardar el rebaño.
-Mucho tiempo para un mortal como tú. Has jugado 58 años y medio.
   Oshta no pudo reprimir su impaciencia y arrebatándole la cantimplora volvió a beber de ella para adquirir su apariencia humana. Poco después el pequeño Oshta, echaba a andar en busca de sus ovejas.
-Por fin me libré de ese maldito duende! –exclamó- ahora encontraré a mi madre para volver a nuestra choza.
   Pero sólo halló a una mujer muy vieja recostada en una piedra. Al acercarse, ella entreabrió los ojos y con voz débil dijo:
-¡Oshta! ¡Mi querido Oshta!
-¿Quién me llama?- preguntó él...
-Yo, tu madre –respondió la anciana.
   Oshta movió la cabeza:
-Tú, buena mujer, no puedes ser mi madre. Ella tiene los ojos negros y hermosos como los de las llamas... Tú los tienes tan pequeños y cansados...
   Ella tiene el pelo negro y brillante, con las trenzas gruesas que le caen sobre los hombros. Tú tienes el cabello blanco como los vellones de mis ovejas...
   Y la anciana respondió:
-Créeme lo que te digo. Yo soy tu madre, hijo mío. ¿Aún no me reconoces?
   Y Oshta le preguntaba:
-¿Pero cómo es posible, madre? ¿Qué ha sucedido?
-¡Ha pasado tanto tiempo desde que te fuiste!... ¡58 años y medio...! Desde entonces yo he tenido que trabajar sola, cuidar el rebaño y cultivar la tierra...-dijo la buena mujer.
-¿Y nuestras ovejitas?- preguntó Oshta.
-Ahora gracias a mi cuidado ha aumentado el rebaño.
-¿Y nuestra choza?
-Levanté otra choza, porque la vieja se derrumbó... Pero dime, ¿en dónde estuviste durante tanto tiempo? ¿Por qué no venías?
-Un duende me tenía encantado... Perdóname mamá, por haberte dejado sola... Desde hoy yo seré el que trabaje para que tú puedas descansar.
-Lo que me importa es que hayas vuelto, mi querido Oshta – dijo la anciana, mientras se enjugaba unas lágrimas que le rodeaban por las mejillas de pura felicidad.










   Continuará…







                                           Morada de Barranco, 26 de noviembre de 2016.





DE TEMBLORES Y TERREMOTOS

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                                    Levantando la cabeza por encima del hombro vi la tierra…
                                                                                            Pablo Guevara







   Los peruanos vivimos con el temor constante de que ocurra un temblor o, lo que es peor, un terremoto. Por estos días se habla mucho de que en cualquier momento ocurriría (lo que no es novedad) un terremoto de grandísima magnitud, movimiento sísmico cuyo epicentro sea Lima, cosa que no ocurre en nuestra capital desde el año 1974.






   Hace cuarentaidós años ocurrió este sismo de 8 grados, fue un 3 de octubre, día feriado pues era aniversario del Gobierno Revolucionario (es probable que si hubiera sido día laborable, el número de víctimas hubiera sido mayor). El movimiento inició a las 9:21 a. m. y tuvo una duración de un minuto y medio. Fue tremendamente destructor, Barranco, mi morada, fue una de las zonas más afectadas. Aún recuerdo a muchas de sus calles donde era imposible transitar pues las paredes de ambos frentes se habían desmoronado hacia el centro de la calle. Por ahí todavía hay una que otra huella de ese terremoto, por ejemplo, en la esquina de Unión con Bregante se vino abajo la casa de un conocido sastre, hasta el día de hoy solo un cerco de adobe circunda a ese terreno, nunca más se construyó una casa en esa esquina.






   Por referencias sé que en 1746 ocurrió el mayor sismo que ha soportado la capital del Perú. Su magnitud fue de 9 grados. Quince a veinte mil fueron las víctimas fatales. El terremoto ocurrió un 28 de octubre (nuevamente octubre), a las 10:30 p. m. Prácticamente toda Lima se vino abajo. Media hora después ocurrió un maremoto que casi borró del mapa al puerto del Callao, perecieron entre cuatro a cinco mil víctimas, solo sobrevivieron un aproximado de doscientas personas.






   Otro terremoto que algunos limeños todavía recuerdan, gente muy anciana, es el ocurrido el 24 de mayo de 1940, a las 11:35 de la mañana. Su intensidad fue de 8,2 grados. Es el segundo peor terremoto ocurrido en Lima y cuyo epicentro estuvo frente a la capital. Barranco quedó muy afectado, pero el más afectado fue Chorrillos, más del 80% de sus casas se vinieron abajo, este sismo prácticamente alteró el perfil arquitectónico de este balneario que había logrado recuperarse del incendio de las huestes chilenas allá por 1881. Luego del sismo, los muchos palacetes se vinieron abajo como naipes y en su lugar, tiempo después, se levantaron estructuras modernas, sencillas, prácticas, nunca más Chorrillos volvió a ser el balneario pintoresco que lo fue hasta 1940.





   Debo recordar que en 1970 y en 2007 ocurrieron terremotos que afectaron de uno u otro modo a Lima, pero sus epicentros estuvieron alejados de la capital, el de 1970 sucedió el 31 de mayo a las 3:21 p. m. y tuvo su epicentro frente al puerto pesquero de Chimbote, en Áncash, terremoto de 7,9 grados, el más destructivo ocurrido en el Perú, pues estuvo acompañado de un aluvión que sepultó poblados como Yungay y Ranrahirca y hubo 70 000 muertos aproximadamente. El de 2007 ocurrió el 15 de agosto a las 6:40 p. m. y su epicentro fue frente a Ica. Hubo aproximadamente unas 600 víctimas fatales. Este ha sido el último terremoto que experimentamos y que, curiosamente, no provocó grandes daños ni víctimas en Lima, pero sí un gran susto.






   Si se tratara de elaborar una lista de terremotos ocurridos en el Perú, la lista sería enorme, pero de eso no se trata. Salvo el terremoto de 1746 y el 1940, todos los demás lo viví, muchas veces espantado y no era para menos. Quizá uno de los motivos de esta entrada ha sido hacer entrar en la conciencia que debemos estar preparados para un probable terremoto de carácter catastrófico, que ha de ocurrir, que ocurrirá, lamentablemente, lo que no sabemos es cuándo. Estar preparados, tomar las previsiones para evitar desgracias mayores, esa es la idea. Y como dicen por aquí, con una pizca de ironía, si el terremoto nos agarra, que nos agarre confesados.





   Ya para terminar, debo contar que, a manera de ingenua broma, suelo decir a mis alumnos, un poco para quitar el miedo a los sismos, que si ocurriera un temblor o terremoto en plena clase, el primero que debe salir es el profesor. Risas acompañan a la ocurrencia, aunque muy en el fondo, la preocupación no nos abandone. Otras veces cuento la pequeña historia de la Nota aquella que Salvador Díaz Mirón, poeta mexicano, consignó en su libro Lascas, luego de su poema Avernus, la nota ocurrente, contada a mi manera provoca sorpresa y luego viene la risa a mandíbula batiente de los alumnos, a pesar de la desgracia que ahí se cuenta. Estas son las líneas:


   En un periódico, cuyo título no recuerdo, leí, en la «sección de variedades», una prosa anónima, una relación primorosamente lúgubre. Un hombre joven, hermoso, noble y rico, habitaba en Italia un campestre palacete, en unión de su esposa, a quien adoraba, y de la cual creía ser muy querido. La mujer era bellísima; pero pérfida como la onda. Un terremoto sacudió la comarca, y echó abajo la opulenta mansión rústica. El marido estaba ausente. A su vuelta, dio con las ruinas de su casa y de su felicidad; y, haciendo enormes esfuerzos, sacó de los escombros dos cadáveres desnudos y enlazados: el de la cónyuge y el de un amante desconocido. Y perdió la razón.








   Continuará…





                            

                                         Morada de Barranco, 28 de noviembre de 2016.





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